En la biografía de La Chana comparten páginas el éxito como bailaora flamenca y el maltrato doméstico, el poderío en los tablaos y la indefensión fuera de ellos, el taconeo y el silencio.
La Chana aprendió a bailar ella sola, sobre dos ladrillos y a escondidas de su familia. Se convirtió en una estrella única del baile flamenco, creando desde la improvisación pasos que nadie podía imitar. Ganó muchísimo dinero pero apenas lo vio. Nacida “verdadera y exclusivamente” para bailar, tuvo que renunciar cuando estaba en lo más alto, obligada por un hombre que la consideraba suya. Sobrevivió al maltrato y consiguió volver. A bailar y a vivir.
¿Voy a entrevistar a Antonia Santiago Amador o a La Chana?
Soy lo mismo, nunca dejé de ser la Antoñeta, que me llamaban de pequeña.
Mujer, gitana, bailaora y catalana. ¿En qué orden se debe hablar de La Chana?
Como una persona normal y corriente. Y cristiana, no creyendo en la iglesia de los curas, solamente en Cristo Jesús. Él es mi refugio y verdad.
En sus dos primeras respuestas, La Chana esboza un par de los trazos que la convirtieron en la bailaora de flamenco más particular que este arte ha dado: la mención a los orígenes, nunca olvidados, y la fe religiosa. El tercero, por supuesto, es el baile. Ahora lo hace puntualmente, en exhibiciones y talleres, siempre sentada en una silla —los estragos debidos al paso del tiempo y el castigo soportado por pies y rodillas tras una vida zapateando cobran su factura—, pero el baile de La Chana fue un fenómeno excepcional, creado desde la improvisación y ejecutado a una velocidad y con una fuerza pocas veces igualadas. Paco de Lucía llegó a afirmar que “el baile de La Chana no se puede mejorar” y el maestro Rodrigo, tras asistir a una de sus actuaciones, le aseguró que nunca había escuchado “una perfección tan perfecta”. El compositor del “Concierto de Aranjuez”, ciego desde los tres años, cayó rendido al sonido creado por los pies de la bailaora, “una música que no existe”, como le dijo. El bailarín Antonio Gades se fijó, curiosamente, en los brazos de La Chana: “Cuando los mueve tan lentos, eso no hay quien lo aguante”. Gades remarcaba con sus palabras la especial belleza del momento del silencio de la bailaora.
Es precisamente el silencio el cuarto rasgo que describe a La Chana. Todo lo que calló sobre el infierno que vivía de puertas para adentro, cuando las palmas dejaban de sonar. Un calvario que la retiró durante una larga temporada de los escenarios, justamente tras alcanzar la cumbre y coronar cima. En su mejor momento, La Chana desapareció. Rota la mudez en 2017 con el estreno del documental La Chana, un trabajo de cinco años dirigido por Lucija Stojevic, la bailaora ha vuelto a enfrentarse al trasiego de hablar en público y responder a periodistas con motivo de la publicación en abril de su biografía, coordinada por la especialista en flamenco Beatriz del Pozo y editada por Capitán Swing.
Cansada, La Chana atiende a El Salto tras cancelar varias entrevistas y un día antes de recibir el Premio de Cultura Gitana a las Artes Escénicas y de volar rumbo a Nueva York, donde va a actuar quizá por última vez. Como hacía en los tablaos, sus respuestas vienen de dentro, sin ensayar. “Cuando salgo a hablar, ni pienso, digo lo que me sale al momento, tal cual ahora. No me gusta escribir una cosa hoy para decirla mañana: está fría, pensada, preparada, no se siente el momento, y aunque tenga faltas de ortografía, en el baile o hablando, es natural, y prefiero ser así”, asegura.
Se retiró en 1991, ¿fue duro dejarlo?
No, porque me casé enamorada. Fue la segunda vez que lo abandoné, pero esta por mi gusto. Me casé con un hombre sencillo, tranquilo, me enamoró su humildad y no me importó que no fuese importante. Para mí, la importancia no tiene importancia. Tal como lo oyes. Me casé con él, y toda mi familia contenta. Una buena persona no tiene precio.
¿Qué heridas le ha dejado el baile?
¿Heridas? No, el baile no me ha dejado heridas. Me dejó tristeza cuando con 33 años lo tuve que dejar forzosamente, cuando tenía más potencia y la fama total. Yo bailaba diferente al resto. Tuve que dejarlo forzada, sin que ni mis padres ni mis hermanos se enteraran porque lo que hay que buscar es la paz.
¿Ha callado mucho?
