“Una mentira puede haber recorrido la mitad del mundo mientras la verdad está poniéndose los zapatos”. Esta frase del pastor bautista inglés Charles Spurgeon ya debía de ser buena allá en el XIX. Pero es imposible, totalmente imposible, que Spurgeon supiera lo buena que iba a acabar siendo ya bien metidos en el siglo XXI. El periodista de The New Yorker Andrew Marantz ha utilizado el aserto de aquel pastor para cerrar Antisocial. La extrema derecha y la ‘libertad de expresión’ en Internet (Capitán Swing, 2021), una crónica que levanta acta del fin de la tecnoutopía y fija las coordenadas de un nuevo mundo en el que la tan prometida “democratización de la información” ha resultado en carajal donde circulan libremente las falsedades, hacen su agosto troles y sociópatas e ideas que dábamos por enterradas desde la derrota ideológica del fascismo vuelven a campar a sus anchas. Todo ello al servicio de uno de los negocios más colosales de la historia de la humanidad y con un coste cada vez más elevado para la democracia.
¿Qué cuenta Antisocial? Si hubiera que resumirlo muchísimo, esto: cómo un grupo de cerebritos convencidos de tener el mundo a sus pies, con Mark Zuckerberg a la cabeza, prometieron un mundo “interconectado” y “social” y acabaron cebando un auge global de la ultraderecha con epicentro en la Casa Blanca. Mientras los niños prodigio pagan su error haciéndose multimillonarios, una plétora de radicales marginados durante la era analógica aprovecharon la oportunidad para abrir paso a discursos de odio que se creían superados por la democracias liberales. “Es un libro –resume su autor– sobre cómo lo impensable se convierte en pensable”. Y no se refiere a la tecnología, sino a las ideas, terreno donde se ha producido la paradoja: resultó que los viejos prejuicios han regresado ahora, con marchamo de “incorrección política”, a demostrar su óptima adaptación a un ecosistema digital que promueve la superficialidad y el conflicto.
Con todo ello se explica, razona Marantz, que hoy en Estados Unidos haya vuelto a ser “pensable” la deportación de niños. No es una desgracia caída del cielo. Hay dos grandes fuerzas que empujan el debate público hacia la locura. Las big tech hacen caja con los contenidos adictivos, extremos y polarizadores. Los instigadores del conflicto ganan público, influencia y poder. Y el periodismo, antaño organizador de un relato sobre el mundo basado en hechos verificables, asiste impotente mientras unos le quitan publicidad y otros audiencia.
“Querían ‘cambiar el mundo’, pero no se molestaron en especificar que querían cambiarlo para mejor”, escribe Marantz, que apenas oculta el sarcasmo al recordar cómo Zuckerberg iba de “Robin Hood”. LiveJournal, WordPress, Blogger, Movable Tipe, My Space, Reddit, Twitter, Youtube o Facebook no trajeron la prometida “democratización la información, pero sí lograron dinamitar una jerarquía periodística sobre cuyas ruinas los cazadores de clics de Upworthy han llegado a reportar más visitas que The New York Times. La lógica –periodística– de la relevancia informativa ha sido carcomida por la lógica –mediática– de la lucha por la atención. Ese es un fenómeno sin el que difícilmente hubiera llegado a la presidencia un hombre al que el The Washington Post atribuye 30.000 mentiras.
Las redes sociales, explica Marantz, primero impidieron aplicar a Donald Trump un “apagón” mediático durante su ascenso y luego le permitieron comunicarse directamente con una inmensa audiencia-electorado, declarándose exento de la fiscalización del periodismo y mintiendo a diario en Twitter. Como colofón, ha irrumpido en la escena un abanico de nacionalistas blancos, extremistas y filonazis que a través de webs, canales y cuentas a priori marginales han logrado cambiar el “vocabulario nacional”. Tienen algo a su favor: el contenido basura es fácil de producir y la distribución está garantizada. Ahí están esperando, sin apenas filtros, Google y Facebook y Youtube, y sin ningún filtro ni control en absoluto Whatsapp, propiedad de Facebook.
Así es como Marantz explica cómo Trump, el padre del birtherism, aquella falsedad según la cual Obama no había nacido en Estados Unidos, se convirtió en presidente. Simplemente era “el influencer más influyente”, explica. Pero la alerta de Marantz va más allá de Trump: aunque ahora haya perdido, la llamada “ventana de Oberton”, ese marco que delimita lo concebible de lo inconcebible en democracia, ya está hecha añicos. Uno de los troles resentidos convertidos en propagandistas de éxito en los que se detiene el autor de Antisocial, Mike Cernovich, derechista radical y teórico de la conspiración, trumpista hasta la médula, explica sin complejos las nuevas reglas: “Sólo necesitas tener un móvil inteligente y huevos, y con eso ya puedes hacer periodismo de verdad”. Y también: “Antes los medios eran capaces de controlar el relato. Pues que os jodan, hijos de puta. Los bárbaros están a las puertas. Ahora todo el mundo tiene una voz”.
