Con motivo del centenario de Luis García Berlanga disfruté el jueves pasado de un concierto ofrecido por la banda de la Societat Musical Eslava de Albuixech en la Puerta del Sol. Mientras escuchaba con emoción el pasodoble de Bienvenido Mister Marshall, recordé la famosa acusación que Francisco Franco lanzó contra el director de cine: “Ya sé que Berlanga no es un comunista, pero es algo peor: un mal español”. El dictador había justificado su golpe militar en el derecho a decidir quiénes eran buenos o malos españoles, mezclando las diversidades políticas con la identidad nacional. Y Berlanga, que desde luego no era comunista, tampoco era un “buen español”, porque no se había tomado en serio la retórica gloriosa de la escopeta nacional.
Una vez cubierto el trámite de la libertad contra el comunismo, nos llega ahora un capítulo todavía peor: “los buenos y los malos españoles”. Eso se llama jugar con fuego antidemocrático.
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A vueltas con España, la literatura y la historia han recogidos muchos momentos de una dinámica dañina. Según cada época, uno puede encontrarse con demasiadas tristezas. Galdós recoge en sus Episodios Nacionales a muchos carlistas entregados al ejército francés de Los cien mil hijos de San Luis, gritando en catalán y vasco “muera la nación y viva el dogma”, porque el nacionalismo español era propio de los peligros liberales. Los nacionalismos periféricos, más allá de su legitimidad, han sido siempre el mejor aliado del tradicionalismo para evitar las opciones progresistas en España. Bien lo supo ver la UCD en la Transición. Celebradas las primeras elecciones en 1977, la lista del PSOE-PSC consiguió el 28,16% de los votos; los comunistas del PSUC consiguieron el 18, 3% y la UCD, como tercer partido, el 16, 9%. Tardaron poco en alentar desde el Gobierno la solución Tarradellas para interrumpir en Cataluña el peligro socialista.
En esta dinámica de nacionalismo, patriotismo, progreso e intereses económicos, cuando no se quiere debatir de política social (sanidad, educación, alquileres, cultura, fiscalidad, reformas cívicas…), aparece la denuncia contra la antiespaña. Fue esa denuncia la que provocó la reacción de Miguel de Unamuno ante Millán Astray el 12 de octubre de 1936 en la Universidad de Salamanca. Luis García Jambrina y Manuel Menchón acaban de publicar el libro La doble muerte de Unamuno (Capitán Swing, 2021) en el que analizan el contexto de la reacción de Unamuno, después de soportar ofensas contra los vascos, la inteligencia y los antiespañoles.
El autor de Vida de don Quijote y Sancho, español hasta los huesos, había apoyado en un principio el golpe de Estado en nombre de la civilización cristiana occidental. Comprendió su error al comprobar la capacidad de odio y los numerosos asesinatos que se cometían en el patriotismo de la Cruzada. Contra su propio error, contra el fanatismo patriotero convertido en violencia, no pudo callarse y pronunció aquella famosa frase de “ganaréis, pero no convenceréis”.
García Jambrina y Menchón aciertan al destacar el recuerdo que hizo Unamuno aquel día de 1936 del escritor filipino José Rizal. La indignación del patriota Miguel de Unamuno por el uso perverso de los sentimientos patrioteros y las demagógicas acusaciones de traición a España habían quedado antes de manifiesto en su epílogo al libro Vida y escritos del doctor José Rizal (1907) de W. E. Retana. Se dolió de la ejecución del independentista filipino, porque San José Rizal era un escritor en español, amante de España, que no quiso independizarse de la Metrópoli, pero que se había visto empujado a defender opciones radicales por los desprecios y desconsideraciones contra Filipinas. Culpó de ello a los errores políticos y a “esta miserable e incomprensiva prensa, una de las principales causantes de nuestra desgracia”. El fanatismo y la manipulación política facilitaron que España y el español desapareciesen de Filipinas.
Hablar de los malos españoles dentro de España, como de los malos catalanes dentro de Cataluña, supone construir la identidad demagógica y cerrada que necesitan personajes como Millán Astray para gritarle a Unamuno: “Muera la inteligencia”. Por fortuna, la muerte de la inteligencia ahora no implica la ejecución de amigos. Don Miguel sufrió, entro otras muchas, la ejecución de su discípulo Salvador Vila, rector de la Universidad de Granada, de Federico García Lorca y del pastor protestante Atilano Coco. En una carta conmovedora de la viuda de don Atilano, anotó el escritor bilbaíno las palabras con las que, por honestidad patriótica, se atrevió a rechazar las proclamas fanáticas de los intolerantes.
¿Sobre qué documento deberemos escribir nuestra protesta contra el fanatismo? ¿Sobre las inversiones en educación pública? ¿Sobre la degradación comunicativa de la información? ¿Sobre los que se empeñan en hablar de España, nuestra España, como si fuese una propiedad privada? ¿O sobre la triste irresponsabilidad de algunos partidos políticos?
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