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¿Ingeniería social? ¡Pues claro!

Por El Mundo  ·  01.05.2023

En 1309, en Londres, se comenzó a multar a quienes dejaban porquería en la calle. Al año siguiente se prohibió, bajo pena de cárcel, a sastres y peleteros abatanar pieles en los paseos. Poco tiempo después se penalizó la costumbre de tirar la mierda al Támesis. Estas cosas nos las cuenta Ian Mortimer en su maravillosa Guía para viajar en el tiempo a la Inglaterra medieval. A nosotros nos parecen medidas muy sensatas, incluso si pensamos que suponen limitaciones a la libertad. Y, no, aquellos gobernantes no eran socialcomunistas.

¿Ingeniería social? ¡Pues claro!
Sean Mckaoui

Pero quizá me he precipitado al presumir el acuerdo. Porque, en los últimos tiempos, apelando a la libertad, una parte de la derecha no para de tronar contra cualquier intromisión de los poderes públicos. Algunos, por darse pisto, han tirado de un sintagma popularizado hace más de medio siglo por Karl Popper, extraordinario filósofo de la ciencia y discreto filósofo político: la ingeniería social. La verdad es que no estoy seguro de que hayan leído al austriaco. Y es que la mayor parte de las «intromisiones a la libertad» que la derecha condena se corresponden con ingenierías sociales que él defendía: en pequeña escala, «fragmentarias», con su adjetivación. En realidad, Popper descalificaba las revoluciones, la gran ingeniería social, aduciendo que las intervenciones radicales, al no permitir identificar con claridad relaciones causales -a diferencia de la experimentación controlada-, carecían de fundamento epistémico. Si manipulo una sola variable, puedo controlar los efectos; si lo cambio todo, no hay manera. Su argumentación, con muchos problemas, al menos resultaba inteligible.

Si recuerdo esta filiación no es por exhibir erudición, sino porque creo que en su trastienda se esconden problemas importantes de nuestro debate político. Mejor dicho: confusiones que están en el origen de falsos debates. Lo habitual.

Para empezar, la ingeniería social no es ni de derechas ni de izquierdas. O si lo prefieren: la practican tanto la derecha como la izquierda. Ingenieros sociales fueron Primo de Rivera y Franco, incluido el Franco «liberalizador» de la estabilización del 59: los planes de desarrollo se presentaban como ejemplos de planificación indicativa. Y, por supuesto, las democracias liberales, especialmente si vienen mal dadas: en las crisis financieras, cuando siempre resucita Keynes; en las sanitarias, como se confirmó con la pandemia; y en las más serias, según es costumbre en las economías de guerra, cuando se racionan bienes, se establecen por decreto jornadas laborales, se limitan todo tipo de derechos (incluidos los de propiedad), se fijan precios y se reorganizan las líneas de producción.

Es absurdo equiparar el eje izquierda y derecha con el de intervencionismo y libertad. La confusión se nutre de algunos maltratos conceptuales, comenzando por la ignorancia del axioma central del republicanismo clásico: la ley (justa) es la garantía frente al poder despótico, arbitrario. En corto: la ley es la condición de la libertad ciudadana. Ni siquiera en economía el eje izquierda/derecha se superpone con el de intervención/mercado: economistas superlativos que se confesaron socialistas -como Walras, Oscar Lange o Arrow- confiaron en eficientes modelos descentralizados de mercado (que, dicho sea de paso, se parecían tan poco a los mercados reales como las elucubraciones de tantos socialistas al socialismo real, el soviético) y, por supuesto, no faltan conservadores defensores de la intervención, no menos brillantes, como Karl Polanyi o el propio Keynes, por no mencionar a los entregados a mandar, quienes, desde el poder, gestionaban políticas autárquicas o que propiciaban el corporativismo. Dejo a los lectores ubicar a los chinos, quienes, por lo visto, no lo hacen mal del todo en economía.