Mentira y extremismo
De modo que ya está aquí la ansiada “democratización de la información”. Si tomamos la evidencia académica disponible, su resultado sería doble: 1) Proliferación de la mentira. 2) Auge del radicalismo político, especialmente el populismo ultraderechista e identitario. Veamos algunos estudios. The spread of true and false news online, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, ha concluido que las noticias falsas en Twitter corren un 70% más rápido que las verídicas, hallazgo obtenido tras el análisis de 126.000 historias tuiteadas por 3 millones de personas más de 4,5 millones de veces. Una investigación de la BBC centrada en India, Kenia y Nigeria vincula directamente la difusión de notificas falsas con el auge de ideas nacionalistas, que se adaptan como un guante a la inmediatez y la emocionalidad de las redes. Otra de la Folha de São Paulo cuantificó en un 97% de las noticias compartidas por Whatsapp por los seguidores de Bolsonaro durante la campaña en Brasil que eran distorsiones o lisamente mentiras. En torno a 126 millones de estadounidenses, un tercio de la población del país, recibieron contenido respaldado por Rusia en Facebook durante la campaña de 2016. La vinculación del éxito de Trump con la difusión de contenido dudoso está acreditada por numerosos informes, como Trump 2016, ¿presidente gracias a las redes sociales?, del profesor de Comunicación Roberto Rodríguez Andrés. La confluencia de facilidades para la mentira y oportunistas deseosos de utilizarlas ha llegado incluso al Parlamento británico, que publicó un informe en 2019 en el que acusaba a Facebook de comportarse como “un gángster digital”.
El Eurobarómetro de otoño de 2019 ya dejaba datos para la preocupación por el fenómeno en España. El 83% afirmaba encontrarse “a menudo” con noticias falsas. Y sólo un 55% de veía fácil detectarlas (además, cabe preguntarse si estos son autoindulgentes con su respuesta). La investigadora Carolina Plaza sintetiza en unos brochazos en Agenda Pública la ventaja competitiva del radicalismo excluyente en este terreno de juego: “Las redes sociales han servido como herramienta indispensable para los partidos de derecha radical, ya que les han permitido superar el bloqueo de los medios e interactuar directamente con las audiencias [con] ideas no sujetas a los efectos ideales de la intermediación mediática como son, por ejemplo, la comprobación de los hechos”.
Hay amplia coincidencia sobre una idea: el iliberalismo ha encontrado en Internet un estrado privilegiado. El sociólogo Iago Moreno coincide en que las redes tienen “un peso clave en el auge de la extrema derecha”, aunque sitúa sus causas profundas en factores más puramente políticos. “La derecha radical es consciente de que la esfera digital no es un ágora democrática libre e igualitaria, sino un espacio marcado por enormes asimetrías de poder. Despliegan campañas basadas en cuentas bot, reclutan troles y experimentan con todo el abanico de posibilidades de la red”, explica. Y añade: “Hemos pasado a ser náufragos digitales. Las redes han frustrado las promesas sobre la era digital. Más que circunvalar la desinformación y la censura de los grandes medios, se han vuelto un altavoz para los mensajes de odio y una estresante fuerza que marca la agenda con anécdotas y polémicas huecas”.
Toma la palabra Enrique Fárez, director de MMI Analytics: “Las redes sociales y las tecnologías de automatización de mensajes (bots) son perfectas para la propagación de discursos antidemocráticos. Lo sabemos desde las elecciones en Estados Unidos, el escándalo de Cambridge Analytica. Los mensajes plagados de mentiras e intoxicación son difundidos a través de una red de actores, cada uno con un papel en la larga cadena de la manipulación, y alimentados por una inversión millonaria y apabullante tecnología”. Y sigue el hilo Thomas Carothers, investigador en calidad democrática de la Fundación Carnegie, que también detecta el efecto de la misma carcoma. Las redes, explica, tienen “un papel directo en la exacerbación de la polarización política”, fenómeno que ha estudiado a fondo. ¿Por qué? Al “reducir las barreras de entrada a la información, incentivan los contenidos incendiarios y atractivos”, explica Carothers a infoLibre.
Polarización
Los estudios han demostrado que la pugna por contenidos que atrapen la atención presenta un claro sesgo hacia las “opiniones extremas”, añade Carothers. Una investigación publicada en Nature, obra del investigador Luke Munn, concluye que el funcionamiento de Facebook “privilegia el contenido incendiario, estableciendo un bucle de estímulo-respuesta en el que la expresión de la indignación se hace más fácil e incluso se normaliza”. En cuanto a Youtube, su “sistema de recomendaciones” conduce hacia contenidos “extremos”, señala Munn. Carothers añade que el problema no es sólo que los usuarios queden atrapados en “burbujas”, recibiendo continuamente contenido que reafirmar sus sesgos y dificultando el diálogo. Es que, además, la exposición a contenidos extremos “está remodelando la forma en que los usuarios perciben las noticias, los acontecimientos o los puntos de vista en competencia”.
