Personas posando con mascarillas. Calles vacías y comercios cerrados. Carteles recomendando mantener la distancia social. Y también la cara más palpable del horror: hileras de camas separadas en hospitales improvisados y escasez de ataúdes para enterrar a los muertos.
Las imágenes que ilustran en los libros de historia la pandemia de 1918, causada por la mal llamada “gripe española”, nos resultan inquietantemente familiares en este 2020. Estas postales acompañan también The Great Influenza: The Story of the Deadliest Pandemic in History, la obra del prestigioso escritor e historiador estadounidense John M. Barry, que acaba de reeditar en castellano Capitán Swing (La gran gripe. La pandemia más mortal de la historia, 2020).
La primera gran epidemia del siglo XX está considerada la más mortal de la historia: estimaciones recientes sitúan en 100 millones el número total de fallecidos. Sin embargo, a pesar de datos tan colosales, el relato de esta enfermedad y sus efectos resultan hoy poco conocidos. Apenas hay referencias a esta crisis, que coincidió en el tiempo con los años más duros de la I Guerra Mundial, en la cultura popular: ni el cine ni la literatura de masas la han retratado en detalle.
Desde su casa en Washington DC, a través de videoconferencia, Barry desliza esa simultaneidad entre ambas masacres –uno causada por un virus; y la otra por la acción del hombre- como un factor que podría explicar este silencio. “Es muy difícil de separar la pandemia de la propia guerra, probablemente uno de los conflictos bélicos más estúpidos y mortíferos que hayan ocurrido nunca”, señala.
En barco de EEUU a Europa
El origen primigenio de la gripe de 1918 todavía hoy sigue siendo motivo de debate entre científicos – el apellido de española se le dio porque España, neutral en la guerra, fue durante muchos meses el único país en el que se informaba sobre el virus: las autoridades del resto de países ocultaron su gravedad para no desviar la atención ni los recursos del frente bélico. En lo que sí coincide la historiografía es en el primer caso registrado oficial de este virus, en un campamento militar del estado de Kansas (EEUU), en marzo de ese año.
A partir de aquí y como en un macabro dominó decenas de campos del ejército, por todo Estados Unidos, sufrieron contagios masivos. Soldados sanos enfermaban repentinamente y, en algunos casos, “morían apenas 24 horas después de los primeros síntomas”, explica Barry.
Las escenas relatadas con precisión en el libro son dantescas: enfermeras sobrepasadas por la avalancha de enfermos que contabilizaban como fallecidos a soldados agonizantes, pero que todavía respiraban, o cadáveres apilados en las calles, una vez el virus se extendió a las ciudades, ante el miedo a enterrarlos y contagiarse.
Otro de los consensos científicos hoy es que las tropas estadounidenses viajaron con el virus a Europa en los meses de primavera y verano de 1918. El puerto francés de Brest, a donde llegaban los barcos desde Norteamérica para luchar en la Gran Guerra, fue uno de los epicentros de la crisis, diezmando por igual a las tropas yanquis, francesas y de otros países participantes. Poco a poco el resto del continente fue arrodillándose ante esta versión de la gripe tipo A (un influenza virus H1N1, de la misma familia que los causantes de otras epidemias como la gripe porcina y la aviar).
“Mataba a los jóvenes y a los fuertes”
A diferencia de otros brotes epidémicos de gripe –y a diferencia de la propia Covid-19–, en 1918 el mayor número de muertes se produjo entre personas menores de 40 años. “La gripe casi siempre elige a los más débiles de una sociedad, y mata a los más jóvenes y a los más ancianos. Es oportunista en sus instintos, igual que un maltratador. (…) La gripe de 1918 no concedía esa gracia. Mataba a los jóvenes y a los fuertes”, escribe Barry en el libro.
