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La fiesta sin fin

Por Sigue leyendo  ·  04.06.2011

A punto, estoy a punto de haber dicho todo lo que tengo que decir en la vida sobre Jim Dodge. Jim Dodge es mi escritor favorito. No está solo, que está con Susan Hinton, Nik Cohn, Edward Limonov, Joe Orton, Adrien Henri, B. S. Johnson, John Osborne, Shelagh Delaney, Richard Brautigan, Kurt Vonnegut y, claro, John Fante. Y más. Esta entrevista será la culminación de tanto hablar: entre preguntas y respuestas, aquí está casi todo lo que hay que saber sobre él. Lo demás: mi opinión y otros artículos publicados en periódicos cuelgan en el blog del fanzine La Escuela Moderna, junto al prólogo que me encargué de hacer para “El Aleph” con motivo de la publicación de Not fade away (aquí El Cadillac de Big Bopper). Un prólogo de fan sobreexcitado (la única forma de ser fan), como puede comprobarse leyéndolo.

Lo único que tienen que saber antes de que todo esto empiece es que Jim Dodge es un señor californiano nacido en 1945. Que tiene tres novelas en su haber (Jop, Not fade away / El Cadillac de Big Bopper y Stone Junction, publicada recientemente por Alpha Decay). Y que sus obras tienen todo lo que uno ha buscado siempre en la literatura: honestidad, pasión, ritmo, discos, drogadicciones variadas, posibilidad de redención, obsesión pulverizante, tristeza (y cómo vencerla), culpa (y cómo deshacerse de ella), y una cantidad enorme de diversión útil, fértil, nada banal. Tras leer a Jim Dodge, como casi nunca pasa, la percepción de ciertas cosas ha cambiado irremisiblemente. Al igual que con determinados discos y películas inductores de la catarsis, hay un claro antes y después de su lectura.

Para que vean, sin más preámbulos, qué tipo de persona es Jim Dodge, sólo les diremos que éste es un escritor mítico en Estados Unidos, alguien seleccionado repetidas veces para todos esos «Los 1001 libros que hay que leer antes de morir», alguien que podría ser fabulosamente rico y famoso e idiota si hubiese decidido vender su alma y trabajo al mejor postor. Pero Dodge no es así, como demuestra que nos contestara una entrevista de casi treinta preguntas y que acabó llenando diecisiete páginas de word (a 1 espacio, cuerpo 12) para un fanzine. Es decir, algo que no le reportaría aumento de ventas ni de cara pública, celebridad ni groupies ardientes. Dodge hizo esto por la misma razón que nosotros hacemos otras cosas y, sin ir más lejos, este fanzine: por pasión y por afán de trasmitir emociones, canjear conocimiento, celebrar el banquete.

Lo que sigue es denso, detallista y meticuloso, incluso indiscreto, algo sobre-sentimental, también confesional, ocasionalmente filo-hippie, y muy largo. Tan largo que tuvimos que partirlo en dos. Pero vale la pena, ya verán. Pues leer a Jim Dodge, como dijo Thomas Pynchon en el prólogo a Stone Junction, «es como estar en una fiesta sin fin donde se celebra todo lo que importa de veras». Y la fiesta acaba de empezar.

-Cuatro preguntas en una: ¿Cuándo empezaste de manera realista a pensar en escribir narrativa? ¿Eres autodidacta? Puesto que eres profesor, ¿qué piensas del síndrome Escritura Creativa, en cuanto a que es una asignatura escogida como carrera por muchos estudiantes americanos? Lo que estoy intentando decir es: ¿Crees que el taller de Escritura es una influencia positiva en los escritores que empiezan? Parece que cada vez hay menos escritores autodidactas y completamente autónomos. Todo parece cada vez más… prefabricado, por decirlo de alguna manera. Como si estuviésemos perdiendo los Fantes del mundo.

-No tengo claro haber pensado nunca de forma realista en escribir narrativa, pero empecé hacia los treinta y cinco con el manuscrito de lo que finalmente terminaría siendo Stone Junction. Probé con la narrativa porque mi inspiración poética estaba en un callejón sin salida (de acuerdo que quizás no había mucho más camino que recorrer). Morris Graves, un pintor amigo mío que vivía cerca y que a menudo trabajaba en formas Sumi muy delicadas, me comentó que cuando se bloqueaba iba y se compraba un puñado de escobas, galones y galones de pintura y un enorme rollo de papel de embalar, lo disponía todo en el suelo de su estudio y se ponía a pintar utilizando las escobas como brochas. Deduje que el equivalente de esto en escritura sería la prosa, así que decidí alegremente que escribiría una novela; trabajé cada noche durante un año, escribiendo a mano junto a una lámpara de queroseno, y Victoria, mi mujer, pasaba a máquina cada día lo que había escrito. Trabajé cinco horas cada noche durante un año y, cuando estaba a cien páginas del final —quizás porque ya sabía cómo iba a terminar— perdí interés en el tema; para desespero de Victoria, según recuerdo, que prometió no volver jamás a pasarme ningún manuscrito a máquina. En cualquier caso, en cuanto lo terminé a mi gusto tuve un pequeño chispazo de inspiración que llevó a Jop: lo escribí entero, si bien en dos partes, y un amigo que tenía una pequeña imprenta en Berkeley lo leyó y se ofreció a publicarlo. A pesar de mis denodados esfuerzos para disuadirle —Jop tiene una extensión extraña, unas diecisiete mil palabras— me convenció de que estaba dispuesto a probar suerte. Cuando Jop me hizo ganar cien mil dólares más de lo que había ganado en quince años de escribir poesía, decidí que exploraría la narrativa un poco más, a pesar de que exigiese meses de concentración firme y fuese, por tanto, mucho más jodida para las relaciones sentimentales.

Creo que el auge de la Escritura Creativa como diploma académico ha tenido en general una influencia positiva en los estudiantes, y algo menos positiva en los profesores. Como apuntó Gore Vidal, «la enseñanza ha destruido a más escritores americanos que la bebida». Se me hace a menudo la pregunta que has hecho, junto a «¿Realmente se puede enseñar escritura creativa?». Lo que la gente no parece entender es que yo no enseño a escribir narrativa, o poesía, o escritura naturalista. La base de la mayoría de la instrucción en Escritura Creativa es el Taller, donde de quince a veinte estudiantes se juntan tres horas a la semana y comentan el trabajo de los demás; el papel del «profesor» es el de guía o, como máximo, algo de modelo/autoridad. Así que si la pregunta es «¿Crees que es positivo que jóvenes escritores se junten y discutan el trabajo de los demás?» —o sea, tener una audiencia prepublicación de coetáneos apasionados y comprometidos— creo que la respuesta es un justamente incondicional sí. Al menos, muchos exestudiantes míos lamentan haber perdido aquella comunidad. Y sé que cuando yo estuve en el Taller de Poesía de Iowa aprendí mucho más de mis compañeros que de mis profesores.

Dicho esto, sí creo que los escritores jóvenes que todavía no han accedido a la plenitud de sus voces individuales tienden a imitar lo que sus compañeros alaban. Pero, del mismo modo, escritores que aún no han sido publicados tienden a imitar a escritores ya publicados. En cualquier caso, si hay algo que distorsiona peligrosamente las psiques de los escritores noveles es la presión por publicar, por hacerse con algo de fama. O, como me deleito en decirles a mis estudiantes, los dos grandes obstáculos con los que se encuentran los jóvenes escritores americanos son el fracaso y el éxito. Y salgo de los Estados Unidos suficientemente a menudo para ver lo mucho que otros países aprecian y premian a sus artistas/intelectuales, mientras los Estados Unidos no confían en sus artistas y mantienen una relación amor/odio con la celebridad.

-A pesar de que he leído bastantes detalles de tu biografía, me gustaría que nos hablaras de tu adolescencia y juventud en los años sesenta. Y a la vez cuánto de esa experiencia se ha infiltrado en tu obra.

-En mi octavo de EGB, hacia 1951, mi padre, que había volado cincuenta y ocho misiones como bombardero en el teatro europeo de la IIª Guerra Mundial, fue reclutado en las Fuerzas Aéreas durante la guerra de Corea. Dado que terminó ejerciendo de profesor de los instructores de vuelo nos mudábamos constantemente; me matriculé en más de quince colegios, y me adentré en la pubertad a lo largo del Año Geofísico Internacional, 1956, cuando estaba en Goose Bay, Labrador, donde mi padre era Comandante de vuelo de la Sección Norte. Mi pubertad en Labrador, en una clase combinada de 2º y 3º de BUP donde solo había cuatro chicas, retorció mi joven psique de una manera tan severa que no es de extrañar que acabara refugiándome en los brazos de las musas.

Cuando regresamos a los Estados Unidos, mi padre estudió para ser oficial en el programa de lanzamiento de misiles, así que pasé un año en Wyoming en el Warren AFB, y luego un año y medio más en Vanderberg, al sur de California. Cuando al final se retiró por razones médicas en 1959, volvimos a mi pueblo natal de Santa Rosa, California, donde fui al instituto y me convertí en el modelo de estudiante americano de pura cepa: cocapitán del equipo de fútbol americano; esprinter y corredor de fondo en el equipo de carreras; exterior central zurdo en el equipo de béisbol; delegado de la clase; miembro de la Block Society (en deportes) y en general el típico atleta-estudiante. Además, me estaba forrando a base de robar licor para estudiantes mayores de secundaria, corría en carreras drag1 con mi Ford del 51, perseguía mujeres y en general hacía maldades de todo tipo. Pero aparentemente mis maldades no eran tan graves, porque conseguí un nombramiento del Congreso para la Academia de Guardacostas. Al final decidí que estaba harto de regímenes castrenses y decidí concentrarme en obtener la carrera de biólogo pesquero, así que me matriculé en Humboldt State en 1963. Dos años después estaba en las calles protestando contra la implicación americana en Vietnam y la opresión de los ciudadanos afroamericanos en el sur. Algunas de las razones subyacentes en ese cambio aparecen en Not Fade Away y, de una manera más disfrazada, en Stone Junction.

(1 Carreras de aceleración muy populares en Estados Unidos, y a menudo origen de tuneados automovilísticos altamente bizarro-cool. Un clásico del universo surf/hot rod de los 50 y 60.)

-Esto es en apariencia una pregunta-cliché, pero te ruego que tengas paciencia: ¿Cuánto de lo que escribes surge de la experiencia personal? Asumiendo que la respuesta sea «mucho», ¿crees que todo este escribir sobre uno mismo y las experiencias personales y miserias y culpa es un proceso terapéutico? Tom Spanbauer siempre dice que lo es, completamente, y yo estoy bastante de acuerdo. En mi caso, es mi manera de arreglar los problemas mentales que arrastro; ponerlos en mi narrativa. ¿Cómo lo ves tú?

-En mi caso no es así, aunque por supuesto es imposible no depender hasta cierto punto de la experiencia personal. Mi gran vanidad es una creencia infundada en el poder de mi imaginación, así que me enorgullezco moderadamente de no utilizar mi propia vida como material, y particularmente las vidas de novias y amigos. Además, nunca me he encontrado tan interesante: un chico blanco de clase media que ha pasado la mayor parte de su vida en lo más profundo de los bosques intentando vivir de la tierra no es precisamente el arquetipo de la época. Un arquetipo que, como mi agente no deja de insistirme, es «urbano, contemporáneo». Tampoco creo que escribir prosa narrativa sea terapéutico; al contrario, opino que contribuyes al daño pasando cinco horas al día en una habitación llena de lenguaje pensando en tus pequeñeces, culpa y errores. Eso se me antoja casi tan horrible como estar encerrado en una habitación llena de taxonomistas chutándose speed.

-Cuando escribiste Jop ya tenías treinta y ocho años, si no me equivoco. Ése es un hecho que puede proporcionar mucha placidez mental a todos los aspirantes a escritores que se estresan brutalmente porque no han escrito una obra maestra a los veintitrés. Tú eres un tipo de escritor al que no parece importarle lo regular de la producción, y que se empeña en escribir bellamente requiera el tiempo que requiera.

-Como te decía, mi primera pasión (y la más pertinaz) es la poesía, de modo que nunca albergué ninguna fantasía de fama y dinero. A no ser que seas verdaderamente excepcional, lo máximo a lo que puedes aspirar a escribir a los veinticuatro son los sueños y delirios particulares que son endémicos de esa edad. De hecho, yo decidí escribir y publicar anónimamente hasta que tuve treinta y cinco para evitar esas ego-trampas (no lo conseguí, claro). Pero sea cual sea el género o edad, lo mejor que puedes hacer es lo mejor que puedes hacer; a partir de ahí, lo ideal es dejar las fichas donde tengan a bien de caer. Al margen de un determinado nivel de maestría en aptitudes literarias y estrategias narrativas o líricas —los aspectos del oficio de la escritura que se van aprendiendo a lo largo de una vida, mediante los cuales uno puede (¡debe!) alcanzar el nivel de pericia necesario para poder liberarse de cara al aspecto más artístico del empeño—, la gran mayoría del éxito es una combinación de timing, suerte y gracia. Con todo, tengo una indestructible fe en el hecho de que el mundo siempre está preparado para escuchar una gran historia —o una obra maestra, como quieras llamarla— así que prefiero aplicar toda mi concentración y habilidad en asegurar la calidad de la obra en lugar de preocuparme de si mi genio será apreciado y premiado adecuadamente. Creo que la primera lección que aprendes como poeta americano es que más vale que la maldita recompensa esté en la propia obra, porque es la única que vas a recibir. Si los fontaneros se mimaran a sí mismos tanto como los escritores, estaríamos todos nadando en mierda.

Además —quizás esto que voy a decir no tenga nada que ver con nada— la poetisa Pattiann Rogers me dijo una vez que hay dos tipos de escritores: los que tienen que escribir, y aquellos para los que escribir es una elección. Pattiann afirmaba que tanto ella como yo pertenecíamos al segundo grupo, y quizás la ausencia de esa necesidad influye en mi forma de pensar sobre este tema.

-Jop trata de muchos temas que luego aparecerán de una forma u otra en tus siguientes obras: la pasión y la obsesión (y el sufrimiento que acompaña a ambos), la amistad y la familia, el amor y su pérdida y el ser-diferente-y-que-te-dé-igual. ¿Dirías que éste es un buen resumen o me he dejado algo?

-No, está muy bien. Tan sólo añadiría que parece que muchos de mis personajes luchan por saber cómo amar, cómo aplicar adecuadamente su pasión en el mundo, cómo sobrevivir al sufrimiento que el amor inevitablemente engendra. Imagino que el contar historias siempre ha tenido para mí este elemento de cómo hacer algo. Hace veinte años tuve la gran suerte de trabajar con Aliza Jones, una mujer atabascana cuyo pueblo aún vive inmerso en la tradición oral, y le pregunté cómo funcionaban las historias en su cultura. «Oh, ya sabes», dijo, «van de cómo te metes en problemas y cómo sales de ellos». En ese sentido estamos todos trabajando el género del cómo: aplicaciones prácticas de la vida en un marco entretenido.

-En Jop también encontramos una gran cantidad de ternura, al igual que en las siguientes dos novelas. Incluso cuando pasa algún suceso brutal o a punto de ser trágico, la bondad (o la esperanza) siempre se las arreglan para subir a la superficie. Has comentado alguna vez la necesidad de que exista empatía, compasión, de tu rechazo del nihilismo y tu profundo amor a estar vivo: comenta, por favor.

-Siempre me ha gustado la reflexión de Kenneth Rexroth sobre que la imaginación es el órgano de la comunión, que a la vez tiene su raíz en la comunidad y en la compasión. Incluso podría admitir que creo en los poderes transformadores de la imaginación/empatía/compasión, pues son todos formas de conectar con algo mayor, o cuanto menos común/comunal. Creo que la gente se vuelve cínica cuando ya no puede seguir soportando la humillación de la impotencia, y se vuelve nihilista cuando esa humillación se trasforma en un tipo terrible de culpa, ese profundo y secreto sentimiento de cobardía, esa aceptación de la desesperanza. Y creo, como los Beats —que fueron los primeros en hacerlo notar para mi generación— que las corporaciones- monopolios capitalistas americanas libran una guerra no declarada contra la imaginación. Ahora bien, mientras pueda seguir imaginando el jugo que resbala por los codos de mi amada mientras se come un mango desnuda de cintura para arriba en las aguas de Baja, me da a mí que tengo alguna posibilidad de evitar la amargura cobarde del nihilismo. De hecho, no es algo tan difícil como parece, porque la imaginación tiene un gran aliado en el mundo natural, un lugar donde me cuesta estar un solo minuto sin sentir algún tipo de profunda sensación de admiración, y una concatenación de poderes tan por encima de mí que lo único que puedo hacer es sentirme privilegiado por haber sido incluido en el misterio. Así que, para mí, la imaginación es una fuerza que contrarresta, y dado que considero el escribir como un acto de colaboración con otro ser humano mediante el lenguaje, la escritura es mi pequeño puñetazo público contra El Imperio. Especialmente si consigue decir la verdad de forma hermosa, cosa que cuadriplica la fuerza de los golpes.