Este es un punto clave: las redes fomentan la polarización y el tribalismo. Gordon Hull, director del Centro de Ética Profesional y Aplicada de la Universidad de Carolina del Norte, lo ha sintetizado en un artículo de referencia. La publicidad específica utilizada en las noticias de Facebook ayuda a crear “filtros burbuja”, de modo que “funciona determinando los intereses de los usuarios a partir de los datos que recopila de sus búsquedas y sus me gusta”, expone.
“Dentro de un filtro burbuja, los individuos sólo reciben básicamente el tipo de información que ellos mismos han seleccionado previamente o, y esto es más peligroso, que terceras partes han decidido que les interesa”, explica. Y añade: “Lo malo es que dentro de un filtro burbuja la persona nunca recibe noticias con las que no esté de acuerdo […]. Todo esto se combina para significar que el mundo de las redes sociales tiende a crear grupos pequeños y profundamente polarizados que tenderán a creer todo lo que oigan”. No olvidemos que ya tenemos base psicológica para caer en esta repliegue político. La mente humana, como han demostrado entre otros investigadores los del Proyecto de Cognición Cultural de Yale, se inclina a interpretar las nuevas pruebas a la luz de las creencias previas. Se llama “sesgo de confirmación”. Estamos lejos de saberlo todo sobre los logaritmos de los gigantes digitales, pero es seguro que son aliados estrechos del sesgo de confirmación.
El reino de la “bulocracia”
Hay algo que Marantz quiere dejar claro en Antisocial: “Por muy neutral que pueda parecer una plataforma, siempre hay alguien en un segundo plano”. Es decir, lo que ocurre en la red no es fruto de la actuación espontánea y desmadrada de una multitud a la que por fin se ha liberado de la unidireccionalidad de los mass media. El control que hoy ejercen sobre los flujos de comunicación Facebook o Google, sobre cómo vivimos y consumimos, no entraba ni en los sueños más excesivos de los viejos magnates de los medios de comunicación. La “bulocracia”, como la llama el consultor y periodista Juan Carlos Blanco, tiene detrás la lógica del beneficio económico.
“El modelo de negocio de las redes sociales y las plataformas está centrado en la acumulación de datos. Eso necesita que haya cuantos más usuarios mejor. Prima lo cuantitativo sobre lo cualitativo. Y para atraer a más usuarios, se recurre a contenidos más impactantes. Los algoritmos de Facebook o Youtube [propiedad de Google] priorizan elementos impactantes y cámaras de eco, que te dan acceso a los contenidos que refuerzan tus creencias previas”, explica Blanco, autor de un blog de análisis sobre comunicación y política. Los gigantes digitales, entre ellos Google y Facebook, llevan años aparentando contrición y autoenmienda por sus estragos al tejido democrático mientras “siguen promoviendo contenidos sensacionalistas o falsos que enganchan a las audiencias y les permiten acceder a más y más datos con los que refinan sus mensajes publicitarios. Un bucle adictivo. Y un negocio casi perfecto”.
Blanco cree insuficiente un análisis que considere a las big tech como multinacionales cuya actividad ha adquirido tal dimensión que requiere esfuerzos políticos de los gobiernos. No. Son eso y más. Se han erigido, afirma, en “naciones pantalla” que libran de tú a tú con los Estados una lucha por cuotas de poder mundial. “Reinos feudales con mesas de ping-pong”, señala Blanco. A su juicio, el problema central es que su modelo de negocio socava “las reglas del juego de la democracia”, al facilitar una autopista para la información basura que acaba minando la credibilidad de pilares básicos del sistema democrático: política, periodismo, universidad, sindicatos…
La manipulación del ‘homo digitalis’
Hay otro factor con el que ningún tecnooptimista pareció contar. Lo expresa Marantz en Antisocial: “Personas inteligentes y bienintecionadas son incapaces de distinguir la simple verdad de informaciones falsas viralizadas”. El homo digitalis es ante todo manipulable. Una portería vacía para el gol de propagandistas y anunciantes. Michael Kosinski, psicólogo y experto en datos de la Universidad de Stanford, ha demostrado que el análisis de los me gusta de Facebook es capaz de determinar las creencias políticas básicas. Certezas así han impulsado a una segmentación extrema de los mensajes publicitarios y políticos. No siempre con resultados edificantes.
Una investigación de ProPublica prueba que Facebook permite insertar anuncios dirigidos a antisemitas. ¿Otro estudio poco tranquilizador? Karsten Müller y Carlo Schwarz, dos investigadores de la Universidad de Warwick, han logrado establecer una relación entre el uso de redes sociales y los delitos de odio en Alemania. A preguntas de este periódico, Schwarz recupera un elemento central del estudio: “Podemos demostrar que la relación entre el uso de Facebook y los delitos de odio contra los refugiados desaparece en las semanas en las que un municipio sufre un grave corte de Internet”.
Ver artículo original