Mucho, claro. Para tratar de arreglar cosas porque si no se hace así, ¿cómo podemos vivir? Tenemos que vivir con verdad, con armonía, con paz y, sobre todo, con amor. Porque si no, dura cosa es dar coces contra el aguijón. Yo he perdonado todo lo que tenía que perdonar, de corazón y de verdad, porque la persona que tiene a Cristo en su alma, que es la personificación de la humildad, no puede obrar de otra manera.
¿Por qué oculta la identidad de la persona que tanto le hizo sufrir?
Porque pienso que con decir “el padre de mi hija” ya es suficiente. Y también para evitar otras cosas. Porque yo trato de evitar siempre. Lo que he hecho toda mi vida es coordinar que se lleven bien las personas, he hablado bonito de unos que eran enemigos de otros y después han sido amigos. Todo eso hay que hacerlo.
La persona a la que La Chana no nombra fue responsable de anularla completamente y de retirarla de los escenarios durante más de un lustro. Arruinó su carrera profesional —gestionaba los contratos y los ingresos de la bailaora— y convirtió su vida en un horror: control absoluto, palizas y sumisión bajo amenazas de muerte eran el menú de cada día para una artista tan poderosa sobre las tablas como desarmada fuera de allí.
Con 17 años, cuando estaba despuntando como bailaora, un guitarrista gitano rondó a La Chana. Una noche la robó, la hizo suya para siempre, qué otro hombre la iba a querer si ya había estado con él. Desde entonces, y durante casi veinte años, su relación fue la otra cara de la moneda en la vida de la bailaora, la cruz, la que nadie conocía y la que estuvo a punto de llevar a La Chana al suicidio.
¿Qué era para usted el baile?
Para mí, aparte de Jesucristo, era mi vida entera. Porque yo nací verdadera y exclusivamente para bailar.
¿Alguna vez se imagina cómo hubiera sido su vida sin bailar?
No, porque desde muy niña ya sabía que iba a bailar.
La Antoñeta nació en Barcelona el 24 de diciembre de 1946 y su primer recuerdo subida en el escenario es de cuando tenía tres o cuatro años, en un tablao en la calle en las fiestas de su barrio, la Torrassa, en L’Hospitalet de Llobregat. Con nueve pasó una noche en vela tratando de memorizar un compás de seguiriya que había escuchado en la radio. A la mañana siguiente se coló en la fábrica de ladrillos que había junto a su casa y tomó un par para poder zapatear sobre ellos el ritmo que había fijado en su cabeza. Esos ladrillos fueron el primer tablao y su mesa de estudio, a escondidas de su madre y su padre, que no aprobaban esas veleidades. Con once años, la niña trabajaba en una fábrica de hilos y, durante el descanso para el bocadillo, bailaba para sus compañeros a cambio de un refresco. Su tío Chano fue cómplice y mentor, guardando el secreto y abriendo algunas puertas que llevarían a las primeras actuaciones profesionales, cuando La Chana contaba tan solo 14 años.
¿Ve usted algo de La Chana en las bailaoras de ahora?
Pues sí, son mis amigas pero, claro, el tiempo lo ha modernizado, como en todas las cosas, y es normal. Pero el vino de Jerez tiene que seguir siendo el vino de Jerez y lo jondo tiene que seguir siendo jondo. Tienen muchas facultades todos los que bailan, muchas, pero no es solo eso. Yo he tenido siempre mucha fuerza y velocidad, pero eso no ha sido la cosa a la que me he aferrado. Mi fuerza y mi velocidad han estado al servicio de mis entretelas, de mi alma. Cuando lo manda mi alma, entonces esto obra y es cuando está vivo. Y si está vivo, está hablando, transmitiendo. Porque lo jondo somos nosotros, nuestro yo, nuestra verdad, nuestra alegría, nuestra pena, nuestra rabia, nuestra protesta, nuestra sensibilidad,… todo lo benigno está ahí pero hay que sacarlo.
Usted ganó mucho dinero. ¿Lo disfrutó?
Más bien lo repartía, tenía que ayudar a la familia, a los hermanos, a los padres. Era un momento malo cuando yo era jovencita. Darle a mi madre lo primero que ganaba, 300 pesetas al día, cuando con cinco duros una familia comía y podía hacer una olla, era mucho dinero, muchas pesetas. A los cuatro o cinco meses ganaba 500 pesetas cada día. Me hubiera podido comprar mi madre 20 pisos. Lo que pasa es que no pensaba en eso, pensaba en que si se lo daba, ellos se lo daban a los demás, que no tenían. Pero no me importaba, mientras yo bailara que hicieran lo que quisieran con el dinero.
