La mayoría de los análisis de los problemas que afectan al PSOE suelen insistir en su capacidad de acción en este momento concreto, como si estuviera ante una decisión, la de apoyar al PP o formar Gobierno, que va a marcar por completo su trayectoria como partido de masas. No les falta razón. Ya hemos advertido de que tomen la decisión que tomen, parecen llevar las de perder, y lo cierto es que su futuro se verá afectado por ello. Pero reduciríamos el alcance del debate si lo ciñéramos a un instante concreto, por relevante que pueda ser para el devenir de un partido determinado. La crisis de los partidos socialistas, o de izquierda moderada, tiene dimensiones europeas, y plantea desafíos que les van a resultar muy díficiles de resolver.
La cuestión central es que se están quedando sin espacio político. Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa giró hacia políticas redistributivas que permitían la creación de una poderosa clase media que estabilizaba las sociedades y tejía una red de resistencia material frente a quienes estaban al otro lado del telón de acero. El Estado de bienestar fordista consistía en intercambiar poder (que recogían las instituciones políticas) y recursos materiales (destinados a la mayoría de la población) a cambio de estabilidad y paz social. En ese entorno, los socialdemócratas llevaban las de ganar, porque sus promesas podían atraer a buena parte de la clase obrera y a mucha clase media que entendía que sus opciones económicas se veían favorecidas por la presencia de los progresistas en el poder. Pero, sobre todo, porque la idea de la redistribución era dominante, también en las formaciones conservadoras: Europa occidental era socialdemócrata, gobernase el partido que gobernase.
La situación se ha invertido desde la década de los ochenta, y este principio de siglo no ha hecho más que acelerar la tendencia. Que los ricos sean más ricos tiene mucho que ver con la globalización y sus flujos de capital circulando sin trabas, con la financiación de la economía y su consiguiente reestructración de las industrias productivas y tantos otros aspectos derivados. La transformación de las políticas nacionales, a partir de esta nueva distribución de los espacios globales, ha sido notable. Las ideas económicas dominantes son muy distintas de las que gobernaron las décadas centrales del siglo XX, como lo es su capacidad de influencia. Hay muchos resultados de este enorme giro, pero subrayaremos uno: hoy, los recursos públicos tienen como prioridad la devolución de la deuda y sus intereses, de modo que los estados puedan seguir financiándose, y no el sostenimiento de la cohesión social.
Funcionó durante un tiempo
En este entorno estructural, los socialdemócratas han visto cómo sus opciones se estrechan, porque las ventajas materiales para determinadas capas de la población que constituían el centro de su éxito electoral ya no resultan posibles de formular siquiera en términos similares. Esa posición débil ha sido combatida de un modo peculiar, que les funcionó durante un tiempo, y más cuando la existencia de un bipartidismo de hecho en la mayor parte de las sociedades europeas favorecía que el desgaste de una formación fuera recogido por la opositora. Su apuesta por los asuntos culturales, que incluía la defensa de los derechos y las minorías en sentido amplio, desde temas de género hasta el matrimonio homosexual, pasando por la defensa de los inmigrantes o los dependientes, tenía una doble utilidad: en un sentido, permitía ganar votos en diferentes nichos; en otro, brindaba una imagen tolerante, moderna, dialogante y favorecedora del consenso, que fueron los grandes elementos discursivos del Zapatero que ganó dos elecciones seguidas.
Pero esta apuesta también generaba problemas que tarde o temprano iban a estallar; era una salida ocasional, no una solución. Como demuestra el reciente informe de Intermón Oxfam, la sociedad se ha dualizado, los ricos son más ricos y los demás más pobres, y eso supone que los asuntos económicos han pasado a ser prioritarios para buena parte de la población, desde luego muy por encima de los identitarios y de los culturales, lo que les devuelve al lugar de partida de un modo mucho más crudo.
La propuesta socialdemócrata era promover una mayor redistribución, y eso es lo que sus posibles votantes les demandaban, pero eso es justo lo que no pueden hacer: estamos en la era de la austeridad, y las políticas económicas vienen marcadas desde Bruselas y las instituciones internacionales. Los partidos de centro izquierda no pueden dirigirse a su electorado y prometerle un mejor nivel de vida, porque no van a tener los recursos (y quizá tampoco el valor) para concretar aquello que ofrecieron. El problema es que lo hacen: cada vez que tienen que ganar el poder, salen en defensa del Estado del bienestar, aseguran que van a mejorar la vida de clases medias y obreras, y cuando llegan al Gobierno tienen que actuar en sentido contrario a lo prometido. Esta utilización de las promesas que no van a cumplir no es exclusiva de los partidos socialistas, también la derecha lo hace (“Vamos a bajar los impuestos”, que decía el PP en 2011), pero a ellos les perjudica mucho más, en tanto les roba el espacio que les era propio, aquel que daba sentido a su existencia.
