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La guerra buena

Por Heraldo de Madrid  ·  03.03.2016

Combatí durante seis semanas: cuarenta y dos días. Recuerdo cada hora, cada minuto, cada incidente ocurrido en aquellos cuarenta y dos días. Fue hace… ¿cuánto? ¿Cuarenta años?». A medida que va recordando en voz alta, el hombre de negocios de canas incipientes se transforma en un fusilero de diecinueve años. Demasiado alto para ser fusilero, lloraba su madre.
Este es un libro de memorias, más que uno repleto de cruda realidad y estadísticas precisas. Al evocar una época que tuvo lugar hace cuarenta años, mis compañeros experimentaban, en algunas ocasiones, dolor y, en otras, euforia. A menudo ambas sensaciones se fundían, y a un primer instante vacilante seguía un torrente de recuerdos: heridas muy lejanas y pequeños triunfos; honores y humillaciones; también había carcajadas.(1)
En 1982, una mujer de treinta años que llevaba una buena vida en Washington D.C. me explicaba cómo era la vida allí: «No consigo comprender la Segunda Guerra Mundial. Es como si solo apareciera en los libros de enseñanza escolar y nada más. Batallas que se ganaron, batallas que se perdieron. O los dramas de época que dan por televisión. No es más que una historia que ocurrió en el pasado. Me resulta tan distante, tan abstracta, que me da un poco igual».
Parece que la ausencia de recuerdos de la Segunda Guerra Mundial es tan inquietantemente profunda como el olvido de la Gran Depresión. Es necesario recordar que la Segunda Guerra Mundial fue un acontecimiento que cambió tanto la psique como la cara de los Estados Unidos y del mundo.
Este libro recoge precisamente los recuerdos del fusilero, los de sus camaradas espontáneos, agrupados unos con otros sin orden ni concierto; los de aquellos hombres, mujeres y niños que permanecieron en la retaguardia, sabiendo o sin saber a qué se debía tanta histeria; los de los participantes esporádicos de otros mundos con los que de manera fortuita se fueron cruzando; y los de vidas echadas a perder y fortunas amasadas. Trata también de un momento histórico en que, tal y como evocaba un excabo, «cuando más importantes se sentían los compañeros, mejores hombres eran, más incluso de lo que son ahora. Es un recuerdo muy valioso».
En un día de septiembre de 1982, en Chicago, Hans Göbeler y James Sanders brindan el uno a la salud del otro. Göbeler fue el segundo oficial en un submarino alemán, el U-505. Sanders fue el oficial de vuelo subalterno del U.S.S. Guadalcanal. Treinta y ocho años atrás, uno, como miembro leal a su tripulación, había hecho todo lo posible por hundir la embarcación del otro, a unos trescientos veinte kilómetros de la costa de África Occidental. Ahora, rememoran melancólicos.
«Es posible manipular a cualquier hombre, sobre todo a los jóvenes», dice Göbeler. «Cuanto más les insistas en que ese es el estilo de vida americano, o el estilo de vida alemán, más se lo creen. Sin que uno sea peor que el otro. Es un gran peligro constante». Sanders asiente con la cabeza. «Podría pasar. Engañar a la gente. La memoria es algo muy débil».
Para mí, fue algo que ocurrió hace cuarenta y pico años. Estuve en la fuerza aérea entre 1942 y 1943. No llegué a ver ni un solo avión, y de haberlo visto, no habría tenido ni la más remota idea de qué hacer con él. Mi servicio fue limitado. Tímpano perforado. Estuve en todo momento en los Estados Unidos, a salvo y sin sobresaltos. Y, a pesar de todo, recuerdo con sorprendente detalle cada uno de esos tranquilos acontecimientos, y todas esas caras aniñadas, llenas de granos y acné, suaves como la piel de un bebé. Llenas de desconcierto.
De los cuarteles de Jefferson (Missouri) a Fort Logan (Colorado) y al Centro de Entrenamiento Básico 10 (Carolina del Norte), la naturaleza de mis peregrinaciones tuvo un carácter no combativo. Es posible que el hecho de que me convirtiera en sargento tuviera que ver con la edad. Yo tenía diez años más que el resto de soldados rasos estadounidenses y, me gustase o no, terminé siendo una especie de figura paternal para todos esos niños-hombres. Lo llamaban Servicios Especiales.
