Capitán Swing publica en castellano La democracia ateniense en la época de Demóstenes, un libro de 1991 del estudioso danés Mogens H. Hansen, posiblemente el mayor conocedor mundial de la democracia ática. Hansen traslada al lector, con enorme viveza, a la Asamblea, los nomothetai, el Tribunal Popular, las juntas de magistrados, el Consejo de los Quinientos, el Areópago y los ho boulomenos; y uno aprende allá sobre cómo concebían los atenienses la libertad y las diferencias cruciales entre aquella democracia y la nuestra, que reivindica a la primera, pero se construye a partir de preocupaciones diametralmente opuestas. Andrés de Francisco es el autor de esta traducción, que acompaña de una pequeña pero sustanciosa introducción. De Francisco (1963) es filósofo y profesor titular en la Facultad de CC. Políticas y Sociología (UCM); y autor entre otros libros de: La mirada republicana (Los libros de la Catarata, 2012), Visconti y la decadencia: otra mirada a la modernidad (El Viejo Topo, 2019), y Podemos, izquierda y «nueva política» (El Viejo Topo, 2022).
¿Cuál es la importancia del libro de Mogens H. Hansen que Capitán Swing publica ahora, y usted ha traducido?
Hansen es posiblemente el mayor conocedor mundial de la democracia ateniense: le ha dedicado la vida. Y la democracia ateniense es la democracia más importante del mundo antiguo, el modelo más increíblemente desarrollado de democracia participativa y deliberativa. Allí está todo, también el auténtico significado político de la democracia, en gran medida olvidado. De la mano de Hansen podemos entrar en Atenas, en sus instituciones políticas, en su configuración social y territorial, en su constitución y sus leyes, todo ello con una notable sensación de presencia y sin dejar en la recámara ningún detalle, ninguna cuestión problemática. Te hace sentir que estás allí, quiere mostrártelo todo. Además, lo hace con un rigor académico inusitado, con una voluntad de verdad sólo al alcance de la mejor ciencia social, y con la honestidad propia de la mejor cultura académica. Un librazo.
El gobierno representativo moderno se diseña para contrarrestar a la facción de mayoría, la de las clases populares y trabajadoras
Explica en su introducción que la democracia moderna, aunque reivindica la ateniense como precedente, era muy distinta de aquella, y que la diferencia más crucial era que, en la primera, todo estaba pensado para prevenir la oligarquía, mientras que el constitucionalismo moderno nació queriendo evitar, no el poder de los pocos, sino el de los muchos.
Sí. Es como su negativo. Al pueblo ateniense le preocupaba la facción de minoría (la de los ricos y nobles), y quiso –y logró– minimizar su poder e influencia, sin menoscabo de sus derechos (sin expropiaciones, por ejemplo). El gobierno representativo moderno –desde los Papeles Federalistas– se diseña para contrarrestar a la facción de mayoría, la de las clases populares y trabajadoras sin propiedad. Lo más interesante es que los Padres Fundadores (Madison, Hamilton, y otros) eran perfectamente conscientes de lo que hacían, sabían el significado político de la palabra demokratia: el gobierno (substantivo, no formal) de los muchos pobres libres. Por eso fue un régimen temido por las élites que trazaron las líneas maestras del gobierno representativo moderno.
Los padres del constitucionalismo moderno conocían y veneraban la tradición clásica, pero fundamentalmente Roma, y, de Grecia, no a los defensores de la democracia, sino a sus críticos. El pueblo llano ateniense veneraba su democracia, pero escribió poco en su defensa. Y no siempre lo que escriben las clases letradas representa los sentires mayoritarios.
Así es. Hasta el siglo XIX. Hay que tener en cuenta que las élites que hicieron (revolucionariamente también) el mundo moderno leyeron el mundo antiguo en las páginas de Aristóteles, Platón, Polibio y Plutarco. Pensaron la democracia radical antigua como oclocracia, como gobierno de la chusma, y siempre favorecieron las constituciones mixtas como la clave de bóveda del buen gobierno. Las repúblicas de referencia eran Esparta, Roma y, ya en el Renacimiento, Venecia. Y cuando miraban a Atenas, era para elogiar las reformas de Solón, no las de Pericles o Efialtes; ni siquiera las previas y fundamentales de Clístenes. Hubo que esperar al siglo XIX para que –tanto desde el liberalismo como desde el marxismo– se rehabilitara a la gran democracia ática de los siglos V y IV a.C.
En general, conocemos mal la democracia griega, aunque la citemos mucho.
Para empezar, la izquierda, que se llena la boca de democracia. Pero creo que el olvido de aquella gran democracia se puede describir de una manera muy plástica: está completamente fuera del circuito turístico de Atenas. El turista solo visita la Acrópolis, que, por supuesto, es visita obligada. Allí arriba moraban los dioses y allí le espera a uno el Partenón. Nada más y nada menos. Pero la vida de los atenienses se realizaba abajo, en el ágora y en la Asamblea situada en un claro del monte Pnyx. Pues bien, nadie visita el ágora pese a que tiene el templo griego –el Hefesteion– mejor conservado de Grecia y pese al excelente museo que alberga cosas tales como el kleroterion, la máquina para llevar a cabo el sorteo, siendo el sorteo el procedimiento habitual para la selección de jueces y consejeros. Pero lo más triste es lo que ocurre con la gran Ekklesia, el centro neurálgico de aquella democracia, su gran Asamblea. Resulta que es muy difícil llegarse hasta ella. Yo mismo casi me pierdo cuando fui a visitarla. No hay señales ni indicaciones. Y cuando por fin llegas y la ves, la ves vacía, como suspendida en el tiempo, quieta, callada, como un eco de un pasado remoto y glorioso. Ves la bema, la tribuna de oradores, donde se subieron Pericles, Nicias, Demóstenes o Esquines. Y en ese silencio atemporal oyes el griterío, los aplausos de los hasta seis mil asistentes que podían pasarse en ella todo un día, desde el alba hasta el anochecer, escuchando, discutiendo, votando, decidiendo. Hoy la Ekklesia está vacía, hueca, desprotegida, sin apenas un cartel informativo. Puedes llevarte una piedra a tu casa si quieres. Un penoso olvido. Ni siquiera los atenienses parecen orgullosos de su gran democracia antigua.