La muerte de la clase progre
Como, además, han incumplido repetidamente con sus electores, arrastran un desgaste que es complicado de superar en un contexto materialmente exigente. Esa separación entre las necesidades de la mayoría de la población y lo que exige la ‘realpolitik’ es la que ha provocado que la izquierda (tanto la socialista como la comunista) haya ido perdiendo los barrios obreros, la clase media baja, y después la clase media. El lepenismo, el Tea Party, Syriza o la extrema derecha han ido recogiendo sus electores en distintos países europeos.
Además, ese predominio de la identidad en sus políticas se les ha vuelto en contra: las guerras culturales de la derecha estadounidense apuntaron con tino y éxito hacia esta deriva progresista, algo que copiaron aquí en la época de la resistencia a Zapatero, la de las manifestaciones en las calles y las tertulias de la TDT. Las críticas les han llovido desde todas partes: el libro de Chris Hedges ‘La muerte de la clase liberal’ (recién editado por Capitán Swing) es un retrato exacto de la clase de reproches que se les pueden formular a los progresistas actuales desde la izquierda, pero también la existencia de puertas giratorias, el hecho de que muchos viejos cuadros socialistas estén defendiendo las mismas posiciones teóricas que los neoliberales, o que las políticas económicas que promueven cuando están en el Gobierno sean muy similares a las de los conservadores son elementos difíciles de soslayar.
Al mismo tiempo, las críticas desde la derecha, respecto a su falta de pragmatismo (si son un partido institucional, deberían apoyar la gran coalición sin demasiadas dudas), también están minando su posición. El razonamiento subyacente es que para llevar a cabo políticas de derecha son mucho mejores los partidos de derecha, porque los socialistas siempre tienen la tentación de hacer algún guiño a su electorado, lo cual termina siendo catastrófico, como demostró la tardía reacción de Zapatero en la crisis. El espacio institucional parece reducirse a un partido fuerte, y en ese contexto, los conservadores llevan las de ganar.
La verdadera pregunta
Ese lugar en ninguna parte es el de los viejos partidos socialdemócratas hoy, perdidos entre posiciones ideológicas distintas y entre la presión institucional y la de su posible electorado, lo cual augura un mal futuro. Sin embargo, el problema que señala la crisis de la socialdemocracia va mucho más allá de lo que el destino deparará a sus principales actores, y apunta hacia el centro de la vida política misma.
Podemos se puede encontrar con un problema muy similar, y de hecho, hasta ahora, solo ha repetido los errores del PSOE: allí donde ha alcanzado el poder, ha optado por lo cultural (toros, género, bustos, inmigrantes, memoria histórica, etc.) sin hacer hincapié en lo material, y donde no, ha optado por alianzas identitarias, las trazadas con los nacionalismos periféricos, sin proponer medidas económicas fuertes, y priorizando las posiciones tácticas. Pero quizá tengan razón, y actúen así porque su espectro de acción en lo económico sea ínfimo, por lo que intenten hacerse un espacio utilizando las mismas armas que durante un tiempo le sirvieron al PSOE, añadiendo la crítica a la corrupción y la renovación generacional. Quizás el caso de Tsipras haya servido para demostrar que las líneas económicas están trazadas y no hay posibilidad de desviarse de ellas desde las fronteras nacionales.
Si así fuera, habría que entender a los partidos de izquierda como un conjunto de mentirosos que solo pueden apoyarse en falsas promesas para llegar al poder, que dicen a la gente lo que quiere oír simplemente para pillar cargos. Porque la pregunta es: ¿hay algún partido que pueda defender cambios económicos que favorezcan a una mayoría de la población y que incluyan políticas redistributivas? ¿Es posible que en Europa puedan desarrollarse medidas que disminuyan las diferencias de recursos y poder entre lo más alto de la pirámide social y el resto? ¿O es la aplicación real de estas políticas la que resulta hoy imposible? ¿Es el lugar de la socialdemocracia y, por extensión, de la izquierda, un lugar muerto?
Quizá sí, y no nos quede más que contemplar todos estos juegos políticos para formar gobiernos, recabar ministerios y sillones como un espectáculo demacrado desarrollado por actores pagados de sí mismos. O quizá tenga razón Varufakis, y solo se pueda actuar en realidad cambiando la burocracia de Bruselas. Pero, en todo caso, lo que la crisis de la socialdemocracia nos señala es que nos estamos quedando sin mecanismos políticos para corregir las direcciones económicas. Dicho de otro modo: para que la política sea efectiva, debe recuperar la preeminencia en las decisiones que afectan a sus ciudadanos en el plano económico. Todo partido de cambio que no ponga en el centro de su discurso la disolución de esta debilidad institucional, no hará más que postureo. Todo partido que no ponga en el centro de su discurso lo material y sus condiciones de posibilidad en este contexto, estará dejando de ser político.
Autor del artículo: Esteban Hernández
Ver artículo original