Aunque la reflexión (y la intervención) de los intelectuales sobre el hecho bélico puede rastrearse desde los albores de la Historia, su contribución experta en los conflictos armados es un elemento de modernidad que coincide con la formalización de los profesionales de la cultura y del hecho bélico como fenómenos de masas. La presencia destacada de los intelectuales en su frente específico de lucha -lapropaganda de guerra- podría datarse sin demasiadas dificultades en torno a 1914, y respondería a dos elementos de modernidad íntimamente relacionados: por un lado, la construcción de una opinión pública transnacional que consideraba a los escritores, los académicos y los artistas como oráculos más o menos respetados de las creencias y valores de las sociedades contemporáneas; y por otro, la creciente interpenetración entre desarrollo económico. Estado y conflicto bélico, que confirió al fenómeno de la guerra su rasgo característico de hecho total, en el que se borraban los límites convencionales entre frente y retaguardia, y donde la propaganda se convertía en un frente más de combate, que debía ser cubierto por intelectuales prestigiosos e influyentes, especialistas en el modelado de la conciencia colectiva.
Bien es cierto que la «tribu» intelectual, cuya presentación en sociedad tuvo lugar en el deletéreo ambiente finisecular que coincidió con el affaire Dreyfus, no se comportó ante la Gran Guerra como un batallón disciplinado. Personalidades tan diversas como Stefan Zweig, Bertrand Russell, Karl Kraus, Henri Barbusse, Vladimir Mayakovsky o Maxim Gorki no se opusieron en principio al conflicto, aunque luego vieran con disgusto sus consecuencias. Lo que prevaleció en un primer momento fue el élan patriótico que condujo, por ejemplo, a Anatole France a querer enrolarse en el Ejército con setenta años, a los artistas rusos de vanguardia a diseñar carteles patrióticos, o a pensadores socialistas comojules Guesdey Karl Kautsky a hacer una defensa cerrada de la «unión sagrada», acogiéndose al mito jacobino de la «patria en peligro». Muchos académicos y escritores, como los franceses Herriot, Barthou, Bergson o Maeterlinck, fueron lanzados en misión a los países neutrales. La llamada a las armas deshizo los escrúpulos personales y profesionales al calor de la polémica ideológica. Arnold Toynbee elaboró varios opúsculos de denuncia de pretendidas atrocidades germanas que luego lamentó haber escrito. El historiador robespierrista Albert Mathiez alcanzó inmerecida fama por sus alegatos antigermánicos, mientras que su colega Ernest Lavisse ponía en solfa, al igual que hizo H. G. Wells, la actitud pacifista de un Romain Rolland que desde fines de 1914 quiso situarse Au-dessus de la mélée. G. K. Chesterton denunció elocuentemente el «barbarismo de Berlín» y sus sueños de dominio mundial. Algo que Charles Maurras llevaba haciendo desde 1905.
Valores absolutos
El pacifismo que exhibió el grupo de Bloomsbury hizo fortuna durante la posguerra, cuando gran parte de la intelectualidad continental se inclinó públicamente por el antibelicismo (una seña de identidad de la generación literaria de los años veinte) y el europeísmo. Pero otros escritores y artistas se sintieron atraídos por los valores absolutos del nacionalismo o el comunismo, y se convirtieron en propagandistas de los regímenes totalitarios. Una marea de asociacionismo, manifiestos y congresos dio alas a este compromiso ideológico que Julien Benda denunció en 1927 en La trahison des clercs, donde reprochó a los intelectuales el haber abandonado el mundo del pensamiento desinteresado y los valores intemporales y abstractos para inmiscuirse Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial tras el ataque a Pearl Harbor. Un año después, Steinbeck empezó a escribir «Bombas fuera». Arriba, un grupo de soldados escucha el mensaje radiofónico en el que Roosevelt declara la guerra a Japón en pasiones políticas dictadas por la raza, la nación, la clase o el partido. El combate antihitleriano fue el estímulo político de gran parte de la intelectualidad progresista francesa, que se organizó desde 1934 en el Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas bajo el liderazgo del etnólogo socialista Paul Rivet (que luego militaría en la red de resistencia antinazi Groupe du Musée de l’Homme), del filósofo y escritor radical Émile-Auguste Chartier (Alain) y del físico filocomunista Paul Langevin. Esta mixtura de militancia y romanticismo se percibió con toda claridad en la movilización intelectual antifascista en favor de la República durante la Guerra de España, quizás la última «causa pura» para muchos, y la culminación de este proceso de mun-dialización del compromiso político de los escritores de la izquierda.