-Avanzando hasta Not Fade Away sólo un segundo, recuerdo que en una entrevista declaraste —cuando te preguntaron sobre las similitudes entre tu libro y Miedo y asco en Las Vegas de Hunter S. Thompson— que su novela era malvada y la tuya no. Creo que llamabas a las acciones de los personajes de Thompson «chuleo psíquico». ¿Intentas pues otorgarles un cierto sentido de la bondad y la amabilidad a tus personajes, a pesar de su locura o errores?

-Lo que trataba de decir era que los protagonistas de Thompson tienden a aterrorizar a gente como sirvientas o chicas del servicio de habitaciones en lugar de a sheriffs y guardaespaldas, y yo fui educado en la ética del macho americano que dice que un hombre de verdad protege al débil frente al poderoso, no se une en un ataque contra el débil. Y, por supuesto, aunque no sé hasta que punto esto es consciente, intento que mis personajes sean complejos, si bien sólo porque creo que la gente es compleja. Si me tientas incluso me atrevería a afirmar que la gente tiende a cometer errores y hacer locuras precisamente porque están intentando ser buenos y justos y nobles.

-A Jop lo compararon (por lo «estrambótico» de la prosa y la atmósfera rural, y en general por el comportamiento inusual de los personajes) con la obra de Richard Brautigan. ¿Crees que hay algo de verdad en esta comparación? Quizás ayudó también que vivas en el monte.

-Soy un enorme fan de la poesía de Brautigan y de mucha de su prosa (especialmente de los primeros trabajos, como Un general confederado de Big Sur2 y sí noto que hay un tipo de espíritu que compartimos, al tener esa apreciación mutua por el comportamiento extraño (no sólo estrambótico, sino también el de gente como la señora mayor que hace trampas al jugar a las damas chinas). Me siento orgulloso de citarle como influencia.

(2 Publicado en castellano por Blackie Books.)

-Y, hablando de manera más general, ¿qué otros escritores crees que han influenciado tu obra? Hay un cierto aroma a los Beats, pero resulta difícil señalar a otros escritores partiendo sólo de tu trabajo.

-No quisiera parecer poco sincero, pero creo que todos los escritores que he leído han ejercido algún tipo de influencia en mí, para bien (espero) o para mal. Si tengo que decir algo obvio, todos los escritores compartimos el mismo medio, así que cualquier autor al que leas puede ofrecerte algún pedazo para incorporar, elaborar o directamente, robar. Algunos, como Peter Matheissen, escriben con tal claridad y gracia que me siento alentado con sólo saber que hacer algo así es humanamente posible. Algunos tienen ángulos de mente —como Gary Snyder, Wendell Berry o Ursula K. Le Guin— cuya adopción, por muy torpemente que se realice, amplía la inteligencia y la comprensión de uno. Y escritores como Thomas Pynchon, además de su obvia maestría del lenguaje, aumentan salvajemente el sentido de posibilidad, sea ésta estructural o simplemente en términos de con qué puede salirse uno. Escritores como Jack Gilbert, de nuevo aparte de la verdad y la belleza de la obra propiamente dicha, modelan el comportamiento profesional, establecen puntos de referencia en cuanto a pasión e implicación. Y para mí, algunos escritores —me vienen a la cabeza Wallace Stevens y Dylan Thomas— son tan capciosos, lo que hacen tan parecido a mis propias aspiraciones, que no puedo leerlos cuando estoy trabajando o acabaría produciendo pálidas imitaciones suyas durante semanas. También soy un lector generoso e indulgente, y tomo a los escritores por lo que son y por dónde están; o sea, que no soy demasiado esnob. Para mí, los escritores aspiran a un cierto nivel de excelencia, más allá del cual toda clasificación en cuanto a categoría es un asunto de simpatía y gusto inherente. ¿Es Duncan mejor que Spicer? ¡A quién le importa! Ambos habitan claramente en un campo de excelencia, y prefiero gastar mis energías en su apreciación que en establecer distinciones atrozmente detalladas sobre quién es superior en categorías con aún menos sentido. Quizás me estoy haciendo viejo, porque cuando tenía veinte años me iba bastante eso del categorizar; en retrospectiva, supongo que estaba intentando establecer mis valores estéticos.

-Jop trajo consigo algo parecido a fama. Una fama que, en tus palabras, te distraía hasta el punto de la distorsión. Me gusta sin embargo tu idea de fama local, lo que dijiste sobre que te gustaría ser famoso en un radio de cien millas. Que te conozcan como escritor en los bares a los que vas, y en cierto modo en tu ciudad, y se acabó. Yo firmaría ese contrato con la fama.

-La verdad es que ahora he reducido el radio a cincuenta millas.

-Por otro lado, para los que no somos ricos, a veces un poco de fama puede traer consigo algo de ese indispensable dinero para comida-alquiler-facturas que no se nos aparecería sin ella. A veces encontrar el punto medio (dar alguna conferencia, salir en la radio o TV y por tanto ser un poco conocido pero no venderte a El Tinglado ni perder tus principios ni comprometerte artísticamente) puede ser un poco delicado, ¿No crees?

-No podría estar más de acuerdo contigo. Pero resolver ese problema es a la vez uno de los múltiples desafíos del éxito. Te recuerdo el gran consejo que aprendí de un grafiti en las paredes del Salal Café en Port Townsend, WA, en 1985: «La fama es pasajera, pero la oscuridad es para siempre». Y espero de todo corazón que todo aquél que haya aplicado su pluma a un papel consiga todo el reconocimiento que él o ella merezcan.

-A pesar de que los detalles biográficos sobre ti en Internet son fabulosamente escasos (una entrevista, una pequeña biografía, poco más) aún no eres un autor desaparecido al estilo Pynchon/Salinger. ¿Te gustaría serlo? Completamente anónimo, quiero decir.

-No, me parece que no, porque ya lo fui una vez: como te decía antes, hasta los treinta y cinco publiqué anónimamente. No publiqué una tonelada —algunos poemas en revistas y periódicos, unos cuantos ensayos, y un par de libritos baratos—, pero todo lo que hice fue sin firmar y sin aceptar dinero. Los libritos llevaban una nota que rezaba: «Puesto que pretendemos evitar el espectáculo de las comodidades, este libro no lleva emblemas de mercado: nombres, precio o copyright. Es un regalo. Pásalo». Bastante radical para la época, y obviamente influenciado por la retórica política situacionista/digger. Descubrí más adelante que al menos dos personas habían accedido a puestos docentes adjudicándose la autoría de mi trabajo, algo que en cierto modo me encantó; sin embargo, al final decidí que debía aceptar la responsabilidad de lo que había dicho y la forma en que lo dije. Además, me di cuenta de que insistir en lo gratuito de mi obra era demasiado fácil cuando ésta (poesía, mayormente) no tenía el menor valor económico. Me pregunto a menudo cómo habría reaccionado si miles de dólares hubiesen estado en juego, o si terceros hubieran tenido un interés financiero en mi trabajo (como el editor de Jop).

-Esto que voy a preguntarte es en cierto modo un cambio de tema, pero me gustaría saber tu opinión sobre Internet y las cibercomunidades y todo eso. Vonnegut dijo que «las comunidades electrónicas no construyen nada, siempre terminas con nada. Somos animales bailadores». ¿Estás de acuerdo con esto? ¿Consideras que hay un tipo de interacción humana física que simplemente no puede replicarse en la red? Personalmente, puedo definirme como anticibernético. ¿Tú?

-La verdad es que mi posición es una de indiferencia, por ignorancia más que otra cosa. He vivido la mayor parte de mi vida sin electricidad ni cañerías, así que me perdí la excitación inicial sobre el fenómeno y ya nunca me puse a la altura. He leído sobre ello, cómo no, pero no excita mi imaginación ni un poco así, probablemente porque estoy involucrado en el movimiento biorregionalista, y uno de sus principios es que cualquier noción de comunidad debe incluir necesariamente todas las otras formas vivientes del lugar donde vives, así como el paisaje, los ecoprocesos (como el agua y los ciclos de carbono) y las cifras mayores de regulación, como la ganancia solar. Por tanto, por supuesto que estoy de acuerdo con Vonnegut en que las cibercomunidades no son comunidades de ninguna de las maneras en que a mí me emocionan; como mucho, son grupos intelectuales. Para que exista una comunidad verdadera, primero hay que tener un cementerio; y no sólo interacciones físicas entre humanos, sino interacciones humanas en un ecosistema compartido a lo largo del tiempo, e interacciones con el mundo más-que-humano (flora, fauna, agua, aire, tierra y fuego). La existencia comunal es verdaderamente elemental. La palabra virtual significa «en efecto pero no de hecho», y las cosas que más disfruto de la vida —una tormenta formándose espontáneamente en el Pacífico, cerdos salvajes buscando bellotas bajo los olmos, el sabor del humo de arce en una pierna de venado— todo son sensaciones, los hechos y particularidades de la existencia, y no meras aproximaciones. Me he dado cuenta de forma irrefutable —según mi experiencia— de que cuanto más cerca estoy de la fuente, mayor calidad tiene la información que recibo, y como escritor y ciudadano siempre busco la información de mayor calidad, porque no puedes hacer una buena salsa de espagueti con tomates podridos. Para colmo, cuanto más viejo me hago más me doy cuenta de que no necesito más información, sino sintetizar la considerable información que ya llevo acumulada.

Por otro lado, dejando aparte todos mis reparos sobre lo que es o no es una comunidad verdadera, creo que de todos los profetas de los 60 McLuhan fue el que más cerca estuvo al imaginar el futuro como una aldea global. Veo a la juventud de hoy mucho más abierta a nuevas experiencias, mucho más espontánea, pero mucho menos reflexiva, con lapsos de atención más cortos; trabajando con jóvenes escritores me doy cuenta de que la única moneda cultural común son las películas o la música, no los libros. Por lo pronto sí parece también que los ordenadores han hecho la información mucho más democrática y descentralizada, lo cual es probablemente positivo, pero me preocupa que al reducir el tiempo de búsqueda de respuestas acabes olvidando el propósito de la pregunta. Parafraseando a Antonio Machado, es bueno saber que los vasos son para beber, pero no deberíamos olvidar qué es la sed.3

(3 Esta cita también la utiliza Dodge como introducción a Stone Junction.)

-Not Fade Away apareció cuatro años más tarde. ¿Crees que hay un salto estilístico apreciable de uno a otro libro? ¿Tuviste que dedicarle más esfuerzo por el mayor número de personajes y la mayor complejidad de la trama? ¿Cómo se te ocurrió la idea (del Cadillac, del regalo, de la peregrinación, del fantasma…) y por qué decidiste comenzar el libro con un personaje principal que no es un personaje principal? Es decir, el chico anónimo que escucha la historia de George Gastin.

-Siempre he visto el estilo como una continuación del contenido, así que no estoy seguro de hasta qué punto hay un salto estilístico, como un cambio de estilo que esté en consonancia con una voz (o, en el caso de Not Fade Away, voces) narrativa necesariamente distinta. Intento mantener una cierta lealtad de cara a la concepción de una historia, porque esa concepción inicial tiene que ser suficientemente poderosa para que dedique un año de mi vida —o más— a explorarla. La historia como tal se me ocurrió un día que me salí de una carretera fangosa y me cargué la dirección de la furgoneta chocando contra el tronco de una secuoya. Cuando el conductor de la grúa llegó para remolcarme, vi que llevaba una cinta con el lomo escrito a mano donde ponía Lectura de Kerouac / Jazz y empecé a conversar con él. Al tipo no le eran desconocidos los estimulantes, así que para cuando llegamos a Guenerville una hora después yo ya poseía un conocimiento considerable sobre la vieja escuela del conductor de grúas-remolcadores y el ambiente de San Francisco en los últimos años 50. Un par de noches más tarde tuve un sueño en el que intentaba entregar un regalo que tenía alguna relación con la música y, pensé más en ello, en la importancia de la música en la contracultura, y recordé lo completamente destrozado que me quedé cuando me enteré de que Buddy Holly, Ritchie Valens y el Big Bopper habían muerto en el accidente de avión, lo totalmente hundido que me sentí durante esos días al final del invierno del 59, y eso me hizo pensar en un Caddy del 59, y en la cultura americana, y en sexo-drogas-rock’n’roll. Antes de darme cuenta ya estaba escribiendo en un pedazo de papel A Thousand Bean Pilgrimage In The Big Bopper’s Short (Una peregrinación de mil anfetas en el buga del Big Bopper) —bean era la jerga local para definir la metanfetamina de la cruz blanca al dorso, y short la expresión vernácula de coche, llamado así porque hace las distancias más cortas que el ir a pie— y antes de darme cuenta ya estaba otra vez deambulando por las salinas de Utah que hay en mi cerebro en busca de una tumba imaginaria. En el momento de su concepción decidí que quería la inmediatez y la intimidad de un narrador en primera persona, pero a la vez necesitaba algo de distancia narrativa para confirmar la existencia de ese mismo narrador en primera persona. Así que terminé con esa narración en primera persona partida en un porcentaje de 2% y 98%, cosa que no he visto en ninguna otra parte; y no digo esto porque la rareza del hecho tenga la menor importancia (he acabado comprendiendo que la elección más importante que haces como escritor es decidir la conciencia de mediación que vas a usar para contarle la historia al lector; en pocas palabras, el PDV —Punto de Vista—). Empecé a escribir Not Fade Away un año después de la publicación de Jop. Escribí el primer tercio en Root Hog Ranch (la comuna donde Victoria y yo vivimos de 1971 a 1985), el segundo tercio de viaje por México —hasta que enfermé de hepatitis A y disentería de la jungla— y lo terminé al regresar a Crescent City.

-Esta pregunta es de escritor (con perdón) a escritor: ¿Se te hizo raro escribir la novela en ese estilo confesional de primera a segunda persona? Quiero decir, como si te dirigieras directamente a alguien, que es lo que hace George. Siempre he querido hacer algo así —me da la impresión que le otorgaría al texto una mayor intimidad— pero no sé si me saldría como deseo.

-Es básicamente narrativa normal en primera persona, escrita de la manera en que normalmente contamos y escuchamos la mayoría de historias en nuestras vidas, y habrás notado que George —que es básicamente el que lleva el peso de la conversación— no hace demasiado esfuerzo para incluir al tipo sin nombre cuya oreja está taladrando. Creo que el modelo más cercano a lo que hice, así de memoria, es La canción del anciano marinero.4 Pero estás en lo cierto: el saber popular dice que, si lo que quieres es un tono íntimo y confesional, la primera persona es lo que debes usar, especialmente cuando el narrador es el protagonista; o sea, cuando todo el peso del conflicto recae sobre el protagonista. Por ejemplo, como en El guardián entre el centeno o Huckleberry Finn. El desafío, por supuesto, es penetrar en esa voz, hacerla creíble, conseguir que la dicción y el ritmo y las imágenes sean consistentes con el personaje. Y, por supuesto también, ese narrador no puede morir; ésa es otra razón por la que utilicé un segundo narrador —uno que había tomado narcóticos, además—, para dejar una ligera posibilidad en el aire de que quizás George Gastin fuese, después de todo, un fantasma de verdad. Así, cuando el chico va a buscar su furgoneta al final de la historia, el tipo del taller de reparaciones le dice: «¿Qué fantasma, chaval? ¿Has tomado drogas, o qué? Trajiste la furgoneta tú mismo, ¿no te acuerdas?». Todo esto que estamos diciendo, por cierto, es el tipo de conversación que tenemos en clase en el taller de escritura creativa con casi cada una de las historias que leemos.

(4 Poema largo de Samuel Coleridge escrito en 1799.)