El otro anciano del cuartel era un exalguacil de Nueva Orleans, un verdadero bribón. Tenía cuarenta años. La proximidad, el uniforme y la aventura misma nos llevaron a ser compañeros. Incluso a día de hoy recuerdo aquellas virguerías y los ojos como platos de nuestra audiencia cada noche mientras Mike y yo no callábamos. ¿Quién sabe? Quizá sí que ofrecimos un servicio al Estado al arrancarles alguna que otra carcajada a aquellos chiquillos llenos de morriña. En cualquier caso, algo de la educación cívica que apenas se enseña en la escuela sí que debieron de aprender, sobre todo de Mike.
Cuando de vez en cuando a Mike y a mí nos daba por gandulear y, dando caladas a habanos Cohiba Red Dot, observábamos desde las cálidas instalaciones del cuarto de baño del economato cómo nuestros jóvenes camaradas realizaban sus ejercicios de calistenia mañanera en el aire polar de las Montañas Rocosas, no sentíamos ni una pizca de remordimiento. Al contrario. Mike, haciendo aros con el humo, señalaba la escena que se desarrollaba en el exterior y, emulando al general MacArthur, proclamaba, «¿Nostás orgulloso de los chicos?». Yo asentía con solemnidad. Lo cierto es que sí que estábamos orgullosos de ellos; y ellos, por perverso que fuera, de nosotros. Memento mores.(2)
En aquella mesa festiva, sentado frente a Hans Göbeler y Jim Sanders, me pongo a pensar en el fusilero de diecinueve años. «Hacía sol y todo estaba muy tranquilo. Íbamos pasando junto a los alemanes que habíamos matado. Si te fijabas detenidamente en cada uno de ellos, cobraban una personalidad propia, dejaban de ser una abstracción. Ya no eran los alemanes de caras toscas y cascos de acero que veíamos en los noticiarios. Tenían exactamente nuestra edad. Eran chavales, igual que nosotros».
«Chavales» es la palabra que constantemente usan los protagonistas combatientes de este libro. Hace referencia tanto a soldados enemigos como a los estadounidenses. Las SS fueron, por supuesto, otro cantar. Incluso los soldados más cándidos e indulgentes han encontrado escasos atributos positivos para ella. Lo mismo sucede con los guerreros profesionales japoneses. En cuanto al ciudadano-soldados de Japón, escuchemos a un cabo estadounidense miope y con gafas (actualmente un distinguido economista miope y con gafas): «En Guam vi mi primer muerto japonés. Daba lástima, con sus gruesas lentes. Llevaba un fajo de cartas en el bolsillo. Parecía un chiquillo torpe al que acabaran de sacar de su casa para dejarlo en aquel lugar miserable».
Con cincuenta años, Paul Douglas, el liberal de Illinois, se alistó como voluntario en los marines «para atrapar a un japo». Cierto es que este hecho no dañó su subsiguiente campaña por el Senado de Estados Unidos. No había nada extraordinario en el pronunciamiento del señor Douglas. «Japo» era una palabra usual en nuestro vocabulario cotidiano. Era un hombre decente, sumamente ilustrado, a quien la fiebre bélica había agarrado con gran fervor. El propio decano de los periodistas estadounidenses, Walter Lippmann, fue quien encarecidamente solicitó el confinamiento de los nisei,(3) así como el de sus progenitores.
Para el típico soldado estadounidense, pese a los distorsionados sermones filmados, no era la idea de «atrapar otro japo» ni la de «pillar otro nazi» lo que los impulsaba hacia el frente. «Lo que te lleva a atacar playas no es patriotismo ni heroísmo», reflexiona el alto fusilero. «Es la sensación de no querer fallar a tus compañeros. Se establece un sentimiento especial de afinidad».
Un cantante de folk tradicional que había formado parte de la batería antiaérea del 62.º Regimiento de Artillería, ofrece la siguiente explicación: «Tenías a quince tipos que por primera vez en la vida no vivían en una sociedad competitiva. Nos encontrábamos en una situación casi tribal en la que podíamos ayudarnos unos a otros sin miedo. Caí en la cuenta de que lo que me apasionaba del Ejército era precisamente la ausencia de estándares hipócritas».
