Somos narraciones. Cada uno de nosotros es una historia, que es la que le susurra, hipnótico y meticuloso, su cerebro. El cerebro, en efecto, más que un procesador lógico, es un procesador de narraciones, un narrador de historias. Esa es su función: dotarnos de argumentos que cohesionen, doten de verosimilitud y nos ayuden a controlar nuestro entorno; y que nos hagan sentir el centro de un relato en el cual nos está reservado el papel de protagonistas. El cerebro escoge, de entre los millones de estímulos eléctricos que viajan desde los sentidos hasta él, la mayoría confusos y fortuitos, aquellos que le sirven para dotar de un mínimo de coherencia el cuento de aquel “yo” a cuyo servicio está. Al hacerlo, el cerebro nos engaña: manipula los recuerdos, selecciona lo que pone a la vista y lo que esconde, se desactiva, nos ofrece explicaciones que no hagan tambalearse nuestras creencias ni nuestro lugar dentro de una sociedad determinada, estructura los capítulos que escribe nuestro día a día. El cerebro engaña, es decir, narra, nos transforma en entes narrados y, al hacerlo, siembra en nosotros el deseo de escuchar y de leer narraciones, las propias (las que configuran nuestro universo personal) y las ajenas (las que ponen en cuestión ese universo personal y, por eso, lo dinamizan, renuevan, contrastan y matizan). De acuerdo con algunas teorías, esto es lo que nos distingue del resto de seres vivos, lo que nos hace humanos. Y lo que funda la moral y los valores de las distintas culturas.
Según Will Storr, este es un descubrimiento al que los narradores de historias y los científicos han llegado por caminos distintos. Por eso, dice, conocer cómo funciona el cerebro nos ayuda a comprender qué es lo que hace que una historia funcione y viceversa. El cerebro y las historias, para empezar, comparten el gusto por los cambios porque sin estos sus modelos (neuronales en un caso, dramáticos en otro) se anquilosan y se asfixian. Además, cultivan la curiosidad, que es la gasolina de la inteligencia, la necesidad de proponer un orden basado en la relación causa-efecto, gracias a lo cual se garantiza ese mínimo de cordura que se necesita para seguir hacia adelante, y el uso de metáforas (una cada 10 segundos, aunque ya no nos demos cuenta y demasiadas se hayan desgastado con el tiempo) porque es el instrumento natural para practicar el pensamiento asociativo y hacer el lenguaje profundo y sensible. Ambos parten de la base de que nuestras distorsiones cognitivas o de personalidad, el “yo defectuoso”, es lo que constituye nuestro carácter, y que es de ahí de donde deben partir tanto las tramas privadas que se proyectan cráneo adentro como las novelas y las películas que vemos fuera.De las novelas y de las películas podemos aprender a mejorar ese personaje que encarnamos hasta alcanzar un progresivo grado de autorrealización y felicidad
Todos somos, entonces, personajes de ficción. De las novelas y de las películas (aquí se interpretan muchas: entre otras, Los restos del día, de Ishiguro; Lolita, de Nabokov; El rey Lear, de Shakespeare; Ciudadano Kane, de Welles, o Lawrence de Arabia, de Lean) podemos aprender a mejorar ese personaje que encarnamos hasta alcanzar un progresivo grado de autorrealización y felicidad. De los experimentos y las conclusiones de los neurólogos, psiquiatras, psicólogos o antropólogos (son numerosos y divertidos los trabajos citados y comentados), que debemos aprender a desconfiar de nuestro cerebro para que no nos ciegue respecto de la gran diversidad de lo real. De creadores y de científicos, por tanto, nos alcanza la pregunta principal a la hora de enfrentarnos con una red cerebral o con un guion o fábula o romance: ¿Quién es esa persona (el “yo” cuya ciudadela es el cerebro, el protagonista de la novela o la película) en realidad? A partir de ahí, la imaginación, el deseo de aventuras, las inclinaciones, la capacidad para hacer que interactúen lo manifiesto de una trama con el subconsciente de sus protagonistas, el correcto uso de los recursos cognitivos y narrativos disponibles, y la resistencia a cumplirse o no como el héroe o la heroína que uno lleva dentro, harán que esa persona por la que se pregunta alcance a ser una versión mejorada o deteriorada de sí misma.
La ciencia de contar historias es un estudio, por momentos fascinante, pero también es en sí mismo una historia. La historia de amor, no siempre correspondido, entre el cerebro como segmento anatómico y el cerebro como novela. Por eso uno, cuando lo lee, tiende a empatizar con los personajes secundarios, con las ideas menores, con frases sueltas o con los ejemplos que apuntalan las tesis centrales. Veamos algunos casos (que no entrecomillo porque no son literales): los cambios son las grietas por las que se cuela el futuro; cuando alguien nos demuestra que nuestras opiniones políticas son erróneas, nuestro cerebro reacciona como si nos estuviera atacando un oso; hasta los grillos llevan un recuento de sus victorias y fracasos contra rivales de la misma especie; no podemos descartar sin más las falsas ideas como si uno llevara pantalones de otra talla; si el pensamiento tribal es el pecado original, la narración es la oración; un acuario de tiburones carece de significado si el agente 007 no cae en él. Me quedo con esta última: para que una narración tenga sentido e interés alguien, si es posible alguien importante perteneciente a un imaginario íntimo o colectivo, ha de caer en un acuario de tiburones. A partir de ahí, todo puede ir mal, bien o lo contrario. Y comienza la historia.
La ciencia de contar historias. Por qué las historias nos hacen humanos y cómo contarlas mejor
Autor: Will Storr.
Traducción: Olga Abasolo.
Editorial: Capitán Swing, 2022.
Formato: tapa blanda (247 páginas. 18,50 euros).
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