-Otro tema clásico Dodge es la redención (y la previa culpa, o remordimiento, o vergüenza, o dolor), como se ve claramente en Not Fade Away. ¿Crees que hay alguna forma de que los humanos limpiemos toda la pena y errores pasados y dolor creado a los que nos rodean? ¿Que existe algún tipo de limpieza fundamental que uno debe intentar alcanzar por cualquier medio? Mediante la locura, el sexo o el baile, a ser posible, no a base de atrición-flagelación a la manera cristiana.

-Joder, tío, de verdad que aprecio las preguntas «fáciles» que me estás haciendo. Veamos, mi opinión sobre la culpa/arrepentimiento y la vergüenza/remordimiento/pena que los acompañan: a no ser que hayamos permitido que alguien sea demasiado poderoso en nuestra psique, la mayoría de la culpa es negación de la verdad. Nos sentimos mal porque hemos actuado tan mal que no podemos siquiera racionalizarlo ni negarlo (con todo, nunca subestiméis el poder de la negación). Entonces tenemos tres tipos de mal comportamiento, y todos ellos tienen que ver con la conciencia: el que es intencionado; el que se causa por algún grado de distracción e ignorancia; y el que es verdaderamente accidental. Creo que la redención es imposible si no aceptas ni admites tu mal comportamiento; que eres un capullo descerebrado y miserable, o directamente maligno.

Tras admitir que la has cagado, intenta —en la medida de tus habilidades— compensar a aquellos a quienes has dañado. Actúa restituyendo y busca el perdón. Si eso no es posible, intenta expiar el daño creado a algunos ayudando a otros. En pocas palabras, ajusta los niveles kármicos. Pero ante todo, trabaja para alterar comportamientos que dañan al prójimo (incluyendo al prójimo más-que-humano); si no haces eso de todo corazón y con toda tu alma, la redención no es posible. Si eres egocéntrico y no prestas atención a los demás y no trabajas duro para modificar tu comportamiento, está claro que continuarás siendo una fuente de dolor en el planeta. Busca tu parte buena y generosa y actúa en ella. Practica el perdón. Para todo esto se requiere una considerable cantidad de auto-honestidad porque, como dijo William Burroughs: «La única lacra que no puedes superar es la lacra interior». Mucha de la pena que viene con la culpa surge del reconocimiento de que la gran opinión que tenemos de nosotros mismos no es merecida; entre lo ideal y lo real se posa la sombra. Para eliminar esa sombra, haz que tu yo ideal sea tu yo real; cuando esto resulte un consecutivo y constante fracaso, al menos tendrás que aprender algo de humildad. Y, ey, si lo que necesitas es un peinado o una camisa, llévalos. Y respecto a lo de la locura, el sexo y el baile en cuanto a actos redentores, también son propensos a crear mucho más dolor. Pero ten en mente una cosa que los boxeadores han elevado a la altura de lo axiomático: el dolor es inevitable; el sufrimiento es una opción. No escojas sufrir. No te revuelques en la vergüenza.

Y tampoco utilices tu miseria como una excusa para más comportamiento destructivo, sea de cara a ti o a otros; a no ser, por descontado, que tu miseria sea un claro caso de opresión, en cuyo caso deberías rebelarte.

-La música aparece en Not Fade Away a lo bestia. Como defines hermosamente, por «el consuelo de su promesa, su chispa de vida». ¿Cómo de importante es la música para ti? Y —como Vonnegut—, ¿bailas a menudo? ¿Cuales son tus favoritos músicos o estilos? Te veo más como un fan del R&B que un hippie prog-rockero. Y tus personajes son bastante punk, también.

-La has clavado. Sólo tendrías que añadir roots music; el blues de la vieja escuela (Sonny Boy Williamson, Robert Johnson, etc.); jazz (Coltrane, Monk, Miles; en cualquier momento, cualquier periodo); country progresivo (y algo del tradicional); música clásica en determinados humores (especialmente tiempos de incertidumbre y confusión dolorosa); y hip hop (porque mi hijo de diecisiete lo escucha, muy alto, y él es quien controla el estéreo). Los top 5 de mi lista actual de escuchas es, sin ningún orden en particular: Van Morrison, Lucinda Williams, Bob Dylan (un favorito de siempre), Dire Straits y Tom Waits (todo lo cerca de la poesía que las canciones pueden estar, especialmente en la «tradición moderna» de W. C. Williams hasta los Beats, con el énfasis puesto en formas abiertas, imágenes y los sonidos y medidas del lenguaje natural americano). Resumiendo, soy bastante ecléctico y puedo ser capaz de aplicar mi generoso oído a cualquier cosa, pero ignoro miserablemente cualquiera de los aspectos técnicos del acto de crear música, y no poseo ni un ápice de talento (en el instituto me pidieron que dejara de tocar la batería en clase de música porque estaba «retrasando » a los demás estudiantes, y la última vez que me lancé a cantar a grito pelado mi mujer me preguntó qué narices estaba mascullando). Pero por Dios que sé lo que me gusta.

-Las drogas también ocupan un espacio importante en tu segunda novela. ¿Cuáles —si no te importa contárnoslo— son tus experiencias con ellas? ¿Crees que —como comenta tu personaje Kacy— el speed «hace agujeros en el alma»? ¿Y qué les dirías a los que por principio se oponen a cualquier tipo de intoxicante (cerveza incluida)?

-Digamos que conozco los principales grupos de drogas y que he catado modestamente cada uno de ellos. También he sido testigo directo de demasiados escritores/artistas destruidos, dañados o completamente idos por el uso de drogas, especialmente alcohol y speed. Estoy completamente de acuerdo con la opinión de Kacy sobre la metanfetamina: incluso en un periodo de chupa-droguismo tan extendido como los 60 recuerdo que se utilizaba el axioma: «No hay exadictos al speed». Y no porque sea especialmente adictivo, sino porque cada vez que lo comes, esnifas o te lo chutas te provocas un daño psicosomático irreparable; lo que un viejo aspirador de speed llamado Pete The Tweak5 definía como «draves gaños al cerebro».

Discernir la trémula línea que hay entre éxtasis y olvido ya es suficientemente complicado sin incluir en la ecuación las drogas psicotrópicas, y cualquiera que se atreva a aconsejar a los escritores jóvenes que las drogas pueden llegar a ser útiles en la búsqueda de la verdad y la belleza debería ser condenado a beberse una copa de opio fundido. Concurro en que parece haber un deseo humano innato de alterar la conciencia, de saltarse la zanja o cambiar de surco, pero existe una auténtica miríada de prácticas tradicionales desarrolladas con ese único fin —desde la meditación hasta el baile— que resultan mucho más seguras que engullir un supuesto estimulante fabricado en la bañera de una caravana por los típicos desertores de BUP.

Dicho esto, las culturas occidentales necesitan reexaminar su deseo por los estados alterados, los agentes que los producen y el hecho de que existan sanciones sociales que hacen que el producir drogas sea en algunos casos un empleo digno y en otros una infracción de la ley. Si dejamos de lado el tema de su legalidad, ¿cuál es la diferencia entre cultivar un viñedo de uvas para la producción de vino o marihuana de primera calidad? ¿cuál de estos productos provocaría un caos social mayor si los americanos no pudiesen abastecerse de ellos durante diez días: cigarrillos, café, azúcar, chocolate o cocaína? A la gente que está en contra por principio de cualquier tipo de intoxicante les preguntaría: ¿Incluye esa premisa el poder de impedirle a la gente que actúe según sus deseos?

(5 Pete El Pescozón, o Pete El Pellizco.)

-Una pregunta general: Acostumbras a definir tus libros como una manera de intercambiar emociones con tu audiencia, como una búsqueda de «comunión espiritual». Extiéndete un poco sobre este concepto, por favor.

-Creo que no lo defino exactamente así. Lo que digo a menudo es que, como comentaba en una pregunta anterior cuando hablaba de Rexroth, veo la escritura como un acto común de imaginación con otro ser humano mediante el uso del lenguaje. Como un tipo de cocreación, pero sin pretender ningún tipo de «comunión espiritual» o «intercambio emocional », ya que no tengo ni idea de cómo van a responder los lectores, a no ser que me lo digan directamente. Sí sé a raíz de numerosas lecturas públicas de poesía que los lectores les dan a las imágenes y palabras que uso un significado personal. De otro modo no se explica que, por ejemplo, el otro día les leyera un poema que trata de encontrar los huesos de una mula al lado de un manantial recóndito y me dijesen: «Ese poema trata de la masturbación, ¿verdad? ». A los escritores jóvenes que defienden sus abstracciones vanidosas clamando «Quiero dejar mucho espacio para la interpretación de lector» me encanta recordarles: «No te preocupes sobre eso; siempre lo hacen».

-El George de Not Fade Away está constantemente tratando de librarse de su pena, de vencerla de algún modo. Es cierto que, cuando estás triste, no eres capaz de vislumbrar el final de esa tristeza. De verdad crees que va a durarte siempre, que así es como vas a estar el resto de tu vida, y por eso creo que es bueno distraer tu espíritu con otros menesteres hasta que la pena decide irse por su propio pie. ¿Cuál es tu experiencia personal con el dolor emocional, la culpa y la tristeza? ¿Cómo la superas?

-Te contestaba bastante a esto en la pregunta sobre la redención de antes, pero reitero: No creo que nunca llegues a superarla; lo que hago, con suerte, es sobrevivirla alterando lo que puedo y aceptando lo que no puedo cambiar, y esforzándome para entender la diferencia entre ambas cosas. En cierto modo, creo que los budistas aciertan al decir: el sufrimiento surge de apegos profundos, como el amor. Si no quieres sufrir, no ames, porque el amor va a perderse algún día. Si crees, sin embargo, que el amor aún vale la pena, entonces ama con todo tu corazón, y cuando termine, y duela, entonces sufre. Pero no lloriquees, gimotees o te lamentes: la elección era tuya. Vive con ella.

-Eso parece fácil. Pero hay momentos extremos en que los sucesos pueden reducirle a uno a un estado de angustia constante y miedo y melancolía salvaje, sin que parezca que pueda hacerse nada para mejorarlo. El desamor y el abandono y el final de las cosas (sean amistades o amores), por ejemplo. O cambios radicales en la vida como estar a punto de ser padre, o ver morir a alguien cercano o perder el empleo.

-Lo dicho antes. Y recuerda que todo pasa; nada permanece eternamente. Parece un consuelo ínfimo, pero la ansiedad y la preocupación y el miedo/terror son riesgos del oficio para muchos escritores —de hecho, para los artistas en general—. Son la desventaja de lo que se suele considerar nuestra mayor virtud —la imaginación—, solo que no siempre somos capaces de imaginar amor universal y ciudades brillando en las colinas. En mi juventud (digamos desde el final de la adolescencia hasta los treinta y pocos) lo pasé muy mal con mis ataques de morbosidad, siempre intentando imaginar el peor desenlace posible para todo… algunos de ellos tan exageradamente malos que me acabó repugnando mi habilidad para imaginar cosas tan feas y horribles, a la vez que me preocupaba que de tanto imaginarlas al final terminaran siendo reales. No recuerdo cuál fue el momento concreto en que me libré de aquella morbidez incesante; pareció ir mejorando poco a poco, y si me viese forzado a dar una explicación diría que dejé atrás esa etapa. A pesar de que sigo siendo propenso a sufrir ataques de morbosidad —cosa que no tiene ninguna gracia— éstos me han ayudado a comprender que esa preocupación/ ansiedad/terror ese el precio que pagamos por tener una imaginación viva, y he desarrollado un cierto sentido del humor —si bien algo negro— para deshacerme de sus peores efectos: «Ah, sí, puedo ver el cuerpo en descomposición de mi propio hijo. Es hermoso poseer este maravilloso don que es la imaginación, y ser capaz de conectarme a todo lo que es oscuro y retorcido de la psique humana». Así pues, hay que aceptar ese algo que viene en el pack de ser brillante, pero tampoco regodearse en ello. Y en el gran Verdadómetro del alma poética, la angustia, el miedo y la melancolía aparecen como partes indiscutibles de la condición humana; sólo porque a los escritores nos guste considerarnos semidioses, eso no nos exime de los obstáculos y tribulaciones de la existencia, las grandes locuras ontológicas que vienen con ser humano. Y no hace falta añadir que —respecto a la paternidad— ser responsable de una nueva y completamente indefensa vida tiene que sacudir el árbol psíquico lo suyo, pero eso se nivela con el gozo de una nueva vida, esperanza eterna, y la alegría salvaje que acompaña a sus primeros pasos, palabras, citas e hijos. Relájate; es sólo la vida. Y rezaremos por que todo vaya bien.

-Gracias, hombre. De hecho, ahora que lo comentas, me gustaría saber cómo se maneja logísticamente alguien como tú para combinar el trabajo de profesor con tu actividad creativo-literaria y con las responsabilidades paternas.

-Tengo una pareja/mujer excepcional, que tuvo los bemoles y el arrojo de venirse a vivir conmigo sin electricidad ni teléfono en las colinas profundas de Del Norte Country (no era la comuna) mientras yo me pasaba tres días seguidos a la semana dando clases en Arcata y volviendo a casa a pasar el resto de la semana. Hace muy poco que nos hemos mudado a la ciudad, y eso ayuda logísticamente, a pesar de que nuestro hijo ya va al instituto y cree que somos estúpidos, inútiles y un coñazo. Por cierto, adoptamos el hijo de la hermana de mi mujer cuando tenía dos años (y nosotros cuarenta), así que lo nuestro fue una elección muy consciente. Esa elección —ja, ja— asume que ya sabes a lo que te enfrentas, pero nunca lo haces. Fue un periodo de adaptación difícil, puesto que había vivido sólo de mi ingenio durante veintidós años, pero llega un momento en que no puedes aceptar la responsabilidad de que una nueva vida viva también de los frutos de ese ingenio, así que tragué y conseguí un empleo de profesor, completo con una paga regular y prestaciones médicas y otras trampas de la vida adulta. Apañárselas con todas las exigencias juntas (de una familia, de un empleo y de una carrera literaria) es una faena de malabarista, y cuando algo tiene que dejarse caer, usualmente es la narrativa. Mi consejo a todos los futuros padres jóvenes es éste: aprende algunos pasos distintos, porque tendrás que bailar cosas diferentes. Y cuando empieces a notar ese resentimiento típico por pasar una noche más en vela con un infante berreador, y sepas que tienes que levantarte —¡mierda!— en sólo una hora para empezar el primero de los dos empleos a jornada completa que necesitas para mantener a tu familia (y la canguro/parvulario, si es que tu mujer trabaja también), y ya no tengas vida, y mucho menos un sólo pensamiento en tu exhausta cabeza, recuerda que todo esto fue tu elección —¡aaaaaaaaargh!— así que vive con ello armado de todo el amor y gracia que seas capaz de reunir.

-Stone Junction es tu novela político-mágica. Todos los clásicos Dodge-ismos siguen allí, pero añades una buena dosis de pensamiento libertario, anarquismo (si bien místico) y oposición general a cualquier tipo de gobierno o control centralizado de la sociedad. Explícales a nuestros lectores tu visión del anarquismo y coméntanos los principios básicos del biorregionalismo que mencionabas antes.

-Es difícil resumir los principios básicos en pocas palabras. Os dirigiré mejor a mi único ensayo sobre el tema («Living By Life: Some Bioregional Theory and Practice», CoEvolution Quarterly, invierno de 1981; ha sido incluido en múltiples antologías, recientemente en Literature and the Environment, editado por Ander son, Slovic, and O’Grady. Longman Publishers, 1998). Últimamente he estado pensando en una continuación, «Still Living By Life», y también trabajo en este momento en otro sobre poesía biorregional. Me gustaría puntualizar también que no es tanto que me oponga a un gobierno o a un control centralizado sino que estoy a favor de que la gente sea capaz de cuidarse a sí misma y al prójimo, incluyendo las comunidades bióticas en las que habitan. Creo que los gobiernos inmensos y centralizados, con el enorme poder que aplican sobre nuestras existencias individuales y colectivas, conducen al cinismo y al nihilismo (como decía más arriba). Nos pasamos el día llenándonos la boca con las palabras independencia y libertad, pero poca gente se para a pensar en profundidad qué es lo que constituye la libertad, o cómo se consigue, mantiene y pierde ésta. Yo defino libertad como algo que es igual a tus necesidades, y por esa definición muchos de nosotros seguimos siendo esclavos a sueldo y siervos atados a un contrato con el estado corporativo, en parte porque todavía nos estamos tambaleando a resultas de los inmensos cambios que trajo consigo la era industrial y el crecimiento de las ciudades. Lo atrayente del biorregionalismo es que ofrece una escala adecuada para hacer real la libertad y premiar la atención, y asume como la base de la vida una visión ecológica de la interconexión. Eso no es especialmente utópico, ya que los humanos han vivido de esa manera desde el neolítico. Quizás el futuro será primitivo.