El motivo, apunta la literatura científica, hay que buscarlo en la propia virulencia del virus. “Creo que la hipótesis principal es que los jóvenes tienen un sistema inmune más fuerte y éste sobre-reaccionaba ante el virus, lo cual provocó muchas de las muertes. Probablemente la mayoría murió de neumonía bacteriana”, señala Barry.
La otra gran diferencia con la actual pandemia, apunta este historiador –que ha asesorado en cuestiones de salud pública a las Naciones Unidas, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y al propio gobierno de EEUU-, está en la duración de ambas crisis. Aquella versión de la gripe se movía a toda velocidad, tanto en la incubación del virus como en sus posteriores síntomas y efectos. Lo cual agilizó también la expansión de la epidemia y su posterior atenuación, ya en 1919.
“La Covid-19 se mueve mucho más despacio”, apunta Barry. “El periodo de incubación es tres veces más lento, la enfermedad es más larga y por tanto la transmisión entre casos también es más lenta. Esto estira todo e incrementa el estrés tanto psicológico como económico para la sociedad, que es en muchos aspectos mayor hoy que en 1918. Entonces fue mucho más intenso pero más corto”, analiza.
El reto científico
Entre otras cosas, La gran gripe también es una minuciosa crónica sobre la transformación de la medicina en Estados Unidos (y en el mundo) en el final del siglo XIX y el inicio del XX. Durante sus capítulos iniciales, Barry relata cómo un grupo de científicos se preparaba, sin saberlo, para el gran reto civilizatorio que suponía afrontar una pandemia. Desde su condición de “sociedad totalmente moderna”, como aquella capaz de practicar el método científico en todas las áreas del conocimiento, escribe el autor.
“El mayor reto en 1918 fue uno que ahora se resolvió en apenas unos días: averiguar qué estaba causando la enfermedad”, comenta Barry a través de la pantalla. “Entonces no sabían siquiera qué estaba causando la enfermedad… Desconocían si se trataba de un organismo completamente nuevo y diferente o solo de una pequeña bacteria. Hoy, en cambio, el 8 o el 9 de Enero [de 2020] el genoma completo del nuevo coronavirus estaba publicado e inmediatamente científicos de todo el mundo pudieron identificarlo, trabajar con él y secuenciarlo”, explica.
Como hoy, en 1918 los médicos probaron todo tipo de tratamientos sobre los enfermos. Pero la gran mayoría de ellos resultaron ineficaces. No existía entonces la posibilidad de confiar en una vacuna (las primeras para la gripe llegaron a mitad de siglo). Por lo que la única forma de frenar la pandemia era a través de medidas no farmacológicas: distanciamiento social, higiene, mascarilla, ventilación en lugares cerrados, actividades al aire libre, etc.
A pesar de ello, numerosos alcaldes, gobernadores y otras autoridades ignoraron durante meses estas recomendaciones de los expertos y ocultaron a la población la verdadera gravedad del virus.
“Hay que decir la verdad”
Barry conecta esta actitud negligente con la forma en que líderes mundiales como Donald Trump o Jair Bolsonaro han gestionado y actuado ante la Covid-19 desde el comienzo de la pandemia.
“Hemos tenido un presidente que ahora sabemos que el 7 de febrero dijo a un periodista que esto era algo letal. Lo ha minimizado durante meses porque pensó que así favorecía sus intereses políticos. Y mucha gente le creyó. Esto ha socavado todas las medidas de salud públicas tomadas en este tiempo”, apunta el historiador estadounidense.
En este sentido, el autor de La gran gripe tiene claro cuál es la principal lección que la experiencia de la pandemia de 1918 puede ofrecernos hoy. “Hay que decir la verdad. Creo que la sociedad, en último término, está basada en la confianza; y cuando esto se desintegra ya no puedes hacer nada. (…) Si confías en que la gente haga lo que les pides, tienen que creerte. Si les mientes, acabará volviéndose en tu contra. En 1918 por supuesto que esto costó vidas de personas y hoy está pasando de nuevo lo mismo”.
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