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Homo cuentacuentos: ¿qué hace que una historia nos enganche?

Por Heraldo  ·  17.06.2022

El procesador de historias que encierra nuestro cráneo es bastante sofisticado. Incluye 86.000 millones de neuronas, cada una tan compleja como una ciudad, que envían señales a una velocidad de hasta 130 metros por segundo, a lo largo de 180.000 kilómetros de cableado sináptico, según cuenta el novelista y periodista británico Will Storr en el libro ‘La ciencia de contar historias’ (Capitán Swing, 2022).

Lo que viene a decir este libro es que saber neurociencia nos convierte en mejores narradores. ¿Por qué? Porque explica el secreto del éxito de ciertos ingredientes clave que hacen que una historia nos enganche. El primero de ellos es el anuncio de que algo va a cambiar.

Dice Storr que el cerebro está en alerta constante con el fin de mantener el control de la situación incluso ante acontecimientos inesperados. Es un maestro detectando cambios que a veces implican peligros pero otras, las que más, se acompañan de nuevas oportunidades. Por eso los buenos narradores de historias, los que realmente atrapan nuestra atención, son creadores de instantes en los que se producen cambios. Un buen ejemplo lo encontramos en ‘El extranjero’, de Albert Camus, que arranca con el anuncio: “Hoy ha muerto mamá. O quizás ayer. No lo sé”.

Una buena historia debe anunciar cambios, pero también despertar curiosidad. No hay que olvidar que la curiosidad alimenta la sesera humana desde muy temprano. Se calcula que, una vez que arrancan a hablar, entre los 2 y los 5 años, los niños y niñas llegan a plantearles a sus cuidadores unas 40.000 preguntas.

Hay unos experimentos clásicos de un tal George Loewenstein muy reveladores en este sentido. En ellos, a un grupo de participantes les mostraron tres fotografías de distintas partes del cuerpo de una persona: las manos, los pies y el torso. A un segundo grupo de participantes les enseñaron solo dos partes; hubo un tercero que vio solo una; y hasta un cuarto que no vio ninguna. Los investigadores descubrieron que cuantas más fotos del cuerpo veían los participantes, mayor era su deseo de ver la foto completa. ¿Conclusión? Que cuanta más información recibimos sobre el contexto de un misterio, mayor es nuestra necesidad de resolverlo.

De hecho, la curiosidad tiene forma de ene minúscula (sube, meseta y baja): es más débil cuando la gente no tiene ni idea de la respuesta a una pregunta, y también cuando está totalmente convencida de que la conoce. Pero alcanza el punto álgido cuando pensamos que tenemos algo de idea, pero no estamos seguros del todo.

Lagunas de información

Los escáneres cerebrales revelan que la curiosidad comienza como una pequeña descarga en el sistema de recompensa del cerebro. Por eso ansiamos conocer la respuesta o saber cómo sigue una historia igual que ansiamos drogarnos o comer chocolate. Este estado agradablemente desagradable es el ‘gusanillo’ que nos come por dentro ante el anuncio de que en el renglón siguiente, en la página siguiente, o haciendo clic en un enlace, encontraremos una respuesta. Los mejores guionistas de series y escritores de novelas son, precisamente, los que más hábilmente manejan las ‘lagunas de información’ que mantienen a sus espectadores y lectores en vilo.

Parece indiscutible que tener nociones de neurociencia puede resultarle sumamente útil al narrador de historias. Por ejemplo, si conoce que usando la voz activa los lectores moldean la escena que leen en una página igual que si ocurriera en la vida real, y que eso facilita la inmersión en el contenido, le dará prioridad a esa voz. O, cuando se sumerja en descripciones, tendrá en cuenta que un estudio de Jennifer Summerfield y sus colegas del Instituto de Neurología del University College de Londres reveló que, para construir una escena vívida, es preciso describir tres cualidades específicas de cualquier objeto. Ni más ni tampoco menos.

De lo que indiscutiblemente no pueden prescindir ni la literatura ni la divulgación es de metáforas. Los neurocientíficos están demostrando que la metáfora es la principal herramienta por la que los cerebros comprenden conceptos abstractos como el amor, la sociedad y la economía. “Resulta imposible entenderlos sin asociarlos con conceptos portadores de determinadas propiedades físicas: con cosas que florecen, se calientan, se estiran y se encogen”, dice Storr.MÁS INFORMACIÓN

Los análisis del lenguaje nos enseñan que somos capaces de utilizar una metáfora cada diez segundos en nuestro discurso oral o escrito. Si esto nos parece exagerado, es porque nos hemos acostumbrado a pensar metafóricamente y nos resulta natural usar expresiones como ‘concebir ideas’ o llamar ‘capullo’ a alguien que se comporta de forma inadecuada.MÁS INFORMACIÓN

Historias para cotillear

Muchos psicólogos defienden que el lenguaje se desarrolló a partir de la necesidad de contar historias sobre los demás. En tribus humanas compuestas por alrededor de 50 miembros era esencial que compartieran, se ayudaran unos a otros y trabajaran juntos anteponiendo las necesidades comunes. Para controlar las conductas egoístas o inapropiadas no necesitaban ni a la policía ni a los tribunales de justicia: les bastaba con los cotilleos.

Tiene sentido: los cotilleos cuentan cosas sobre los demás, sobre todo infracciones de índole moral. Las grandes historias apelan a esas mismas emociones sociales de origen tan antiguo. Los héroes son los que se comportan anteponiendo los intereses del grupo a los propios, y sentimos el deseo de aclamarlos, mientras que al villano casi lo estrangularíamos con nuestras propias manos si pudiéramos. Según el mitólogo Joseph Campbell, la narración ideal suele comenzar con un héroe que recibe –y al principio rechaza– una invitación a la aventura. Aparece un maestro que lo anima. Y luego, en algún momento, hacia la mitad de la historia, el héroe experimenta una suerte de renacimiento que despierta a fuerzas oscuras que lo perseguirán. Tras una batalla entre ambos, el héroe regresará a su comunidad con grandes enseñanzas. Y colorín colorado…

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