-Dicho esto —consulta antes con tus amigos abogados—, ¿crees que se ha hecho necesaria —o que es moralmente defendible— la acción directa, como Stone Junction hace implícito? Es decir: ¿es éticamente defendible atacar al poder con sus mismas armas? Por ejemplo: una fábrica que está destruyendo el medio ambiente. ¿Le pegamos fuego si ninguna de las acciones previas han dado resultado?

-Por supuesto que la acción directa está justificada: América está construida sobre la premisa éticamente defendible de que los humanos están moralmente obligados a luchar contra la opresión y la explotación de la vida humana y más-que-humana. En Stone Junction, incluso matar está justificado, con la condición de que el arma homicida sea la imaginación. Pero la explotación de una persona es el salario de otra, y lo que nosotros llamamos inocente ellos lo llaman infiel; y ahí es donde todo se vuele resbaladizo, confuso y egoísta. Aunque sea egoísta en el nombre de Dios, del Estado o de la Revolución, da lo mismo. Yo fui educado en el dicho de Davy Crockett: «Asegúrate de que tienes razón, y luego tira para adelante ». Por supuesto, asegurarse de que se tiene razón, y asegurarse bien de que estás en ese lado de la acción, puede llevarle a uno unas cuantas vidas e incluso así dejarte atrapado en una telaraña de nudos éticos. Así que mejor pensar bien lo que se hace antes de empezar a «aplastar al Estado», incluso los estados mentales que condicionan nuestro pensamiento, o el estado privado que también lo influencia.

-Has declarado alguna vez de que casi perdiste la razón escribiendo Stone Junction. ¿Cómo sucedió, y de qué manera superaste tu casi-locura?

-¿Cómo? Bien, en términos de la historia, me quedé atrapado en el espejo. Me rendí, sólo para darme cuenta de que la luna asesina a balazos a sus prisioneros, y el sol fríe a los débiles. Sé a ciencia cierta que no he pasado unos nueve meses más intensos en mi vida. Esto era hacia 1988-89, antes de tener un hijo, estaba dando clases a jornada completa en Arcata, y Vicky y yo nos habíamos tomado un respiro en nuestra relación —ella vivía en Crescent City—. Yo enseñaba durante el día y escribía desde medianoche hasta al amanecer cada día. Cada día durante nueve meses, sin parar. Preparaba mis clases y corregía exámenes y era un ciudadano modelo hasta que daban las doce en el reloj, que era cuando entraba en un estado mental distinto. Dormía de madrugada hasta las diez, y luego entraba de nuevo en el modo «profesor», cocinaba mi cena tarde, fregaba los platos, y volvía a darle otras cinco o seis horas. Hacia el final de este periodo, mis estudiantes y amigos me han comentado que me veían en la cooperativa alimentaria local o en la oficina de correos, mirando al techo, completamente sumido en mis pensamientos, ido. Y recuerdo un par de ocasiones en que entré en la «zona», ese estado gozoso en que dejas de contar una historia y la historia empieza a contarte a ti, el tú-sin-ti, y esa sensación limpia y dulce que fluye con ello durante esos momentos abiertos e inacabables, así que empecé a dar paletadas como un loco en esa caldera, desgastándome al máximo en el proceso. Y no me arrepiento. Pero es un lugar que sólo puedes visitar; no puedes vivir allí. Hacia el final la cosa daba un poco de miedo y, cuando terminé la segunda revisión, la re-creación, me quedé tan vacío que no pude escribir nada durante seis meses, y me llevó otro año y medio comprender que realmente había vuelto de allí más o menos a salvo. Estaba plenamente convencido de que nunca volvería a —o debería— repetir algo así, y decidí que solo escribiría narrativa larga si me lo pasaba bien haciéndolo.

Así que después de unos años de debatirme en los brazos de la poesía decidí que trataría de escribir una novela de detectives a la que le había estado dando vueltas. Al poco, lo que había empezado siendo el típico ¿Quién lo hizo? se transformó simplemente en ¿Quién?, una exploración de la naturaleza de la identidad, porque el detective sufría —o fingía— algo llamado «sensibilidad de identidad múltiple» (no «personalidad», no «desorden», no «síndrome»), lo que originalmente significaba que el detective eran de hecho ciento doce personajes en uno, además de algunas sombras y fantasmas que eran innombrables e innumerables, sin contar otros cincuenta empleados de su agencia de seguridad e información (SISI:6 Servicios Integrados de Seguridad e Investigación). Al término de dos años de trabajar en la novela llevaba quinientas páginas, y ni había presentado a todos los personajes ni había siquiera mencionado el crimen. Nueve años más tarde caí desesperantemente en la cuenta de que las demandas narrativas del libro estaban muy por encima de mis magras habilidades, y que no tenía la menor posibilidad de alcanzarlas. Hace muy poco tiempo que he comprendido que no puedo entregarme a una historia si mis motivos son la diversión, o el juego, o un mero deleite en las palabras y la imaginación. La historia debe poseer en sí misma algún tipo de necesidad imperiosa que me obligue a involucrarme en ella de una manera tan profunda que sea capaz de escribir a un nivel de tal intensidad, honestidad despiadada y compromiso que sea capaz de honrar el arte. Resumiendo, la historia de detectives pateó mi culo sin misericordia de aquí a la Eternidad, dejándome al final como un humilde profesional, seguro que más triste y quizás también más sabio. Así que últimamente me dedico a escribir poemas de siete sílabas, creyendo que si realmente me concentro puedo afilar todo mi arte en un único fonema ocasional. Y luego desvanecerme en mi propio y estúpido silencio. O sea, que aquí estoy.

(6 ISIS en el original.)

-Pynchon dijo que leer Stone Junction era como estar en una fiesta en la que se celebrase todo lo que es importante. Eso es un elogio muy elevado. ¿Cómo te sentiste cuando te enteraste de que alguien casi beatificado como Pynchon era fan de tu obra y escribía el prólogo? ¿Sientes algún tipo de afinidad con el autor? Yo diría que sus prólogos, además, son fantásticos. Recientemente leí el que hizo para el libro de Richard Fariña Been Down So Long It Looks Like Up To Me y me pareció igualmente brillante.

-La propaganda de Pynchon vino —según su agente, y el mío— sin que se la solicitaran, y pudo muy bien ser lo que me salvó la vida, ya que yo estaba aún en las garras de una duda postparto enloquecida y me estaba sometiendo a un tipo de comportamiento que era potencialmente desgarra-almas; como encerrarme durante meses, por ejemplo, solo con mi lenguaje y mi imaginación desmoronándose. Así que la ayudante de mi agente llamó y dijo que Pynchon había estado buscando algo nuevo y diferente que leer, y que Melanie Jackson le había mandado Stone Junction, y que algo después el escritor había faxeado su prólogo justo cuando el libro iba a imprenta, y que si quería que leyera lo que decía. ¿Que si quería? ¿Mean los erizos en rocas planas? Le hice a esa pobre asistente leérmelo veintisiete veces, y cuando finalmente colgó me quedé sentado unos minutos, sonriendo, y me dije: «Bueno, Stone Junction valió la pena después de todo».

Eso es exactamente lo que el elogio de un escritor a quien admiro tanto significa para mí. Y luego mi editor inglés solicitó la introducción para la edición de Canongate, lo que fue incluso más dulce, especialmente su elogio de las escenas de póquer, que yo temía que fuesen demasiado largas y quizás no todo lo accesibles que deberían ser para un lector de buena voluntad. Creo que me reprendió gentilmente por mi acercamiento «analógico» a la narrativa, y me tomé sus comentarios muy en serio, puesto que parte de mi admiración por la obra de Pynchon viene de su liberación del narrador y de la sensación maravillosa que desprende su obra de que como escritor puedes hacer todo lo que tu coraje e imaginación te permitan; o al menos yo siento ese furioso sentimiento de liberación cuando le leo.

Por si a alguien le interesa, T. P. vivió en Trinidad, unas doce millas al norte de Arcata/Eureka, en la época en que yo trabajaba en la librería local. El día que firmó el contrato de alquiler de su nuevo piso, su casera —a la que yo conocía— vino a la tienda y me preguntó si teníamos algo de un tal Pynchon, porque un tío que decía llamarse así y que afirmaba ser escritor había empezado a alquilar su piso.

Por supuesto, todo lo que había escrito estaba disponible, y yo le hablé largo y tendido de sus credenciales. Pero, aunque me hubiese encantado conocerle y tomar algo con él (yo no había empezado aún a escribir narrativa, pero por aquel entonces ya estaba pensando seriamente en ello y suponía que él podría darme algunos buenos consejos) decidí finalmente dejarle con su vida. Digo esto como evidencia de que no es el paranoico reclusivo que lleva disfraces y cambia de identidad semanalmente que dicen por ahí; muchas personas en la comunidad (algunos de ellos patrones de barcos de pesca, y carpinteros y lampistas y gente de clase obrera) le conocían bien, cenaban con él, iban a bares juntos y salían por ahí con él. Por todo lo que he oído, es buena compañía, nada afectado, y escucha mucho más que habla. Así que en lugar de un esnob frágil y reclusivo, quizás Pynchon sea lo que era para sus vecinos y adláteres de Trinidad: un tipo humilde y tímido que sabe que sería distorsionado por la maquinaria de la fama americana y que prefiere concentrarse en su obra en lugar de contestar preguntas inanes de la peña cultureta o de graduados que han leído demasiada teoría literaria francesa y no suficientes matemáticas o ciencia. La primera regla del escribir es escribir, y puesto que él basa gran parte de su trabajo en hechos históricos y es un investigador meticuloso, no le sobra tiempo para ir a hacer el numerito en el Today Show (aunque, eso sí, he oído que salió en Los Simpson). En Estados Unidos no puedes permitir que se te convierta en una comodidad pública, porque serías consumido. Así que personalmente lo aplaudo por eludir lo que sería obviamente celebridad y adulación. Creo que da un gran ejemplo a los artistas jóvenes: la celebridad, como la lujuria, es «un gasto de espíritu y un desperdicio de vergüenza». Quedaos en casa y trabajad.

-Perdona que insista de nuevo en ello, pero, hablando de trabajar: ¿Está abandonada del todo, pues, la novela detectivesca?

-Bueno, como te decía, mi culo fue azotado sin misericordia. Quizás si la convirtiese en una obra en diez volúmenes o algo así volvería a trabajar en ella, pero cada vez que he creído que tenía una idea factible para la estructura, la cosa volvía a hacerse enorme. Y ésa no es la parte más terrible del fracaso. Lo que duele es esto: tras trabajar en ella durante nueve años algunos de los personajes empezaban a gustarme mucho (y creo que a los lectores les hubieran gustado también), pero murieron antes de haber nacido. Doble putada. Quizás podría reinventarlo todo como una serie de TV, pero entonces perdería a mi narrador, que es uno de mis tres personajes favoritos. Todavía estaría presente en la serie, claro, pero perderíamos la voz narrativa. En fin, ¿qué es una década de trabajo sino algo pasado, en cualquier caso? Así va todo.

-Poesía: para ti es una completa prioridad, pero por lo que parece (y juzgando por la disponibilidad de tus títulos), tu producción poética no es tan extensa como la narrativa. ¿Por qué? ¿Es el proceso de creación poética más difícil?

-Mi «producción» poética excede en mucho la de mis novelas. He escrito, a ojo de buen cubero, unas novecientas páginas de prosa narrativa, y he publicado todo lo que he escrito. Por otro lado, debo de haber escrito unos cuatro mil poemas; es cierto que no todos ellos merecen ser publicados, pero la mayoría muestran un grado bastante alto de destreza. Supongo que la poesía es algo en lo que puedo mantenerme puro, manteniendo un control directo sobre el proceso de publicación/impresión. Mi gran fortuna es que Jerry Reddan, de Tangram Press, ha sido siempre un gran fan de mi poesía, y podría decirse que es el mejor impresor al oeste del Mississippi. Editamos una obra anual cada solsticio de invierno que regalamos a amigos y seguidores, y tenemos un libro de ku (un formato de siete sílabas) a punto de terminar. Supongo que la diferencia estriba en que mantengo la poesía confinada a los límites de mi biorregión, mientras que la narrativa se presenta en un escenario mucho más amplio (a pesar de que Jop fue publicado originalmente por Michael Helm, un pequeño editor de Berkeley, lo que implica un cierto intento de mantener también la narrativa en una escala biorregional). Ciertamente el mercado para la ficción narrativa es mucho mayor, y si eres bueno y productivo (un libro cada dos años), puedes vivir de ello.

En cierto modo, la narrativa es el museo de la poesía. La poesía siempre parece ir por delante en cuanto a riesgo estructural y lingüístico, y en poesía el más pequeño error (como una coma innecesaria) se exagera enormemente. En narrativa, por otro lado, el impulso narrativo puede acarrear al lector a través de múltiples infelicidades y sintaxis retorcida y cosas así. Pero, créeme, las dos disciplinas son igualmente difíciles. Mi mujer prefiere que escriba poesía porque sólo estoy atrapado en ella durante unos días, mientras que la narrativa implica que esté desaparecido durante meses (no literalmente, pero sí de maneras que son importantes para ella). Me guardo algunas historias para mi vejez, porque si mis dolencias y achaques actuales son un adelanto de las distracciones que me depararará ser anciano veo que voy a desear estar fuera de mi cuerpo a menudo. Fuera de mi mente ya lo estoy.

-Mi última pregunta es pura curiosidad: ¿Tienes algún fetiche a la hora de escribir? Horas del día, material, área de la casa… ¿Dejas que alguien (además de tu editor) lea lo que has escrito previamente a su publicación?

-No me gusta que nadie lea mi trabajo en proceso, pero cuando termino algo lo mando como a una docena de personas; un grupo muy diverso de gente, sin casi ningún escritor entre ellos, y con algunos que no son particularmente fans de mis nociones de estilo. Se lo envío a gente de cuyo gusto me fío. Pero antes de que les llegue, mi mujer tiene una copia —como Gary Snyder y otros pueden atestiguar, Victoria es una lectora excepcional— y la copia a mi agente, Melanie Jackson, se envía directamente después de la suya. Escucho todo tipo de críticas a mi obra —especialmente las críticas de libros— e intento aplicar lo que puedo.

En cuanto a fetiches, los tengo a porrillo. Cuando he de escribir durante un largo periodo de tiempo, de medianoche hasta las cuatro de la madrugada es mi momento favorito, porque tengo los canales abiertos. Uso un solo tipo de pluma para un mismo manuscrito o historia (con una marcada preferencia por los productos Pilot). Me gusta escribir en papel de notas fino, en libreta de espiral, y escribo el primer borrador a mano, sin excepción. Me gusta terminar cada jornada escribiendo la primera frase del trabajo del día siguiente. No puedo trabajar si hay alguien cerca moviéndose o haciendo ruido. Prefiero marcadamente el silencio del monte profundo, sin ruidos de coches o fiestas entrando a mi habitación desde la calle, y con ese silencio me gusta que haya quietud; el viento y la lluvia pueden distraerme hasta el punto de que tengo que interrumpir lo que estoy haciendo hasta que cesan. A veces me gusta cocinar mientras escribo. Y siempre empiezo una jornada de trabajo con un ejercicio de algún tipo para centrarme; para Stone Junction era lavar los platos de la cena y limpiar la cocina antes de empezar a escribir a medianoche, para Not Fade Away era hacer palomitas. El tipo de actividad que realices no importa mucho, creo; lo importante es subrayarle a tu conciencia/subconciencia que estás cambiando a un plano distinto, un nuevo ángulo de observación, de atención multimodal. Si es posible, me gusta trabajar en cabañas o pequeños estudios. En Root Hog me construí un estudio hecho exclusivamente de madera de sequoia talada a mano (tanto tablas como tejas), y alguna de mi mejor poesía fue escrita en un gallinero reconvertido.

Esta entrevista forma parte del volúmen editado por Capitán Swing, con centro en JOP, de Jim Dodge, prólogo de Antonio Jiménez Morato e ilustraciones de Virginia Frieyro.