Pero, sobre todo, es discutible el supuesto que sostiene el conjunto de la argumentación, otra equiparación: la ingeniería social como esencialmente mala. Los cientos de miles de aviones que cada día andan por ahí arriba requieren un sofisticado sistema de coordinación, no van a la buena de Dios, y, ahora mismo, la OTAN y los rusos planifican minuciosamente cada uno de sus movimientos en Ucrania. El funcionamiento interno de una gran empresa, de un hospital como La Paz o de un gran puerto comercial, como Shanghai o Hamburgo, nada tiene de orden espontáneo. Nuestro eficaz sistema de trasplantes es una muestra impecable de una ingeniería económica que le valió el Nobel de Economía a Alvin Roth. Es más, las donaciones de órganos confirman que muchas «intromisiones» resultan inevitables: una parte de su éxito depende de que los españoles somos donantes por defecto. También podría suceder al revés, que tuviéramos que apuntarnos. En ambos casos, se «obliga» a algo, el Estado «decide»; eso sí, los resultados son muy diferentes. Es decisión de la autoridad pública buscar el diseño que asegure el resultado interesante.

Y, sí, sobran ejemplos de ingenierías sociales ineficientes. Nuestro estado de las autonomías ofrece un amplio muestrario. Uno entre tantos: según un reciente estudio del Banco de España, la mayor complejidad regulatoria autonómica tiene un impacto negativo significativo en la tasa de empleo y valor añadido (Sector-level economic effects of regulatory complexity, Working Papers, 2023). Pero no es menos cierto que el problema a menudo es de diseño, de cómo abordar la intromisión. En algunos casos, los incentivos tienen consecuencias perversas: cuando, para acabar con las abundantes cobras, el Gobierno de la India recompensó por cada ejemplar muerto, contribuyó a su crianza. A veces, funciona la penalización sin más: cinturones de seguridad, prohibición de fumar en lugares públicos. Otras, resultan mejor las estrategias indirectas, la sutileza, intervenir para cambiar los marcos mentales. Cuando, en su afán de modernizar la Turquía heredera del Imperio otomano, Kemal Atatürk quiso acabar con el velo -a su parecer, símbolo del feudalismo y de sometimiento de las mujeres- en lugar de prohibirlo, impuso su obligatoriedad para las prostitutas. Y, entre nosotros, disponemos de un maravilloso ejemplo: a la vista de la reacción popular (el motín de Esquilache) desatada en marzo de 1766 cuando se prohibieron los chambergos y las capas largas, que facilitaban el embozo a los delincuentes, el conde de Aranda, estableció que fueran vestimentas obligatorias para los verdugos, personajes de escasa simpatía popular. Mano de santo.

La línea de demarcación entre izquierda y derecha se sitúa, sobre todo, en los fines. Los medios se valoran por su adecuación a los fines, adonde nos conducen y, si acaso, por la manera en que nos conducen, por el precio que hay que pagar para llegar. Por supuesto, hay intervención pública al servicio de todos: asimetrías de mercado; redistribución; bienes públicos. Pero, también, hay políticas de mano invisible, de coordinación espontánea con resultados igualitarios, como la expansión de las lenguas con más usuarios. Y, también andamos sobrados de intervenciones clientelistas, que salvan a los poderosos, que les aseguran los recursos de todos, o que, sencillamente, les allanan el camino a dominaciones y a conductas irresponsables (recuerden el too big to fail). Y, naturalmente, en esas horas, quienes tienen las aldabas adecuadas para apelar al «interés nacional», no dudan en tirar de la retórica del Estado del bienestar. O de la belicista, como sucede en esta temporada a cuenta de «Occidente».

En realidad, la condena política de la intervención pública es sencillamente imbécil, cuando no contradictoria pragmáticamente: la política, en tanto acción sobre una realidad, es, y no puede dejar de ser, ingeniería social. Siempre: se busca modificar algo que se considera que está mal. Solo quienes creen en la divina providencia o en la dialéctica de la historia confían que el mundo mejorará por sí mismo. Pero, claro, si uno cree en un inexorable curso de la historia, abandona la política, la acción. Por eso, dicho sea de paso, resultaba contradictoria la conmovedora dedicatoria de Popper en La miseria del historicismo, aquel brillante panfleto en el que, al criticar el marxismo, exponía sus ideas sobre la ingeniería social: «En memoria de los incontables hombres y mujeres de todos los credos, naciones o razas que cayeron víctimas de la creencia fascista y comunista en las Leyes Inexorables del Destino Histórico».

Félix Ovejero es profesor de Filosofía Política y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.