John Reed, cómo ser periodista y rojo

Por Zenda  ·  17.10.2017

Periodistas que estaban en el lugar oportuno en el momento adecuado ha habido muchos. Periodistas que estuvieran presentes en el acontecimiento más importante del siglo XX —la revolución rusa del 17— hubo pocos. Y de esos pocos, menos aún que fueran norteamericanos. Ser norteamericano no es asunto baladí; sólo en Estados Unidos –y algo menos en Gran Bretaña– los periodistas disponen de altavoces de alcance mundial. El único informador que a todos esos requisitos sumaba, además, una pluma brillante para describir momentos épicos se llamaba John Reed.

Fruto de esas vivencias es una de las obras cumbre del periodismo: Diez días que sacudieron el mundo. La editorial Nórdica acaba de sacar una cuidadísima edición de un libro que ya necesitaba con urgencia que alguien lo desempolvara y le sacara brillo. Íñigo Jáuregui, con su nueva traducción no sólo ha cambiado el estremecieron por el sacudieron del título, sino que ha conseguido extraer del relato toda la viveza original. Si añadimos las ilustraciones de Fernando Vicente y el esmero de la edición, tendremos el ejemplar que una obra de referencia como ésta merece.

Para convertirse en el testigo más fiable de la revolución rusa, John Reed sólo tenía un problema grave: era revolucionario. Eso que hoy descalificaría a cualquier informador, entonces se convirtió en una grandísima ventaja: ningún otro periodista, y menos norteamericano, pudo desenvolverse sin trabas en el círculo más cercano a Lenin y Trotsky, los artífices de aquel vuelco dramático a la historia de la humanidad.

Un niño bien con inquietudes

Reed fue un niño bien, criado en una mansión de Portland (Oregón), atendida por diligentes criados chinos. Pronto demostraría un desaforado interés por la escritura y, en concreto, por el periodismo. Tras graduarse en Harvard, en 1910 realizó un largo viaje por varios países europeos, entre otros España, donde no debió de dejar mucha huella o por lo menos no se ha estudiado.

Se instaló en el Greenwich Village neoyorquino, realizó sus primeros trabajos periodísticos y pronto se imbuyó de las inquietudes socialistas y literarias del barrio ocupado ya por la izquierda exquisita. Trabajando para un periódico cuya cabecera —The Masses— habla por sí misma, fue encarcelado y sufrió en sus carnes lo que consideraba brutalidad policial. Su crimen había sido apoyar a unos huelguistas exaltados. Sus biógrafos dicen que esta experiencia le radicalizó.

Pero donde se convirtió en revolucionario fue en México cubriendo en 1913 la intervención de Estados Unidos. Cayó fascinado por la personalidad de Pancho Villa. Su estancia en el vecino del sur dio pie a su muy interesante libro México insurgente (Txalaparta, 2005). Su carrera hacia la revolución continuó con numerosos reportajes comprometidos. El más notable fue el realizado en Colorado en 1914 pocos días después de la conocida como masacre de Ludlow. La Guardia Nacional y los mercenarios de la Fuel & Iron Company —propiedad de Rockefeller— cargaron contra los más de mil obreros en huelga, sus mujeres y sus hijos, con el resultado de dos docenas de muertos.

John Reed y Warren Beatty

Resulta fácilmente comprensible que ante acontecimientos como estos, el joven soñara con cambiar las cosas y fijara su mirada en lo que estaba ocurriendo en Rusia, donde ya se veía venir el paraíso en la tierra. Así que se largó a Europa, donde se libraba una gran guerra. En principio, se sintió frustrado como periodista. La censura era férrea y no consiguió ni acercarse al frente. De hecho, pasó la mayor parte del año 1914 emborrachándose en prostíbulos y flirteando con las mujeres europeas. John Reed —al igual que Warren Beatty quien le encarnó en la película Rojos—fue un gran conquistador.

Su conclusión fue que aquella era una confrontación de mercaderes. “La guerra real” —escribió—, “de la cual esta súbita explosión de muerte y destrucción es sólo un incidente, empezó hace mucho tiempo. Ha ido creciendo durante décadas, pero sus batallas han sido tan poco publicitadas que apenas sí se han notado”. Sabía que era solo el avance de la verdadera gran guerra que libraría la humanidad entera: la revolución.

Aburrido de la Europa occidental, las noticias de la masacre de Gallipoli le llevaron a Costantinopla. La guerra en el Este no tenía nada que ver con lo que había visto en el Oeste. De Turquía pasó a Grecia y de allí a Serbia, Bulgaria, Rumanía, Besarabia (la futura Moldavia) y Rusia. Aquellos países le apasionaron, porque en ellos se estaba cocinando la revolución. Así lo contó en The War in Eastern Europe (1916), libro inencontrable en castellano.

Una relación abierta

Entre sus viajes, intercalaba estancias en Estados Unidos y visitas a su madre en Portland. En uno de esos recesos, conocería a Louise Bryant, una joven provinciana a la que moldearía a su imagen y semejanza. Juntos se instalaron en Manhattan y practicaron un estilo de vida bohemio y revolucionario para la época. Su pareja era tan abierta —cada uno podía mantener relaciones con quien quisiera—, que hasta llegaron a compartir techo con el amigo de John, y amante de Louis, Eugene O´Neill, el muy notable dramaturgo que años después llegaría a ser premiado con el Nobel.

Aquellos meses felices transcurrieron con un ojo puesto en lo que estaba sucediendo en Rusia. John y Louise viajaron como periodistas, aunque su intención iba más allá que el mero contar al mundo lo que ocurría: querían aprender de aquel proceso extraordinario para trasladarlo a Estados Unidos. Consiguieron ser testigos de todos los pormenores de la revolución: interminables y multitudinarias asambleas, reuniones políticas entre las distintas facciones revolucionarias, la represión zarista, la movilización popular, el hambre de la población.

Una lectura sin prejuicios

Se podrá estar de acuerdo o no con John Reed. Nos parecerá partidista y poco objetivo, pero si se quiere comprender lo que pasó en Rusia y en el mundo hace cien años, es necesario leerlo con los menos prejuicios posibles. Es necesario hacer un ejercicio de imaginación para situarse en aquel momento concreto: que el hecho de saber el final de la revolución no nos ciegue. En el prefacio del libro ya dice N. Lenin (así firmó, con la ene de Nicholas) que “antes de aceptar o rechazar estas ideas es preciso comprender toda la trascendencia de la decisión que se toma”.

Reed fracasó al llevar sus ideas a América, donde como se sabe no triunfó el comunismo, pero el capitalismo se hizo menos infernal. Murió en un hospital de Moscú, mientras su mujer le apretaba la mano. El tifus y la falta de medicinas le arrebataron la vida en el mes de octubre de 1920, tres años después de aquellos estremecedores días. La Unión Soviética le tributó un funeral digno de un héroe. Su cuerpo está enterrado ante los muros del Kremlin.

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