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A punto, estoy a punto de haber dicho todo lo que tengo que decir en la vida sobre Jim Dodge. Jim Dodge es mi escritor favorito. No está solo, que está con Susan Hinton, Nik Cohn, Edward Limonov, Joe Orton, Adrien Henri, B. S. Johnson, John Osborne, Shelagh Delaney, Richard Brautigan, Kurt Vonnegut y, claro, John Fante. Y más. Esta entrevista será la culminación de tanto hablar: entre preguntas y respuestas, aquí está casi todo lo que hay que saber sobre él. Lo demás: mi opinión y otros artículos publicados en periódicos cuelgan en el blog del fanzine La Escuela Moderna, junto al prólogo que me encargué de hacer para “El Aleph” con motivo de la publicación de Not fade away (aquí El Cadillac de Big Bopper). Un prólogo de fan sobreexcitado (la única forma de ser fan), como puede comprobarse leyéndolo.

Lo único que tienen que saber antes de que todo esto empiece es que Jim Dodge es un señor californiano nacido en 1945. Que tiene tres novelas en su haber (Jop, Not fade away / El Cadillac de Big Bopper y Stone Junction, publicada recientemente por Alpha Decay). Y que sus obras tienen todo lo que uno ha buscado siempre en la literatura: honestidad, pasión, ritmo, discos, drogadicciones variadas, posibilidad de redención, obsesión pulverizante, tristeza (y cómo vencerla), culpa (y cómo deshacerse de ella), y una cantidad enorme de diversión útil, fértil, nada banal. Tras leer a Jim Dodge, como casi nunca pasa, la percepción de ciertas cosas ha cambiado irremisiblemente. Al igual que con determinados discos y películas inductores de la catarsis, hay un claro antes y después de su lectura.

Para que vean, sin más preámbulos, qué tipo de persona es Jim Dodge, sólo les diremos que éste es un escritor mítico en Estados Unidos, alguien seleccionado repetidas veces para todos esos «Los 1001 libros que hay que leer antes de morir», alguien que podría ser fabulosamente rico y famoso e idiota si hubiese decidido vender su alma y trabajo al mejor postor. Pero Dodge no es así, como demuestra que nos contestara una entrevista de casi treinta preguntas y que acabó llenando diecisiete páginas de word (a 1 espacio, cuerpo 12) para un fanzine. Es decir, algo que no le reportaría aumento de ventas ni de cara pública, celebridad ni groupies ardientes. Dodge hizo esto por la misma razón que nosotros hacemos otras cosas y, sin ir más lejos, este fanzine: por pasión y por afán de trasmitir emociones, canjear conocimiento, celebrar el banquete.

Lo que sigue es denso, detallista y meticuloso, incluso indiscreto, algo sobre-sentimental, también confesional, ocasionalmente filo-hippie, y muy largo. Tan largo que tuvimos que partirlo en dos. Pero vale la pena, ya verán. Pues leer a Jim Dodge, como dijo Thomas Pynchon en el prólogo a Stone Junction, «es como estar en una fiesta sin fin donde se celebra todo lo que importa de veras». Y la fiesta acaba de empezar.

-Cuatro preguntas en una: ¿Cuándo empezaste de manera realista a pensar en escribir narrativa? ¿Eres autodidacta? Puesto que eres profesor, ¿qué piensas del síndrome Escritura Creativa, en cuanto a que es una asignatura escogida como carrera por muchos estudiantes americanos? Lo que estoy intentando decir es: ¿Crees que el taller de Escritura es una influencia positiva en los escritores que empiezan? Parece que cada vez hay menos escritores autodidactas y completamente autónomos. Todo parece cada vez más… prefabricado, por decirlo de alguna manera. Como si estuviésemos perdiendo los Fantes del mundo.

-No tengo claro haber pensado nunca de forma realista en escribir narrativa, pero empecé hacia los treinta y cinco con el manuscrito de lo que finalmente terminaría siendo Stone Junction. Probé con la narrativa porque mi inspiración poética estaba en un callejón sin salida (de acuerdo que quizás no había mucho más camino que recorrer). Morris Graves, un pintor amigo mío que vivía cerca y que a menudo trabajaba en formas Sumi muy delicadas, me comentó que cuando se bloqueaba iba y se compraba un puñado de escobas, galones y galones de pintura y un enorme rollo de papel de embalar, lo disponía todo en el suelo de su estudio y se ponía a pintar utilizando las escobas como brochas. Deduje que el equivalente de esto en escritura sería la prosa, así que decidí alegremente que escribiría una novela; trabajé cada noche durante un año, escribiendo a mano junto a una lámpara de queroseno, y Victoria, mi mujer, pasaba a máquina cada día lo que había escrito. Trabajé cinco horas cada noche durante un año y, cuando estaba a cien páginas del final —quizás porque ya sabía cómo iba a terminar— perdí interés en el tema; para desespero de Victoria, según recuerdo, que prometió no volver jamás a pasarme ningún manuscrito a máquina. En cualquier caso, en cuanto lo terminé a mi gusto tuve un pequeño chispazo de inspiración que llevó a Jop: lo escribí entero, si bien en dos partes, y un amigo que tenía una pequeña imprenta en Berkeley lo leyó y se ofreció a publicarlo. A pesar de mis denodados esfuerzos para disuadirle —Jop tiene una extensión extraña, unas diecisiete mil palabras— me convenció de que estaba dispuesto a probar suerte. Cuando Jop me hizo ganar cien mil dólares más de lo que había ganado en quince años de escribir poesía, decidí que exploraría la narrativa un poco más, a pesar de que exigiese meses de concentración firme y fuese, por tanto, mucho más jodida para las relaciones sentimentales.

Creo que el auge de la Escritura Creativa como diploma académico ha tenido en general una influencia positiva en los estudiantes, y algo menos positiva en los profesores. Como apuntó Gore Vidal, «la enseñanza ha destruido a más escritores americanos que la bebida». Se me hace a menudo la pregunta que has hecho, junto a «¿Realmente se puede enseñar escritura creativa?». Lo que la gente no parece entender es que yo no enseño a escribir narrativa, o poesía, o escritura naturalista. La base de la mayoría de la instrucción en Escritura Creativa es el Taller, donde de quince a veinte estudiantes se juntan tres horas a la semana y comentan el trabajo de los demás; el papel del «profesor» es el de guía o, como máximo, algo de modelo/autoridad. Así que si la pregunta es «¿Crees que es positivo que jóvenes escritores se junten y discutan el trabajo de los demás?» —o sea, tener una audiencia prepublicación de coetáneos apasionados y comprometidos— creo que la respuesta es un justamente incondicional sí. Al menos, muchos exestudiantes míos lamentan haber perdido aquella comunidad. Y sé que cuando yo estuve en el Taller de Poesía de Iowa aprendí mucho más de mis compañeros que de mis profesores.

Dicho esto, sí creo que los escritores jóvenes que todavía no han accedido a la plenitud de sus voces individuales tienden a imitar lo que sus compañeros alaban. Pero, del mismo modo, escritores que aún no han sido publicados tienden a imitar a escritores ya publicados. En cualquier caso, si hay algo que distorsiona peligrosamente las psiques de los escritores noveles es la presión por publicar, por hacerse con algo de fama. O, como me deleito en decirles a mis estudiantes, los dos grandes obstáculos con los que se encuentran los jóvenes escritores americanos son el fracaso y el éxito. Y salgo de los Estados Unidos suficientemente a menudo para ver lo mucho que otros países aprecian y premian a sus artistas/intelectuales, mientras los Estados Unidos no confían en sus artistas y mantienen una relación amor/odio con la celebridad.

-A pesar de que he leído bastantes detalles de tu biografía, me gustaría que nos hablaras de tu adolescencia y juventud en los años sesenta. Y a la vez cuánto de esa experiencia se ha infiltrado en tu obra.

-En mi octavo de EGB, hacia 1951, mi padre, que había volado cincuenta y ocho misiones como bombardero en el teatro europeo de la IIª Guerra Mundial, fue reclutado en las Fuerzas Aéreas durante la guerra de Corea. Dado que terminó ejerciendo de profesor de los instructores de vuelo nos mudábamos constantemente; me matriculé en más de quince colegios, y me adentré en la pubertad a lo largo del Año Geofísico Internacional, 1956, cuando estaba en Goose Bay, Labrador, donde mi padre era Comandante de vuelo de la Sección Norte. Mi pubertad en Labrador, en una clase combinada de 2º y 3º de BUP donde solo había cuatro chicas, retorció mi joven psique de una manera tan severa que no es de extrañar que acabara refugiándome en los brazos de las musas.

Cuando regresamos a los Estados Unidos, mi padre estudió para ser oficial en el programa de lanzamiento de misiles, así que pasé un año en Wyoming en el Warren AFB, y luego un año y medio más en Vanderberg, al sur de California. Cuando al final se retiró por razones médicas en 1959, volvimos a mi pueblo natal de Santa Rosa, California, donde fui al instituto y me convertí en el modelo de estudiante americano de pura cepa: cocapitán del equipo de fútbol americano; esprinter y corredor de fondo en el equipo de carreras; exterior central zurdo en el equipo de béisbol; delegado de la clase; miembro de la Block Society (en deportes) y en general el típico atleta-estudiante. Además, me estaba forrando a base de robar licor para estudiantes mayores de secundaria, corría en carreras drag1 con mi Ford del 51, perseguía mujeres y en general hacía maldades de todo tipo. Pero aparentemente mis maldades no eran tan graves, porque conseguí un nombramiento del Congreso para la Academia de Guardacostas. Al final decidí que estaba harto de regímenes castrenses y decidí concentrarme en obtener la carrera de biólogo pesquero, así que me matriculé en Humboldt State en 1963. Dos años después estaba en las calles protestando contra la implicación americana en Vietnam y la opresión de los ciudadanos afroamericanos en el sur. Algunas de las razones subyacentes en ese cambio aparecen en Not Fade Away y, de una manera más disfrazada, en Stone Junction.

(1 Carreras de aceleración muy populares en Estados Unidos, y a menudo origen de tuneados automovilísticos altamente bizarro-cool. Un clásico del universo surf/hot rod de los 50 y 60.)

-Esto es en apariencia una pregunta-cliché, pero te ruego que tengas paciencia: ¿Cuánto de lo que escribes surge de la experiencia personal? Asumiendo que la respuesta sea «mucho», ¿crees que todo este escribir sobre uno mismo y las experiencias personales y miserias y culpa es un proceso terapéutico? Tom Spanbauer siempre dice que lo es, completamente, y yo estoy bastante de acuerdo. En mi caso, es mi manera de arreglar los problemas mentales que arrastro; ponerlos en mi narrativa. ¿Cómo lo ves tú?

-En mi caso no es así, aunque por supuesto es imposible no depender hasta cierto punto de la experiencia personal. Mi gran vanidad es una creencia infundada en el poder de mi imaginación, así que me enorgullezco moderadamente de no utilizar mi propia vida como material, y particularmente las vidas de novias y amigos. Además, nunca me he encontrado tan interesante: un chico blanco de clase media que ha pasado la mayor parte de su vida en lo más profundo de los bosques intentando vivir de la tierra no es precisamente el arquetipo de la época. Un arquetipo que, como mi agente no deja de insistirme, es «urbano, contemporáneo». Tampoco creo que escribir prosa narrativa sea terapéutico; al contrario, opino que contribuyes al daño pasando cinco horas al día en una habitación llena de lenguaje pensando en tus pequeñeces, culpa y errores. Eso se me antoja casi tan horrible como estar encerrado en una habitación llena de taxonomistas chutándose speed.

-Cuando escribiste Jop ya tenías treinta y ocho años, si no me equivoco. Ése es un hecho que puede proporcionar mucha placidez mental a todos los aspirantes a escritores que se estresan brutalmente porque no han escrito una obra maestra a los veintitrés. Tú eres un tipo de escritor al que no parece importarle lo regular de la producción, y que se empeña en escribir bellamente requiera el tiempo que requiera.

-Como te decía, mi primera pasión (y la más pertinaz) es la poesía, de modo que nunca albergué ninguna fantasía de fama y dinero. A no ser que seas verdaderamente excepcional, lo máximo a lo que puedes aspirar a escribir a los veinticuatro son los sueños y delirios particulares que son endémicos de esa edad. De hecho, yo decidí escribir y publicar anónimamente hasta que tuve treinta y cinco para evitar esas ego-trampas (no lo conseguí, claro). Pero sea cual sea el género o edad, lo mejor que puedes hacer es lo mejor que puedes hacer; a partir de ahí, lo ideal es dejar las fichas donde tengan a bien de caer. Al margen de un determinado nivel de maestría en aptitudes literarias y estrategias narrativas o líricas —los aspectos del oficio de la escritura que se van aprendiendo a lo largo de una vida, mediante los cuales uno puede (¡debe!) alcanzar el nivel de pericia necesario para poder liberarse de cara al aspecto más artístico del empeño—, la gran mayoría del éxito es una combinación de timing, suerte y gracia. Con todo, tengo una indestructible fe en el hecho de que el mundo siempre está preparado para escuchar una gran historia —o una obra maestra, como quieras llamarla— así que prefiero aplicar toda mi concentración y habilidad en asegurar la calidad de la obra en lugar de preocuparme de si mi genio será apreciado y premiado adecuadamente. Creo que la primera lección que aprendes como poeta americano es que más vale que la maldita recompensa esté en la propia obra, porque es la única que vas a recibir. Si los fontaneros se mimaran a sí mismos tanto como los escritores, estaríamos todos nadando en mierda.

Además —quizás esto que voy a decir no tenga nada que ver con nada— la poetisa Pattiann Rogers me dijo una vez que hay dos tipos de escritores: los que tienen que escribir, y aquellos para los que escribir es una elección. Pattiann afirmaba que tanto ella como yo pertenecíamos al segundo grupo, y quizás la ausencia de esa necesidad influye en mi forma de pensar sobre este tema.

-Jop trata de muchos temas que luego aparecerán de una forma u otra en tus siguientes obras: la pasión y la obsesión (y el sufrimiento que acompaña a ambos), la amistad y la familia, el amor y su pérdida y el ser-diferente-y-que-te-dé-igual. ¿Dirías que éste es un buen resumen o me he dejado algo?

-No, está muy bien. Tan sólo añadiría que parece que muchos de mis personajes luchan por saber cómo amar, cómo aplicar adecuadamente su pasión en el mundo, cómo sobrevivir al sufrimiento que el amor inevitablemente engendra. Imagino que el contar historias siempre ha tenido para mí este elemento de cómo hacer algo. Hace veinte años tuve la gran suerte de trabajar con Aliza Jones, una mujer atabascana cuyo pueblo aún vive inmerso en la tradición oral, y le pregunté cómo funcionaban las historias en su cultura. «Oh, ya sabes», dijo, «van de cómo te metes en problemas y cómo sales de ellos». En ese sentido estamos todos trabajando el género del cómo: aplicaciones prácticas de la vida en un marco entretenido.

-En Jop también encontramos una gran cantidad de ternura, al igual que en las siguientes dos novelas. Incluso cuando pasa algún suceso brutal o a punto de ser trágico, la bondad (o la esperanza) siempre se las arreglan para subir a la superficie. Has comentado alguna vez la necesidad de que exista empatía, compasión, de tu rechazo del nihilismo y tu profundo amor a estar vivo: comenta, por favor.

-Siempre me ha gustado la reflexión de Kenneth Rexroth sobre que la imaginación es el órgano de la comunión, que a la vez tiene su raíz en la comunidad y en la compasión. Incluso podría admitir que creo en los poderes transformadores de la imaginación/empatía/compasión, pues son todos formas de conectar con algo mayor, o cuanto menos común/comunal. Creo que la gente se vuelve cínica cuando ya no puede seguir soportando la humillación de la impotencia, y se vuelve nihilista cuando esa humillación se trasforma en un tipo terrible de culpa, ese profundo y secreto sentimiento de cobardía, esa aceptación de la desesperanza. Y creo, como los Beats —que fueron los primeros en hacerlo notar para mi generación— que las corporaciones- monopolios capitalistas americanas libran una guerra no declarada contra la imaginación. Ahora bien, mientras pueda seguir imaginando el jugo que resbala por los codos de mi amada mientras se come un mango desnuda de cintura para arriba en las aguas de Baja, me da a mí que tengo alguna posibilidad de evitar la amargura cobarde del nihilismo. De hecho, no es algo tan difícil como parece, porque la imaginación tiene un gran aliado en el mundo natural, un lugar donde me cuesta estar un solo minuto sin sentir algún tipo de profunda sensación de admiración, y una concatenación de poderes tan por encima de mí que lo único que puedo hacer es sentirme privilegiado por haber sido incluido en el misterio. Así que, para mí, la imaginación es una fuerza que contrarresta, y dado que considero el escribir como un acto de colaboración con otro ser humano mediante el lenguaje, la escritura es mi pequeño puñetazo público contra El Imperio. Especialmente si consigue decir la verdad de forma hermosa, cosa que cuadriplica la fuerza de los golpes.