Las vidas de los soldados rasos volvieron a empezar. Chavales jóvenes que nunca habían salido del perímetro de su ciudad natal, de su pequeño pueblo de origen o de la granja de su padre, de repente se encontraban en lugares exóticos llenos de gente exótica, e incluso consideraban igual de exóticos a sus propios compañeros.
«La primera vez que escuché un acento de Nueva Inglaterra», rememora un nativo del Medio Oeste, «fue en Fort Benning. Los sureños eran criaturas tremendamente exóticas para mí; también la gente de las granjas, los neoyorquinos espabilados…». (Nota del autor: probablemente los oriundos neoyorquinos eran los más provincianos de todos, los de costumbres más arraigadas y los más ingenuos).
Uno de los momentos más satisfactorios de mi breve paso por el Ejército se produjo durante una partida de dados. Estábamos en los cuarteles de Jefferson. Parecía que las cosas les iban muy bien a un par de listillos de Nueva York y Filadelfia. Varios tipos y yo habíamos perdido todo nuestro sueldo en muy poco tiempo. Entonces apareció un chaval delgado y lleno de pecas, recién llegado de una granja de Arkansas, con una nuez que le subía y le bajaba como loca. Parecía que los del este habían encontrado a una nueva víctima. Al cabo de aproximadamente una hora, el palurdo inocente había dejado secos a los espabilados. Fue estupendo. Por primera vez en sus vidas, los chicos de ciudad y los de campo se conocían unos a otros.
«Al despertarme la primera mañana en el tren de tropas en Fulton (Kentucky), pensé que estaba en Tombuctú. Desde luego, Europa me dejó boquiabierto, los castillos, las catedrales, los Alpes. Era algo asombroso para un chico de diecinueve años».
Por supuesto, aprendieron canciones que una madre nunca enseñaría. Y palabrotas. Y a fumar. «Nos dijeron que a la mañana siguiente entraríamos al ataque. Para entonces había empezado a fumar, y me preguntaba qué pensaría mi madre cuando volviera. Me sentía medio enfermo, tenía frío y estaba asustado. Y ni siquiera podía conseguir
un último cigarrillo».
En circunstancias muy difíciles, como prisionero de guerra o bajo asedio o esperando a Godot, la mente de un soldado no estaba plagada de pensamientos sobre mujeres, política o familiares; ni siquiera sobre Dios. Se pensaba en comida. «En el campo», recuerda un prisionero de los japoneses, «lo primero de lo que se hablaba era de lo
que tu estómago quería. Los demás tipos te explicaban cómo preparaba su madre tal o cual plato. Los hombres escuchaban sentados con gran atención. Este era el tema de conversación todo el tiempo. Me acuerdo perfectamente de un polaco. Había un tipo que siempre le pedía que contara cómo hacía su madre el repollo relleno, los gołąbki.
Lo explicaba de tal manera que casi podías olerlos. Algunos hasta se relamían los labios, como si de verdad estuviesen probándolos».
Comida. Miedo. Camaradería. Y confusión. Durante el combate, la orden del día a menudo era el desorden. Una y otra vez, los supervivientes, canosos, calvos, barrigudos o enjutos, recuerdan el caos. El enorme pelirrojo de la 106.ª División de Infantería no puede olvidar su trauma. «Allí estaba yo, deambulando con todo el ejército alemán disparándome, y lo único que tengo es una .45 automática.
A pesar de todo, oportunidades no te faltaban; allá donde fueras había cuerpos y soldados tirados por el suelo. Sobre todo estadounidenses. Por mis manos debieron de pasar todas las armas fabricadas por el Ejército de Estados Unidos. Cuando se te acababa la munición de una, la tirabas y tratabas de conseguir otra cosa».

1 Studs Terkel, Hard Times: An Oral History of the Great Depression, Nueva York:, Pantheon Books, 1970.

2 Memento mori: «Recuerda que morirás».

3 Japonés nacido en Estados Unidos.

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