Bloques irreconciliables
El estallido de la Segunda Guerra Mundial sorprendió a la intelectualidad europea dividida en los tres bloques irreconciliables: los de la democracia, el filonazismo y un estalinismo que entonces se presentaba en la escena internacional con ropajes pacifistas. En Francia, para dirigir el imprescindible combate de las ideas, las autoridades confiaron la dirección de la propaganda de guerra al escritor y diplomático Jean Giraudoux, que dirigió el Commissariat General a L’Information, encargado, con poco éxito, de definir al enemigo, condicionar la actitud de los neutrales y divulgarlos objetivos de la guerra. En Gran Bretaña, el Foreign Publicity Directorate, constituido en septiembre de 1939 como parte del Ministerio de Información encargado de la propaganda en el Imperio y el extranjero (especialmente Estados Unidos), quedó en 1940 bajo la dirección del historiador y periodista Edward Hallett Carr, quien lanzó una eficaz campaña de denigración del Nuevo Orden nazi. El escritor alemán exiliado Thomas Mann desempeñó un papel destacado en esta misión: elaboró panfletos que fueron distribuidos en la neutral Suecia, y difundió entre 1940 y 1945 un total de 58 breves discursos de tono europeísta, humanista, pacifista y antifascista (primero leídos por un locutor y luego grabados por él mismo) desde California a través de la emisión de onda larga de la BBC, la única que podía ser captada por los receptores populares de su país de origen.
A dos bandas
El compromiso democrático de Mann contrastó con la ambigüedad de Jean-Paul Sartre, quien, tras la débácle de 1940, participó con Simone de Beauvoiry Maurice Merleau-Ponty en la fundación de grupo clandestino Socialisme et Liberté, pero tras buscar en vano el apoyo político de André Gide y André Malraux, pasó a escribir ensayos y obras teatrales que no fueron censuradas por el ocupante alemán, e incluso alternó las contribuciones en revistas literarias colaboracionistas y periódicos clandestinos como Combat.
En Estados Unidos, la propaganda de guerra tuvo un tono marcadamente antielitista, y trató de enmascarar las tendencias imperialistas con la retórica de la defensa de la libertad y la democracia. El Writers’ War Board, organizado dos días después de Pearl Harbor por el escritor de novelas policiacas Rex Stout (que luego lideró una Sociedad para la Prevención de la Tercera Guerra Mundial), fue una organización privada de enlace entre los escritores y la Administración Roosevelt que tuvo como objetivo inicial promoverla venta de bonos de guerra, y que canalizó los subsidios a los intelectuales a través de la Oficina de Información de Guerra. Los resultados fueron más que discretos, ya que los autores no observaban las consignas oficiales, porque consideraban que su trabajo creativo era netamente superior a la propaganda gubernamental.
Pero la actividad intelectual de estos años no se limitó al compromiso bélico: durante los veranos de 1942 a 1944, figuras europeas y americanas de las artes y las ciencias, muchas de ellas de origen judío, como Hannah Arendt, Gustave Cohén, Claude Lévi-Strauss o Marc Chagall, se reunieron en Massachusetts, en las llamadas «sesiones de Pontigny en América», para debatir sobre el futuro de la civilización humana en un mundo cada vez más incierto y precario.
Eduardo González Calleja