-Avanzando hasta Not Fade Away sólo un segundo, recuerdo que en una entrevista declaraste —cuando te preguntaron sobre las similitudes entre tu libro y Miedo y asco en Las Vegas de Hunter S. Thompson— que su novela era malvada y la tuya no. Creo que llamabas a las acciones de los personajes de Thompson «chuleo psíquico». ¿Intentas pues otorgarles un cierto sentido de la bondad y la amabilidad a tus personajes, a pesar de su locura o errores?

-Lo que trataba de decir era que los protagonistas de Thompson tienden a aterrorizar a gente como sirvientas o chicas del servicio de habitaciones en lugar de a sheriffs y guardaespaldas, y yo fui educado en la ética del macho americano que dice que un hombre de verdad protege al débil frente al poderoso, no se une en un ataque contra el débil. Y, por supuesto, aunque no sé hasta que punto esto es consciente, intento que mis personajes sean complejos, si bien sólo porque creo que la gente es compleja. Si me tientas incluso me atrevería a afirmar que la gente tiende a cometer errores y hacer locuras precisamente porque están intentando ser buenos y justos y nobles.

-A Jop lo compararon (por lo «estrambótico» de la prosa y la atmósfera rural, y en general por el comportamiento inusual de los personajes) con la obra de Richard Brautigan. ¿Crees que hay algo de verdad en esta comparación? Quizás ayudó también que vivas en el monte.

-Soy un enorme fan de la poesía de Brautigan y de mucha de su prosa (especialmente de los primeros trabajos, como Un general confederado de Big Sur2 y sí noto que hay un tipo de espíritu que compartimos, al tener esa apreciación mutua por el comportamiento extraño (no sólo estrambótico, sino también el de gente como la señora mayor que hace trampas al jugar a las damas chinas). Me siento orgulloso de citarle como influencia.

(2 Publicado en castellano por Blackie Books.)

-Y, hablando de manera más general, ¿qué otros escritores crees que han influenciado tu obra? Hay un cierto aroma a los Beats, pero resulta difícil señalar a otros escritores partiendo sólo de tu trabajo.

-No quisiera parecer poco sincero, pero creo que todos los escritores que he leído han ejercido algún tipo de influencia en mí, para bien (espero) o para mal. Si tengo que decir algo obvio, todos los escritores compartimos el mismo medio, así que cualquier autor al que leas puede ofrecerte algún pedazo para incorporar, elaborar o directamente, robar. Algunos, como Peter Matheissen, escriben con tal claridad y gracia que me siento alentado con sólo saber que hacer algo así es humanamente posible. Algunos tienen ángulos de mente —como Gary Snyder, Wendell Berry o Ursula K. Le Guin— cuya adopción, por muy torpemente que se realice, amplía la inteligencia y la comprensión de uno. Y escritores como Thomas Pynchon, además de su obvia maestría del lenguaje, aumentan salvajemente el sentido de posibilidad, sea ésta estructural o simplemente en términos de con qué puede salirse uno. Escritores como Jack Gilbert, de nuevo aparte de la verdad y la belleza de la obra propiamente dicha, modelan el comportamiento profesional, establecen puntos de referencia en cuanto a pasión e implicación. Y para mí, algunos escritores —me vienen a la cabeza Wallace Stevens y Dylan Thomas— son tan capciosos, lo que hacen tan parecido a mis propias aspiraciones, que no puedo leerlos cuando estoy trabajando o acabaría produciendo pálidas imitaciones suyas durante semanas. También soy un lector generoso e indulgente, y tomo a los escritores por lo que son y por dónde están; o sea, que no soy demasiado esnob. Para mí, los escritores aspiran a un cierto nivel de excelencia, más allá del cual toda clasificación en cuanto a categoría es un asunto de simpatía y gusto inherente. ¿Es Duncan mejor que Spicer? ¡A quién le importa! Ambos habitan claramente en un campo de excelencia, y prefiero gastar mis energías en su apreciación que en establecer distinciones atrozmente detalladas sobre quién es superior en categorías con aún menos sentido. Quizás me estoy haciendo viejo, porque cuando tenía veinte años me iba bastante eso del categorizar; en retrospectiva, supongo que estaba intentando establecer mis valores estéticos.

-Jop trajo consigo algo parecido a fama. Una fama que, en tus palabras, te distraía hasta el punto de la distorsión. Me gusta sin embargo tu idea de fama local, lo que dijiste sobre que te gustaría ser famoso en un radio de cien millas. Que te conozcan como escritor en los bares a los que vas, y en cierto modo en tu ciudad, y se acabó. Yo firmaría ese contrato con la fama.

-La verdad es que ahora he reducido el radio a cincuenta millas.

-Por otro lado, para los que no somos ricos, a veces un poco de fama puede traer consigo algo de ese indispensable dinero para comida-alquiler-facturas que no se nos aparecería sin ella. A veces encontrar el punto medio (dar alguna conferencia, salir en la radio o TV y por tanto ser un poco conocido pero no venderte a El Tinglado ni perder tus principios ni comprometerte artísticamente) puede ser un poco delicado, ¿No crees?

-No podría estar más de acuerdo contigo. Pero resolver ese problema es a la vez uno de los múltiples desafíos del éxito. Te recuerdo el gran consejo que aprendí de un grafiti en las paredes del Salal Café en Port Townsend, WA, en 1985: «La fama es pasajera, pero la oscuridad es para siempre». Y espero de todo corazón que todo aquél que haya aplicado su pluma a un papel consiga todo el reconocimiento que él o ella merezcan.

-A pesar de que los detalles biográficos sobre ti en Internet son fabulosamente escasos (una entrevista, una pequeña biografía, poco más) aún no eres un autor desaparecido al estilo Pynchon/Salinger. ¿Te gustaría serlo? Completamente anónimo, quiero decir.

-No, me parece que no, porque ya lo fui una vez: como te decía antes, hasta los treinta y cinco publiqué anónimamente. No publiqué una tonelada —algunos poemas en revistas y periódicos, unos cuantos ensayos, y un par de libritos baratos—, pero todo lo que hice fue sin firmar y sin aceptar dinero. Los libritos llevaban una nota que rezaba: «Puesto que pretendemos evitar el espectáculo de las comodidades, este libro no lleva emblemas de mercado: nombres, precio o copyright. Es un regalo. Pásalo». Bastante radical para la época, y obviamente influenciado por la retórica política situacionista/digger. Descubrí más adelante que al menos dos personas habían accedido a puestos docentes adjudicándose la autoría de mi trabajo, algo que en cierto modo me encantó; sin embargo, al final decidí que debía aceptar la responsabilidad de lo que había dicho y la forma en que lo dije. Además, me di cuenta de que insistir en lo gratuito de mi obra era demasiado fácil cuando ésta (poesía, mayormente) no tenía el menor valor económico. Me pregunto a menudo cómo habría reaccionado si miles de dólares hubiesen estado en juego, o si terceros hubieran tenido un interés financiero en mi trabajo (como el editor de Jop).

-Esto que voy a preguntarte es en cierto modo un cambio de tema, pero me gustaría saber tu opinión sobre Internet y las cibercomunidades y todo eso. Vonnegut dijo que «las comunidades electrónicas no construyen nada, siempre terminas con nada. Somos animales bailadores». ¿Estás de acuerdo con esto? ¿Consideras que hay un tipo de interacción humana física que simplemente no puede replicarse en la red? Personalmente, puedo definirme como anticibernético. ¿Tú?

-La verdad es que mi posición es una de indiferencia, por ignorancia más que otra cosa. He vivido la mayor parte de mi vida sin electricidad ni cañerías, así que me perdí la excitación inicial sobre el fenómeno y ya nunca me puse a la altura. He leído sobre ello, cómo no, pero no excita mi imaginación ni un poco así, probablemente porque estoy involucrado en el movimiento biorregionalista, y uno de sus principios es que cualquier noción de comunidad debe incluir necesariamente todas las otras formas vivientes del lugar donde vives, así como el paisaje, los ecoprocesos (como el agua y los ciclos de carbono) y las cifras mayores de regulación, como la ganancia solar. Por tanto, por supuesto que estoy de acuerdo con Vonnegut en que las cibercomunidades no son comunidades de ninguna de las maneras en que a mí me emocionan; como mucho, son grupos intelectuales. Para que exista una comunidad verdadera, primero hay que tener un cementerio; y no sólo interacciones físicas entre humanos, sino interacciones humanas en un ecosistema compartido a lo largo del tiempo, e interacciones con el mundo más-que-humano (flora, fauna, agua, aire, tierra y fuego). La existencia comunal es verdaderamente elemental. La palabra virtual significa «en efecto pero no de hecho», y las cosas que más disfruto de la vida —una tormenta formándose espontáneamente en el Pacífico, cerdos salvajes buscando bellotas bajo los olmos, el sabor del humo de arce en una pierna de venado— todo son sensaciones, los hechos y particularidades de la existencia, y no meras aproximaciones. Me he dado cuenta de forma irrefutable —según mi experiencia— de que cuanto más cerca estoy de la fuente, mayor calidad tiene la información que recibo, y como escritor y ciudadano siempre busco la información de mayor calidad, porque no puedes hacer una buena salsa de espagueti con tomates podridos. Para colmo, cuanto más viejo me hago más me doy cuenta de que no necesito más información, sino sintetizar la considerable información que ya llevo acumulada.

Por otro lado, dejando aparte todos mis reparos sobre lo que es o no es una comunidad verdadera, creo que de todos los profetas de los 60 McLuhan fue el que más cerca estuvo al imaginar el futuro como una aldea global. Veo a la juventud de hoy mucho más abierta a nuevas experiencias, mucho más espontánea, pero mucho menos reflexiva, con lapsos de atención más cortos; trabajando con jóvenes escritores me doy cuenta de que la única moneda cultural común son las películas o la música, no los libros. Por lo pronto sí parece también que los ordenadores han hecho la información mucho más democrática y descentralizada, lo cual es probablemente positivo, pero me preocupa que al reducir el tiempo de búsqueda de respuestas acabes olvidando el propósito de la pregunta. Parafraseando a Antonio Machado, es bueno saber que los vasos son para beber, pero no deberíamos olvidar qué es la sed.3

(3 Esta cita también la utiliza Dodge como introducción a Stone Junction.)

-Not Fade Away apareció cuatro años más tarde. ¿Crees que hay un salto estilístico apreciable de uno a otro libro? ¿Tuviste que dedicarle más esfuerzo por el mayor número de personajes y la mayor complejidad de la trama? ¿Cómo se te ocurrió la idea (del Cadillac, del regalo, de la peregrinación, del fantasma…) y por qué decidiste comenzar el libro con un personaje principal que no es un personaje principal? Es decir, el chico anónimo que escucha la historia de George Gastin.

-Siempre he visto el estilo como una continuación del contenido, así que no estoy seguro de hasta qué punto hay un salto estilístico, como un cambio de estilo que esté en consonancia con una voz (o, en el caso de Not Fade Away, voces) narrativa necesariamente distinta. Intento mantener una cierta lealtad de cara a la concepción de una historia, porque esa concepción inicial tiene que ser suficientemente poderosa para que dedique un año de mi vida —o más— a explorarla. La historia como tal se me ocurrió un día que me salí de una carretera fangosa y me cargué la dirección de la furgoneta chocando contra el tronco de una secuoya. Cuando el conductor de la grúa llegó para remolcarme, vi que llevaba una cinta con el lomo escrito a mano donde ponía Lectura de Kerouac / Jazz y empecé a conversar con él. Al tipo no le eran desconocidos los estimulantes, así que para cuando llegamos a Guenerville una hora después yo ya poseía un conocimiento considerable sobre la vieja escuela del conductor de grúas-remolcadores y el ambiente de San Francisco en los últimos años 50. Un par de noches más tarde tuve un sueño en el que intentaba entregar un regalo que tenía alguna relación con la música y, pensé más en ello, en la importancia de la música en la contracultura, y recordé lo completamente destrozado que me quedé cuando me enteré de que Buddy Holly, Ritchie Valens y el Big Bopper habían muerto en el accidente de avión, lo totalmente hundido que me sentí durante esos días al final del invierno del 59, y eso me hizo pensar en un Caddy del 59, y en la cultura americana, y en sexo-drogas-rock’n’roll. Antes de darme cuenta ya estaba escribiendo en un pedazo de papel A Thousand Bean Pilgrimage In The Big Bopper’s Short (Una peregrinación de mil anfetas en el buga del Big Bopper) —bean era la jerga local para definir la metanfetamina de la cruz blanca al dorso, y short la expresión vernácula de coche, llamado así porque hace las distancias más cortas que el ir a pie— y antes de darme cuenta ya estaba otra vez deambulando por las salinas de Utah que hay en mi cerebro en busca de una tumba imaginaria. En el momento de su concepción decidí que quería la inmediatez y la intimidad de un narrador en primera persona, pero a la vez necesitaba algo de distancia narrativa para confirmar la existencia de ese mismo narrador en primera persona. Así que terminé con esa narración en primera persona partida en un porcentaje de 2% y 98%, cosa que no he visto en ninguna otra parte; y no digo esto porque la rareza del hecho tenga la menor importancia (he acabado comprendiendo que la elección más importante que haces como escritor es decidir la conciencia de mediación que vas a usar para contarle la historia al lector; en pocas palabras, el PDV —Punto de Vista—). Empecé a escribir Not Fade Away un año después de la publicación de Jop. Escribí el primer tercio en Root Hog Ranch (la comuna donde Victoria y yo vivimos de 1971 a 1985), el segundo tercio de viaje por México —hasta que enfermé de hepatitis A y disentería de la jungla— y lo terminé al regresar a Crescent City.

-Esta pregunta es de escritor (con perdón) a escritor: ¿Se te hizo raro escribir la novela en ese estilo confesional de primera a segunda persona? Quiero decir, como si te dirigieras directamente a alguien, que es lo que hace George. Siempre he querido hacer algo así —me da la impresión que le otorgaría al texto una mayor intimidad— pero no sé si me saldría como deseo.

-Es básicamente narrativa normal en primera persona, escrita de la manera en que normalmente contamos y escuchamos la mayoría de historias en nuestras vidas, y habrás notado que George —que es básicamente el que lleva el peso de la conversación— no hace demasiado esfuerzo para incluir al tipo sin nombre cuya oreja está taladrando. Creo que el modelo más cercano a lo que hice, así de memoria, es La canción del anciano marinero.4 Pero estás en lo cierto: el saber popular dice que, si lo que quieres es un tono íntimo y confesional, la primera persona es lo que debes usar, especialmente cuando el narrador es el protagonista; o sea, cuando todo el peso del conflicto recae sobre el protagonista. Por ejemplo, como en El guardián entre el centeno o Huckleberry Finn. El desafío, por supuesto, es penetrar en esa voz, hacerla creíble, conseguir que la dicción y el ritmo y las imágenes sean consistentes con el personaje. Y, por supuesto también, ese narrador no puede morir; ésa es otra razón por la que utilicé un segundo narrador —uno que había tomado narcóticos, además—, para dejar una ligera posibilidad en el aire de que quizás George Gastin fuese, después de todo, un fantasma de verdad. Así, cuando el chico va a buscar su furgoneta al final de la historia, el tipo del taller de reparaciones le dice: «¿Qué fantasma, chaval? ¿Has tomado drogas, o qué? Trajiste la furgoneta tú mismo, ¿no te acuerdas?». Todo esto que estamos diciendo, por cierto, es el tipo de conversación que tenemos en clase en el taller de escritura creativa con casi cada una de las historias que leemos.

(4 Poema largo de Samuel Coleridge escrito en 1799.)