El pueblo ateniense debatía dentro de las instituciones, y seguía discutiendo en la calle
Otro aspecto interesante de la democracia ática era el deliberativo. Se debatían las cosas y los participantes en el debate modificaban sus creencias en el proceso. Hoy el juego es más bien un mero conteo de voluntades rocosas, irreductibles.
Sí, tienes razón. Deliberación e isegoría (igualdad de derecho a la palabra) eran otras dos de las señas de identidad de aquella democracia. El pueblo ateniense debatía dentro de las instituciones, y seguía discutiendo en la calle antes y después de cualquier reunión formal. Era un pueblo muy político, sin duda. Hoy tenemos democracias de audiencia, con mucha manipulación mediática, dominadas por la mercadotecnia, y con poco debate real. Ejecutivos fuertes, parlamentos débiles. Liderazgos fuertes –carismáticos o no–, partidos débiles. Y una sociedad civil poco organizada, sin minipueblos, como pedía Robert Dahl, sin encuestas deliberativas, al estilo de Fishkin, y con una creciente –y preocupante– desafección política con un fuerte componente de cinismo entre la ciudadanía.
Se nos ha dicho siempre que la democracia ateniense, que al fin y al cabo abarcaba a solo unos cientos de miles de personas (aunque era muy compleja), sería imposible de practicar en las grandes y complejas sociedades modernas, con millones de habitantes. Usted, ¿qué opina?
Huelga decir que la sociedad ateniense era poco compleja si la comparamos con las nuestras, que tienen poblaciones de decenas de millones de habitantes. Pero aquella sociedad y aquella democracia distaban mucho de ser simples. La democracia ateniense, bien al contrario, tenía un alto grado de complejidad. Sus sistemas de sorteo eran complejísimos, sus mecanismos de rendición de cuentas, también. Tenían una densa diplomacia y una muy activa vida militar, además de política. La ateniense era una sociedad diferenciada, territorial y socialmente, por estatus y clase. Aquella polis legendaria administraba un imperio. Era una sociedad urbana y comercial, pese a la importancia del campo y el campesinado. Conocía el conflicto e ideó formas muy complejas y articuladas de resolverlo. Los atenienses eran dinámicos, creativos, osados, inquietos. Eran –por utilizar el plástico término de Tucídides– polypragmones, gente con recursos mentales y psíquicos, proactivos. La sociedad ateniense era compleja. Lo bastante compleja como para que el argumento de la complejidad no valga para sacudirse las enseñanzas que aquella democracia puede proporcionarnos.
Aquel pueblo se gobernaba a sí mismo directamente. No era gobernado. Se turnaba en el autogobierno
Desde el concreto punto de vista de la izquierda, ¿qué nos dice, qué debería decirnos, la memoria de la democracia ática?
La Demokratia radical ateniense significaba algo que apenas ha vuelto a darse en la historia: una excepción. La excepción por la cual los pobres (aporoi), esto es, los que tenían que trabajar para sobrevivir, gobernaban. Pero no gobernaban de una manera indirecta o delegada. No. El demos ateniense, que incorporaba a esa masa de hombres libres pero que trabajaban por sus manos, ocupaban el Estado. Sorteándose los cargos, rotando rigurosamente en su ocupación, remunerando la asistencia a la asamblea, dignificando la política…, aquel pueblo se gobernaba a sí mismo directamente. No era gobernado. Se turnaba en el autogobierno. Esto es muy excepcional en la historia. Lo normal en la historia ha sido que el poder económico y el poder político se den la mano, en una alianza casi natural, y juntos controlen el gobierno del Estado, obviamente para la defensa de sus particularísimos intereses de clase, los moneyed interests. Fíjate, pues, lo mucho que la izquierda tiene que aprender de aquella democracia, que no solo se contrapone a las oligarquías, también a las disfrazadas de democracia, sino –ojo– a cualquier solución apresurada de corte populista, normalmente basada en la ilusoria identificación simbólica entre un líder carismático y un pueblo falsamente homogeneizado. La democracia ateniense era experta en vigilancia y control del poder, y sus líderes sabían muy bien que tenían que rendir cuentas y que se exponían a duras sanciones.
La batería de mecanismos republicanos de peso y contrapeso, de división diacrónica y sincrónica del poder, de rendición de cuentas, de filtros ex ante (el llamado screening in), que aquella democracia inventó y puso en práctica es una batería fundamental si queremos mantener embridados a los gobiernos para que no terminen devorando a la soberanía, como temía Rousseau. El giro neopopulista que ha dado la izquierda nos aleja de esa tradición republicana tanto como nos acerca a tradiciones contrarias, y muy particularmente a la abierta por Carl Schmitt, que ya sabemos los peligros que entraña pese a lo acertado de muchas de sus críticas a la democracia de masas contemporánea. Este es uno de los vectores de la crítica que desarrollo en mi último libro, Podemos, izquierda y «nueva política» (El Viejo Topo, 2022), escrito al alimón con el politólogo del CSIC, Francisco Herreros, y que acaba de salir a la par que este de Hansen en Capitán Swing.
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