En el tablao Los Tarantos, en Barcelona, el genio de La Chana empezó a deslumbrar. No había cumplido 20 años y su nombre ya sonaba en los mentideros flamencos con tanta fuerza como la que ella imprimía a sus actuaciones. Salvador Dalí —acompañado por dos panteras— se convirtió en habitual, pese al miedo que le provocaban los dos felinos a la joven bailaora. También allí la vio el actor Peter Sellers, quien quedó prendado y la contrató para su película The bobo. “Es el caballero más caballero que yo he conocido —recuerda La Chana—. Me enseñó mi imagen por primera vez en la pantalla, porque yo no me había visto bailar ni en el espejo. No estudio para mirarme a ver cómo quedo mejor porque cuando las cosas se hacen con raza, pureza y autenticidad del corazón, como te quedes está bien. Peter Sellers me enseñó la película y lloré. Y él también lloró. Me asusté porque no me podía imaginar ver a una personita pequeñita, blanquita, con mis rasgos, con esa cara tan fuerte, y esa velocidad. El corazón me palpitó y lloré fuerte como una niña pequeña asustada”.
Tras la película, la carrera de La Chana despegó. En 1968 comenzó a bailar regularmente en el tablao Los Canasteros, regentado en Madrid por Manolo Caracol, donde acudía toda la gente guapa y los artistas de la capital. Un año después sale de gira europea, alterna actuaciones en Canarias con otras en la Costa Brava y suma varias temporadas en las que no deja de bailar ni una sola noche. En 1973 se instala en la sala Florida Park, en Madrid, donde permanecerá cuatro años. En febrero de 1977 protagoniza el programa de televisión Esta noche… fiesta, dirigido por José María Íñigo, que se emitía en directo desde allí. Esa actuación catapultó su fama y dio paso a dos años de innumerables galas y actuaciones rematadas por una larga gira por Argentina y Chile. Un enorme éxito profesional que La Chana compaginaba con el terror doméstico. Entonces, se hizo el apagón y su nombre dejó de aparecer en los luminosos. El silencio.
¿Ha sentido algún menosprecio por ser mujer en el mundo del flamenco?
No. Es una pregunta que no corresponde. Donde yo he ido sí he notado un poco de cosita entre profesionales en los hombres de Madrid, cuando vine aquí, por bailar diferente, muy rápido y muy fuerte. Pero yo me lo quitaba porque iba y les decía “oye, por qué no me enseñas un paso que hiciste que te lo vi ayer”. Y qué ilusión les hacía: “Cuál, dime cuál”. Y yo lo hacía mal a propósito, porque eran muy fáciles. Y ya eran mis amigos. He pensado y no encuentro a nadie que no me quiera de los que conozco. Pero no hago nada para que me quieran. Simplemente, no hago mal. Si puedo, hago bien y ayudo. Pero no por eso soy mejor persona, porque no lo soy, tengo unos defectos que vaya, vaya. No creo tener enemigos, no lo sé. Pero sí sé que la gente que me rodea, muchos artistas, me quiere porque saben lo que me pasó.
¿Es el flamenco lo más grande de los gitanos?
No es de los gitanos. Los gitanos somos un pueblo músico, y en el pueblo donde hemos nacido —ya sea Yugoslavia, Alemania, Rusia, de donde era Yul Brynner y donde los mejores violinistas son gitanos, o España—, como tenemos vivencias y enseñanzas diferentes, somos los mejores intérpretes de la música de ese país.
¿Cómo se vive el flamenco en Catalunya?
Es diferente a Andalucía porque son diferentes las maneras de pensar y de sentir. A los andaluces parece que los conoces de toda la vida cuando acabas de conocerlos, son gente muy amena. Catalunya es un pueblo más cerrado para sí mismo, aunque sea mi pueblo. Soy española, totalmente, con todo el orgullo. He nacido en Catalunya pero también soy de Castilla, de Madrid, porque he vivido aquí muchos años y tengo muchos amigos y aquí fui lo que fui.
Lola Flores fue una de las amistades a las que recurrió cuando le cerraron las puertas y, por ejemplo, no le dejaban actuar en la sala Xénon, en Madrid, que ella misma había inaugurado. “Se lo comenté y ella me dijo ‘porque tú eres tonta’, así enfadada. Pero ella tenía otras libertades y yo no”, recuerda la bailaora.
Peret, otro amigo cercano, fue muy importante para La Chana —“le pedí ayuda para una improvisación que hice en Barcelona y no dudó en hacerlo. Fue la primera vez que bailé rumba, porque nunca lo había hecho. La rumba no es lo mío, el flamenco es otra cosa”— y un comentario suyo sirvió para que empezara a pensar en volver a bailar, tras cinco años de ausencia. El rey de la rumba le dijo que había soñado con ella y la había visto bailar con la bata de cola. A partir de ahí, La Chana se afanó con determinación en hacer realidad su regreso. Lo consiguió y, además, dejó atrás el pasado y encontró la felicidad.
“Ya no quiero hablar más”. Así sea, Antoñeta, merecido lo tiene.
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