-Otro tema clásico Dodge es la redención (y la previa culpa, o remordimiento, o vergüenza, o dolor), como se ve claramente en Not Fade Away. ¿Crees que hay alguna forma de que los humanos limpiemos toda la pena y errores pasados y dolor creado a los que nos rodean? ¿Que existe algún tipo de limpieza fundamental que uno debe intentar alcanzar por cualquier medio? Mediante la locura, el sexo o el baile, a ser posible, no a base de atrición-flagelación a la manera cristiana.

-Joder, tío, de verdad que aprecio las preguntas «fáciles» que me estás haciendo. Veamos, mi opinión sobre la culpa/arrepentimiento y la vergüenza/remordimiento/pena que los acompañan: a no ser que hayamos permitido que alguien sea demasiado poderoso en nuestra psique, la mayoría de la culpa es negación de la verdad. Nos sentimos mal porque hemos actuado tan mal que no podemos siquiera racionalizarlo ni negarlo (con todo, nunca subestiméis el poder de la negación). Entonces tenemos tres tipos de mal comportamiento, y todos ellos tienen que ver con la conciencia: el que es intencionado; el que se causa por algún grado de distracción e ignorancia; y el que es verdaderamente accidental. Creo que la redención es imposible si no aceptas ni admites tu mal comportamiento; que eres un capullo descerebrado y miserable, o directamente maligno.

Tras admitir que la has cagado, intenta —en la medida de tus habilidades— compensar a aquellos a quienes has dañado. Actúa restituyendo y busca el perdón. Si eso no es posible, intenta expiar el daño creado a algunos ayudando a otros. En pocas palabras, ajusta los niveles kármicos. Pero ante todo, trabaja para alterar comportamientos que dañan al prójimo (incluyendo al prójimo más-que-humano); si no haces eso de todo corazón y con toda tu alma, la redención no es posible. Si eres egocéntrico y no prestas atención a los demás y no trabajas duro para modificar tu comportamiento, está claro que continuarás siendo una fuente de dolor en el planeta. Busca tu parte buena y generosa y actúa en ella. Practica el perdón. Para todo esto se requiere una considerable cantidad de auto-honestidad porque, como dijo William Burroughs: «La única lacra que no puedes superar es la lacra interior». Mucha de la pena que viene con la culpa surge del reconocimiento de que la gran opinión que tenemos de nosotros mismos no es merecida; entre lo ideal y lo real se posa la sombra. Para eliminar esa sombra, haz que tu yo ideal sea tu yo real; cuando esto resulte un consecutivo y constante fracaso, al menos tendrás que aprender algo de humildad. Y, ey, si lo que necesitas es un peinado o una camisa, llévalos. Y respecto a lo de la locura, el sexo y el baile en cuanto a actos redentores, también son propensos a crear mucho más dolor. Pero ten en mente una cosa que los boxeadores han elevado a la altura de lo axiomático: el dolor es inevitable; el sufrimiento es una opción. No escojas sufrir. No te revuelques en la vergüenza.

Y tampoco utilices tu miseria como una excusa para más comportamiento destructivo, sea de cara a ti o a otros; a no ser, por descontado, que tu miseria sea un claro caso de opresión, en cuyo caso deberías rebelarte.

-La música aparece en Not Fade Away a lo bestia. Como defines hermosamente, por «el consuelo de su promesa, su chispa de vida». ¿Cómo de importante es la música para ti? Y —como Vonnegut—, ¿bailas a menudo? ¿Cuales son tus favoritos músicos o estilos? Te veo más como un fan del R&B que un hippie prog-rockero. Y tus personajes son bastante punk, también.

-La has clavado. Sólo tendrías que añadir roots music; el blues de la vieja escuela (Sonny Boy Williamson, Robert Johnson, etc.); jazz (Coltrane, Monk, Miles; en cualquier momento, cualquier periodo); country progresivo (y algo del tradicional); música clásica en determinados humores (especialmente tiempos de incertidumbre y confusión dolorosa); y hip hop (porque mi hijo de diecisiete lo escucha, muy alto, y él es quien controla el estéreo). Los top 5 de mi lista actual de escuchas es, sin ningún orden en particular: Van Morrison, Lucinda Williams, Bob Dylan (un favorito de siempre), Dire Straits y Tom Waits (todo lo cerca de la poesía que las canciones pueden estar, especialmente en la «tradición moderna» de W. C. Williams hasta los Beats, con el énfasis puesto en formas abiertas, imágenes y los sonidos y medidas del lenguaje natural americano). Resumiendo, soy bastante ecléctico y puedo ser capaz de aplicar mi generoso oído a cualquier cosa, pero ignoro miserablemente cualquiera de los aspectos técnicos del acto de crear música, y no poseo ni un ápice de talento (en el instituto me pidieron que dejara de tocar la batería en clase de música porque estaba «retrasando » a los demás estudiantes, y la última vez que me lancé a cantar a grito pelado mi mujer me preguntó qué narices estaba mascullando). Pero por Dios que sé lo que me gusta.

-Las drogas también ocupan un espacio importante en tu segunda novela. ¿Cuáles —si no te importa contárnoslo— son tus experiencias con ellas? ¿Crees que —como comenta tu personaje Kacy— el speed «hace agujeros en el alma»? ¿Y qué les dirías a los que por principio se oponen a cualquier tipo de intoxicante (cerveza incluida)?

-Digamos que conozco los principales grupos de drogas y que he catado modestamente cada uno de ellos. También he sido testigo directo de demasiados escritores/artistas destruidos, dañados o completamente idos por el uso de drogas, especialmente alcohol y speed. Estoy completamente de acuerdo con la opinión de Kacy sobre la metanfetamina: incluso en un periodo de chupa-droguismo tan extendido como los 60 recuerdo que se utilizaba el axioma: «No hay exadictos al speed». Y no porque sea especialmente adictivo, sino porque cada vez que lo comes, esnifas o te lo chutas te provocas un daño psicosomático irreparable; lo que un viejo aspirador de speed llamado Pete The Tweak5 definía como «draves gaños al cerebro».

Discernir la trémula línea que hay entre éxtasis y olvido ya es suficientemente complicado sin incluir en la ecuación las drogas psicotrópicas, y cualquiera que se atreva a aconsejar a los escritores jóvenes que las drogas pueden llegar a ser útiles en la búsqueda de la verdad y la belleza debería ser condenado a beberse una copa de opio fundido. Concurro en que parece haber un deseo humano innato de alterar la conciencia, de saltarse la zanja o cambiar de surco, pero existe una auténtica miríada de prácticas tradicionales desarrolladas con ese único fin —desde la meditación hasta el baile— que resultan mucho más seguras que engullir un supuesto estimulante fabricado en la bañera de una caravana por los típicos desertores de BUP.

Dicho esto, las culturas occidentales necesitan reexaminar su deseo por los estados alterados, los agentes que los producen y el hecho de que existan sanciones sociales que hacen que el producir drogas sea en algunos casos un empleo digno y en otros una infracción de la ley. Si dejamos de lado el tema de su legalidad, ¿cuál es la diferencia entre cultivar un viñedo de uvas para la producción de vino o marihuana de primera calidad? ¿cuál de estos productos provocaría un caos social mayor si los americanos no pudiesen abastecerse de ellos durante diez días: cigarrillos, café, azúcar, chocolate o cocaína? A la gente que está en contra por principio de cualquier tipo de intoxicante les preguntaría: ¿Incluye esa premisa el poder de impedirle a la gente que actúe según sus deseos?

(5 Pete El Pescozón, o Pete El Pellizco.)

-Una pregunta general: Acostumbras a definir tus libros como una manera de intercambiar emociones con tu audiencia, como una búsqueda de «comunión espiritual». Extiéndete un poco sobre este concepto, por favor.

-Creo que no lo defino exactamente así. Lo que digo a menudo es que, como comentaba en una pregunta anterior cuando hablaba de Rexroth, veo la escritura como un acto común de imaginación con otro ser humano mediante el uso del lenguaje. Como un tipo de cocreación, pero sin pretender ningún tipo de «comunión espiritual» o «intercambio emocional », ya que no tengo ni idea de cómo van a responder los lectores, a no ser que me lo digan directamente. Sí sé a raíz de numerosas lecturas públicas de poesía que los lectores les dan a las imágenes y palabras que uso un significado personal. De otro modo no se explica que, por ejemplo, el otro día les leyera un poema que trata de encontrar los huesos de una mula al lado de un manantial recóndito y me dijesen: «Ese poema trata de la masturbación, ¿verdad? ». A los escritores jóvenes que defienden sus abstracciones vanidosas clamando «Quiero dejar mucho espacio para la interpretación de lector» me encanta recordarles: «No te preocupes sobre eso; siempre lo hacen».

-El George de Not Fade Away está constantemente tratando de librarse de su pena, de vencerla de algún modo. Es cierto que, cuando estás triste, no eres capaz de vislumbrar el final de esa tristeza. De verdad crees que va a durarte siempre, que así es como vas a estar el resto de tu vida, y por eso creo que es bueno distraer tu espíritu con otros menesteres hasta que la pena decide irse por su propio pie. ¿Cuál es tu experiencia personal con el dolor emocional, la culpa y la tristeza? ¿Cómo la superas?

-Te contestaba bastante a esto en la pregunta sobre la redención de antes, pero reitero: No creo que nunca llegues a superarla; lo que hago, con suerte, es sobrevivirla alterando lo que puedo y aceptando lo que no puedo cambiar, y esforzándome para entender la diferencia entre ambas cosas. En cierto modo, creo que los budistas aciertan al decir: el sufrimiento surge de apegos profundos, como el amor. Si no quieres sufrir, no ames, porque el amor va a perderse algún día. Si crees, sin embargo, que el amor aún vale la pena, entonces ama con todo tu corazón, y cuando termine, y duela, entonces sufre. Pero no lloriquees, gimotees o te lamentes: la elección era tuya. Vive con ella.

-Eso parece fácil. Pero hay momentos extremos en que los sucesos pueden reducirle a uno a un estado de angustia constante y miedo y melancolía salvaje, sin que parezca que pueda hacerse nada para mejorarlo. El desamor y el abandono y el final de las cosas (sean amistades o amores), por ejemplo. O cambios radicales en la vida como estar a punto de ser padre, o ver morir a alguien cercano o perder el empleo.

-Lo dicho antes. Y recuerda que todo pasa; nada permanece eternamente. Parece un consuelo ínfimo, pero la ansiedad y la preocupación y el miedo/terror son riesgos del oficio para muchos escritores —de hecho, para los artistas en general—. Son la desventaja de lo que se suele considerar nuestra mayor virtud —la imaginación—, solo que no siempre somos capaces de imaginar amor universal y ciudades brillando en las colinas. En mi juventud (digamos desde el final de la adolescencia hasta los treinta y pocos) lo pasé muy mal con mis ataques de morbosidad, siempre intentando imaginar el peor desenlace posible para todo… algunos de ellos tan exageradamente malos que me acabó repugnando mi habilidad para imaginar cosas tan feas y horribles, a la vez que me preocupaba que de tanto imaginarlas al final terminaran siendo reales. No recuerdo cuál fue el momento concreto en que me libré de aquella morbidez incesante; pareció ir mejorando poco a poco, y si me viese forzado a dar una explicación diría que dejé atrás esa etapa. A pesar de que sigo siendo propenso a sufrir ataques de morbosidad —cosa que no tiene ninguna gracia— éstos me han ayudado a comprender que esa preocupación/ ansiedad/terror ese el precio que pagamos por tener una imaginación viva, y he desarrollado un cierto sentido del humor —si bien algo negro— para deshacerme de sus peores efectos: «Ah, sí, puedo ver el cuerpo en descomposición de mi propio hijo. Es hermoso poseer este maravilloso don que es la imaginación, y ser capaz de conectarme a todo lo que es oscuro y retorcido de la psique humana». Así pues, hay que aceptar ese algo que viene en el pack de ser brillante, pero tampoco regodearse en ello. Y en el gran Verdadómetro del alma poética, la angustia, el miedo y la melancolía aparecen como partes indiscutibles de la condición humana; sólo porque a los escritores nos guste considerarnos semidioses, eso no nos exime de los obstáculos y tribulaciones de la existencia, las grandes locuras ontológicas que vienen con ser humano. Y no hace falta añadir que —respecto a la paternidad— ser responsable de una nueva y completamente indefensa vida tiene que sacudir el árbol psíquico lo suyo, pero eso se nivela con el gozo de una nueva vida, esperanza eterna, y la alegría salvaje que acompaña a sus primeros pasos, palabras, citas e hijos. Relájate; es sólo la vida. Y rezaremos por que todo vaya bien.

-Gracias, hombre. De hecho, ahora que lo comentas, me gustaría saber cómo se maneja logísticamente alguien como tú para combinar el trabajo de profesor con tu actividad creativo-literaria y con las responsabilidades paternas.

-Tengo una pareja/mujer excepcional, que tuvo los bemoles y el arrojo de venirse a vivir conmigo sin electricidad ni teléfono en las colinas profundas de Del Norte Country (no era la comuna) mientras yo me pasaba tres días seguidos a la semana dando clases en Arcata y volviendo a casa a pasar el resto de la semana. Hace muy poco que nos hemos mudado a la ciudad, y eso ayuda logísticamente, a pesar de que nuestro hijo ya va al instituto y cree que somos estúpidos, inútiles y un coñazo. Por cierto, adoptamos el hijo de la hermana de mi mujer cuando tenía dos años (y nosotros cuarenta), así que lo nuestro fue una elección muy consciente. Esa elección —ja, ja— asume que ya sabes a lo que te enfrentas, pero nunca lo haces. Fue un periodo de adaptación difícil, puesto que había vivido sólo de mi ingenio durante veintidós años, pero llega un momento en que no puedes aceptar la responsabilidad de que una nueva vida viva también de los frutos de ese ingenio, así que tragué y conseguí un empleo de profesor, completo con una paga regular y prestaciones médicas y otras trampas de la vida adulta. Apañárselas con todas las exigencias juntas (de una familia, de un empleo y de una carrera literaria) es una faena de malabarista, y cuando algo tiene que dejarse caer, usualmente es la narrativa. Mi consejo a todos los futuros padres jóvenes es éste: aprende algunos pasos distintos, porque tendrás que bailar cosas diferentes. Y cuando empieces a notar ese resentimiento típico por pasar una noche más en vela con un infante berreador, y sepas que tienes que levantarte —¡mierda!— en sólo una hora para empezar el primero de los dos empleos a jornada completa que necesitas para mantener a tu familia (y la canguro/parvulario, si es que tu mujer trabaja también), y ya no tengas vida, y mucho menos un sólo pensamiento en tu exhausta cabeza, recuerda que todo esto fue tu elección —¡aaaaaaaaargh!— así que vive con ello armado de todo el amor y gracia que seas capaz de reunir.

-Stone Junction es tu novela político-mágica. Todos los clásicos Dodge-ismos siguen allí, pero añades una buena dosis de pensamiento libertario, anarquismo (si bien místico) y oposición general a cualquier tipo de gobierno o control centralizado de la sociedad. Explícales a nuestros lectores tu visión del anarquismo y coméntanos los principios básicos del biorregionalismo que mencionabas antes.

-Es difícil resumir los principios básicos en pocas palabras. Os dirigiré mejor a mi único ensayo sobre el tema («Living By Life: Some Bioregional Theory and Practice», CoEvolution Quarterly, invierno de 1981; ha sido incluido en múltiples antologías, recientemente en Literature and the Environment, editado por Ander son, Slovic, and O’Grady. Longman Publishers, 1998). Últimamente he estado pensando en una continuación, «Still Living By Life», y también trabajo en este momento en otro sobre poesía biorregional. Me gustaría puntualizar también que no es tanto que me oponga a un gobierno o a un control centralizado sino que estoy a favor de que la gente sea capaz de cuidarse a sí misma y al prójimo, incluyendo las comunidades bióticas en las que habitan. Creo que los gobiernos inmensos y centralizados, con el enorme poder que aplican sobre nuestras existencias individuales y colectivas, conducen al cinismo y al nihilismo (como decía más arriba). Nos pasamos el día llenándonos la boca con las palabras independencia y libertad, pero poca gente se para a pensar en profundidad qué es lo que constituye la libertad, o cómo se consigue, mantiene y pierde ésta. Yo defino libertad como algo que es igual a tus necesidades, y por esa definición muchos de nosotros seguimos siendo esclavos a sueldo y siervos atados a un contrato con el estado corporativo, en parte porque todavía nos estamos tambaleando a resultas de los inmensos cambios que trajo consigo la era industrial y el crecimiento de las ciudades. Lo atrayente del biorregionalismo es que ofrece una escala adecuada para hacer real la libertad y premiar la atención, y asume como la base de la vida una visión ecológica de la interconexión. Eso no es especialmente utópico, ya que los humanos han vivido de esa manera desde el neolítico. Quizás el futuro será primitivo.

-Dicho esto —consulta antes con tus amigos abogados—, ¿crees que se ha hecho necesaria —o que es moralmente defendible— la acción directa, como Stone Junction hace implícito? Es decir: ¿es éticamente defendible atacar al poder con sus mismas armas? Por ejemplo: una fábrica que está destruyendo el medio ambiente. ¿Le pegamos fuego si ninguna de las acciones previas han dado resultado?

-Por supuesto que la acción directa está justificada: América está construida sobre la premisa éticamente defendible de que los humanos están moralmente obligados a luchar contra la opresión y la explotación de la vida humana y más-que-humana. En Stone Junction, incluso matar está justificado, con la condición de que el arma homicida sea la imaginación. Pero la explotación de una persona es el salario de otra, y lo que nosotros llamamos inocente ellos lo llaman infiel; y ahí es donde todo se vuele resbaladizo, confuso y egoísta. Aunque sea egoísta en el nombre de Dios, del Estado o de la Revolución, da lo mismo. Yo fui educado en el dicho de Davy Crockett: «Asegúrate de que tienes razón, y luego tira para adelante ». Por supuesto, asegurarse de que se tiene razón, y asegurarse bien de que estás en ese lado de la acción, puede llevarle a uno unas cuantas vidas e incluso así dejarte atrapado en una telaraña de nudos éticos. Así que mejor pensar bien lo que se hace antes de empezar a «aplastar al Estado», incluso los estados mentales que condicionan nuestro pensamiento, o el estado privado que también lo influencia.

-Has declarado alguna vez de que casi perdiste la razón escribiendo Stone Junction. ¿Cómo sucedió, y de qué manera superaste tu casi-locura?

-¿Cómo? Bien, en términos de la historia, me quedé atrapado en el espejo. Me rendí, sólo para darme cuenta de que la luna asesina a balazos a sus prisioneros, y el sol fríe a los débiles. Sé a ciencia cierta que no he pasado unos nueve meses más intensos en mi vida. Esto era hacia 1988-89, antes de tener un hijo, estaba dando clases a jornada completa en Arcata, y Vicky y yo nos habíamos tomado un respiro en nuestra relación —ella vivía en Crescent City—. Yo enseñaba durante el día y escribía desde medianoche hasta al amanecer cada día. Cada día durante nueve meses, sin parar. Preparaba mis clases y corregía exámenes y era un ciudadano modelo hasta que daban las doce en el reloj, que era cuando entraba en un estado mental distinto. Dormía de madrugada hasta las diez, y luego entraba de nuevo en el modo «profesor», cocinaba mi cena tarde, fregaba los platos, y volvía a darle otras cinco o seis horas. Hacia el final de este periodo, mis estudiantes y amigos me han comentado que me veían en la cooperativa alimentaria local o en la oficina de correos, mirando al techo, completamente sumido en mis pensamientos, ido. Y recuerdo un par de ocasiones en que entré en la «zona», ese estado gozoso en que dejas de contar una historia y la historia empieza a contarte a ti, el tú-sin-ti, y esa sensación limpia y dulce que fluye con ello durante esos momentos abiertos e inacabables, así que empecé a dar paletadas como un loco en esa caldera, desgastándome al máximo en el proceso. Y no me arrepiento. Pero es un lugar que sólo puedes visitar; no puedes vivir allí. Hacia el final la cosa daba un poco de miedo y, cuando terminé la segunda revisión, la re-creación, me quedé tan vacío que no pude escribir nada durante seis meses, y me llevó otro año y medio comprender que realmente había vuelto de allí más o menos a salvo. Estaba plenamente convencido de que nunca volvería a —o debería— repetir algo así, y decidí que solo escribiría narrativa larga si me lo pasaba bien haciéndolo.

Así que después de unos años de debatirme en los brazos de la poesía decidí que trataría de escribir una novela de detectives a la que le había estado dando vueltas. Al poco, lo que había empezado siendo el típico ¿Quién lo hizo? se transformó simplemente en ¿Quién?, una exploración de la naturaleza de la identidad, porque el detective sufría —o fingía— algo llamado «sensibilidad de identidad múltiple» (no «personalidad», no «desorden», no «síndrome»), lo que originalmente significaba que el detective eran de hecho ciento doce personajes en uno, además de algunas sombras y fantasmas que eran innombrables e innumerables, sin contar otros cincuenta empleados de su agencia de seguridad e información (SISI:6 Servicios Integrados de Seguridad e Investigación). Al término de dos años de trabajar en la novela llevaba quinientas páginas, y ni había presentado a todos los personajes ni había siquiera mencionado el crimen. Nueve años más tarde caí desesperantemente en la cuenta de que las demandas narrativas del libro estaban muy por encima de mis magras habilidades, y que no tenía la menor posibilidad de alcanzarlas. Hace muy poco tiempo que he comprendido que no puedo entregarme a una historia si mis motivos son la diversión, o el juego, o un mero deleite en las palabras y la imaginación. La historia debe poseer en sí misma algún tipo de necesidad imperiosa que me obligue a involucrarme en ella de una manera tan profunda que sea capaz de escribir a un nivel de tal intensidad, honestidad despiadada y compromiso que sea capaz de honrar el arte. Resumiendo, la historia de detectives pateó mi culo sin misericordia de aquí a la Eternidad, dejándome al final como un humilde profesional, seguro que más triste y quizás también más sabio. Así que últimamente me dedico a escribir poemas de siete sílabas, creyendo que si realmente me concentro puedo afilar todo mi arte en un único fonema ocasional. Y luego desvanecerme en mi propio y estúpido silencio. O sea, que aquí estoy.

(6 ISIS en el original.)

-Pynchon dijo que leer Stone Junction era como estar en una fiesta en la que se celebrase todo lo que es importante. Eso es un elogio muy elevado. ¿Cómo te sentiste cuando te enteraste de que alguien casi beatificado como Pynchon era fan de tu obra y escribía el prólogo? ¿Sientes algún tipo de afinidad con el autor? Yo diría que sus prólogos, además, son fantásticos. Recientemente leí el que hizo para el libro de Richard Fariña Been Down So Long It Looks Like Up To Me y me pareció igualmente brillante.

-La propaganda de Pynchon vino —según su agente, y el mío— sin que se la solicitaran, y pudo muy bien ser lo que me salvó la vida, ya que yo estaba aún en las garras de una duda postparto enloquecida y me estaba sometiendo a un tipo de comportamiento que era potencialmente desgarra-almas; como encerrarme durante meses, por ejemplo, solo con mi lenguaje y mi imaginación desmoronándose. Así que la ayudante de mi agente llamó y dijo que Pynchon había estado buscando algo nuevo y diferente que leer, y que Melanie Jackson le había mandado Stone Junction, y que algo después el escritor había faxeado su prólogo justo cuando el libro iba a imprenta, y que si quería que leyera lo que decía. ¿Que si quería? ¿Mean los erizos en rocas planas? Le hice a esa pobre asistente leérmelo veintisiete veces, y cuando finalmente colgó me quedé sentado unos minutos, sonriendo, y me dije: «Bueno, Stone Junction valió la pena después de todo».

Eso es exactamente lo que el elogio de un escritor a quien admiro tanto significa para mí. Y luego mi editor inglés solicitó la introducción para la edición de Canongate, lo que fue incluso más dulce, especialmente su elogio de las escenas de póquer, que yo temía que fuesen demasiado largas y quizás no todo lo accesibles que deberían ser para un lector de buena voluntad. Creo que me reprendió gentilmente por mi acercamiento «analógico» a la narrativa, y me tomé sus comentarios muy en serio, puesto que parte de mi admiración por la obra de Pynchon viene de su liberación del narrador y de la sensación maravillosa que desprende su obra de que como escritor puedes hacer todo lo que tu coraje e imaginación te permitan; o al menos yo siento ese furioso sentimiento de liberación cuando le leo.

Por si a alguien le interesa, T. P. vivió en Trinidad, unas doce millas al norte de Arcata/Eureka, en la época en que yo trabajaba en la librería local. El día que firmó el contrato de alquiler de su nuevo piso, su casera —a la que yo conocía— vino a la tienda y me preguntó si teníamos algo de un tal Pynchon, porque un tío que decía llamarse así y que afirmaba ser escritor había empezado a alquilar su piso.

Por supuesto, todo lo que había escrito estaba disponible, y yo le hablé largo y tendido de sus credenciales. Pero, aunque me hubiese encantado conocerle y tomar algo con él (yo no había empezado aún a escribir narrativa, pero por aquel entonces ya estaba pensando seriamente en ello y suponía que él podría darme algunos buenos consejos) decidí finalmente dejarle con su vida. Digo esto como evidencia de que no es el paranoico reclusivo que lleva disfraces y cambia de identidad semanalmente que dicen por ahí; muchas personas en la comunidad (algunos de ellos patrones de barcos de pesca, y carpinteros y lampistas y gente de clase obrera) le conocían bien, cenaban con él, iban a bares juntos y salían por ahí con él. Por todo lo que he oído, es buena compañía, nada afectado, y escucha mucho más que habla. Así que en lugar de un esnob frágil y reclusivo, quizás Pynchon sea lo que era para sus vecinos y adláteres de Trinidad: un tipo humilde y tímido que sabe que sería distorsionado por la maquinaria de la fama americana y que prefiere concentrarse en su obra en lugar de contestar preguntas inanes de la peña cultureta o de graduados que han leído demasiada teoría literaria francesa y no suficientes matemáticas o ciencia. La primera regla del escribir es escribir, y puesto que él basa gran parte de su trabajo en hechos históricos y es un investigador meticuloso, no le sobra tiempo para ir a hacer el numerito en el Today Show (aunque, eso sí, he oído que salió en Los Simpson). En Estados Unidos no puedes permitir que se te convierta en una comodidad pública, porque serías consumido. Así que personalmente lo aplaudo por eludir lo que sería obviamente celebridad y adulación. Creo que da un gran ejemplo a los artistas jóvenes: la celebridad, como la lujuria, es «un gasto de espíritu y un desperdicio de vergüenza». Quedaos en casa y trabajad.

-Perdona que insista de nuevo en ello, pero, hablando de trabajar: ¿Está abandonada del todo, pues, la novela detectivesca?

-Bueno, como te decía, mi culo fue azotado sin misericordia. Quizás si la convirtiese en una obra en diez volúmenes o algo así volvería a trabajar en ella, pero cada vez que he creído que tenía una idea factible para la estructura, la cosa volvía a hacerse enorme. Y ésa no es la parte más terrible del fracaso. Lo que duele es esto: tras trabajar en ella durante nueve años algunos de los personajes empezaban a gustarme mucho (y creo que a los lectores les hubieran gustado también), pero murieron antes de haber nacido. Doble putada. Quizás podría reinventarlo todo como una serie de TV, pero entonces perdería a mi narrador, que es uno de mis tres personajes favoritos. Todavía estaría presente en la serie, claro, pero perderíamos la voz narrativa. En fin, ¿qué es una década de trabajo sino algo pasado, en cualquier caso? Así va todo.

-Poesía: para ti es una completa prioridad, pero por lo que parece (y juzgando por la disponibilidad de tus títulos), tu producción poética no es tan extensa como la narrativa. ¿Por qué? ¿Es el proceso de creación poética más difícil?

-Mi «producción» poética excede en mucho la de mis novelas. He escrito, a ojo de buen cubero, unas novecientas páginas de prosa narrativa, y he publicado todo lo que he escrito. Por otro lado, debo de haber escrito unos cuatro mil poemas; es cierto que no todos ellos merecen ser publicados, pero la mayoría muestran un grado bastante alto de destreza. Supongo que la poesía es algo en lo que puedo mantenerme puro, manteniendo un control directo sobre el proceso de publicación/impresión. Mi gran fortuna es que Jerry Reddan, de Tangram Press, ha sido siempre un gran fan de mi poesía, y podría decirse que es el mejor impresor al oeste del Mississippi. Editamos una obra anual cada solsticio de invierno que regalamos a amigos y seguidores, y tenemos un libro de ku (un formato de siete sílabas) a punto de terminar. Supongo que la diferencia estriba en que mantengo la poesía confinada a los límites de mi biorregión, mientras que la narrativa se presenta en un escenario mucho más amplio (a pesar de que Jop fue publicado originalmente por Michael Helm, un pequeño editor de Berkeley, lo que implica un cierto intento de mantener también la narrativa en una escala biorregional). Ciertamente el mercado para la ficción narrativa es mucho mayor, y si eres bueno y productivo (un libro cada dos años), puedes vivir de ello.

En cierto modo, la narrativa es el museo de la poesía. La poesía siempre parece ir por delante en cuanto a riesgo estructural y lingüístico, y en poesía el más pequeño error (como una coma innecesaria) se exagera enormemente. En narrativa, por otro lado, el impulso narrativo puede acarrear al lector a través de múltiples infelicidades y sintaxis retorcida y cosas así. Pero, créeme, las dos disciplinas son igualmente difíciles. Mi mujer prefiere que escriba poesía porque sólo estoy atrapado en ella durante unos días, mientras que la narrativa implica que esté desaparecido durante meses (no literalmente, pero sí de maneras que son importantes para ella). Me guardo algunas historias para mi vejez, porque si mis dolencias y achaques actuales son un adelanto de las distracciones que me depararará ser anciano veo que voy a desear estar fuera de mi cuerpo a menudo. Fuera de mi mente ya lo estoy.

-Mi última pregunta es pura curiosidad: ¿Tienes algún fetiche a la hora de escribir? Horas del día, material, área de la casa… ¿Dejas que alguien (además de tu editor) lea lo que has escrito previamente a su publicación?

-No me gusta que nadie lea mi trabajo en proceso, pero cuando termino algo lo mando como a una docena de personas; un grupo muy diverso de gente, sin casi ningún escritor entre ellos, y con algunos que no son particularmente fans de mis nociones de estilo. Se lo envío a gente de cuyo gusto me fío. Pero antes de que les llegue, mi mujer tiene una copia —como Gary Snyder y otros pueden atestiguar, Victoria es una lectora excepcional— y la copia a mi agente, Melanie Jackson, se envía directamente después de la suya. Escucho todo tipo de críticas a mi obra —especialmente las críticas de libros— e intento aplicar lo que puedo.

En cuanto a fetiches, los tengo a porrillo. Cuando he de escribir durante un largo periodo de tiempo, de medianoche hasta las cuatro de la madrugada es mi momento favorito, porque tengo los canales abiertos. Uso un solo tipo de pluma para un mismo manuscrito o historia (con una marcada preferencia por los productos Pilot). Me gusta escribir en papel de notas fino, en libreta de espiral, y escribo el primer borrador a mano, sin excepción. Me gusta terminar cada jornada escribiendo la primera frase del trabajo del día siguiente. No puedo trabajar si hay alguien cerca moviéndose o haciendo ruido. Prefiero marcadamente el silencio del monte profundo, sin ruidos de coches o fiestas entrando a mi habitación desde la calle, y con ese silencio me gusta que haya quietud; el viento y la lluvia pueden distraerme hasta el punto de que tengo que interrumpir lo que estoy haciendo hasta que cesan. A veces me gusta cocinar mientras escribo. Y siempre empiezo una jornada de trabajo con un ejercicio de algún tipo para centrarme; para Stone Junction era lavar los platos de la cena y limpiar la cocina antes de empezar a escribir a medianoche, para Not Fade Away era hacer palomitas. El tipo de actividad que realices no importa mucho, creo; lo importante es subrayarle a tu conciencia/subconciencia que estás cambiando a un plano distinto, un nuevo ángulo de observación, de atención multimodal. Si es posible, me gusta trabajar en cabañas o pequeños estudios. En Root Hog me construí un estudio hecho exclusivamente de madera de sequoia talada a mano (tanto tablas como tejas), y alguna de mi mejor poesía fue escrita en un gallinero reconvertido.

Esta entrevista forma parte del volúmen editado por Capitán Swing, con centro en JOP, de Jim Dodge, prólogo de Antonio Jiménez Morato e ilustraciones de Virginia Frieyro.

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