Las embarcaciones negreras que atravesaron el Atlántico entre los siglos XV y XIX se distinguían por la escolta siniestra de los tiburones. Se alimentaban los escualos de los restos que evacuaban los navíos. Y los restos eran fundamentalmente carne humana de color oscuro, esclavos de raza negra que morían antes de llegar al mercado donde se los vendía. Era una situación asumible y asumida por las embarcaciones del terror, prisiones flotantes que transitaron impunemente durante cuatro siglos porque la mercancía a bordo no se consideraba seres humanos. Por eso, los traficantes y empresarios no incurrían en conflictos morales, pero sí fueron perseverando en las atenciones hacia los esclavos con motivos comerciales.
Se cuidaba su alimentación y su salud para venderlos después en condiciones idóneas. Se los obligaba a comer para remediar las huelgas de hambre. Y se los forzaba a bailar de manera humillante en cubierta para mantenerse en forma. También se evitaban los suicidios. Porque viajaban sujetos con grilletes. Y se los arrojaba a los tiburones cuando enfermaban o amenazaban con una insurrección, con un motín carcelario.
Viajaban sujetos con grilletes. Y se los arrojaba a los tiburones cuando enfermaban o amenazaban con una insurrección, con un motín carcelario
Estremece —escandaliza— ponerse a leer el ensayo que ha escrito Marcus Rediker a propósito del Holocausto del ‘Barco de esclavos’ (Capitan Swing). Es un libro doloroso e incómodo, angustioso, atroz, pero también obligatorio para reconstruir la naturalidad con que las grandes potencias convirtieron el comercio y tráfico de esclavos en una actividad beneficiosa y rutinaria.
Un buen ejemplo es el diagrama del barco que aparece en la portada. Se trata del Brooks, fue construido en Liverpool y realizó hasta 11 expediciones entre 1782 y 1804, casi todas ellas desde la costa occidental de África hasta las plantaciones azucareras de Jamaica.
Podía alojar la nave un promedio de 650 esclavos. Disponía de cañones y de una tripulación robusta y despiadada. Y seguía las mismas rutas que caracterizaron el ajetreo comercial en unos datos y términos que Rediker expone como un genocidio en alta mar. Calcula que 12,4 millones de africanos fueron deportados hasta la abolición de la esclavitud. Que 1,8 millones fallecieron en la travesía. Que tantos otros cayeron durante las redadas y la trata. Y que los supervivientes tuvieron que someterse a condiciones similares de esclavitud que ya habían “entrenado” en los barcos, despojados como estaban de dignidad y de derechos.
“El llamado periodo dorado de este drama fue el que medió entre 1700 y 1808, en el que se trasladó aproximadamente a dos tercios del total”, escribe Marcus Rediker. “(…) Las cifras resultan escalofriantes porque quienes organizaban ese comercio de seres humanos conocían las tasas de mortalidad y aun así seguían adelante (…). El barco de esclavos era una extraña y potente combinación de máquina de guerra, prisión móvil y fábrica (…). Hablamos de la mayor migración forzada de la historia (…) del drama más tremendo de los últimos mil años de historia humana”.
Las cifras son escalofriantes porque quienes organizaban ese comercio de seres humanos conocían las tasas de mortalidad y seguían
El ensayista estadounidense es consciente del valor anestésico y abstracto que conllevan los números. La estadística trivializa los hechos y convierte la aberración en un fenómeno abstracto, motivo por el cual ‘El barco de esclavos’ exhuma las historias personales. No ya aludiendo a la naturaleza despiadada de los capitanes, de los carceleros y de los tratantes africanos de raza negra que fomentaron el mercadeo, sino reconstruyendo las experiencias de los africanos deportados y torturados.
Empezando por la mujer de la tribu igbo (Nigeria) que inaugura el relato. Y que aparece expuesta al pavor de su captura. No solo violentada y violada, sino “almacenada” en una extraña embarcación, el ‘owba coocoo’, “el barco temido”, cuyos palos evocan una arboleda sin ramas y cuya bodega amontona a congéneres de otras tribus y procedencias, compartiendo el hedor de una travesía infernal que ni siquiera discriminaba a los niños.
Mano de obra barata, vírgenes, millones de esclavos que hicieron reverdecer el capitalismo occidental. Y que fueron sacrificados en los campos de algodón y de azúcar mientras las sociedades pre- y posrevolucionarias fingían un conocimiento remoto de las atrocidades. Rediker se centra en los ejemplos británico y estadounidense, pero tanto puede decirse del Holocausto en que participaron Portugal, Francia, Bélgica, Holanda y España, cuyo último barco esclavista, en Antelope, todavía bogaba clandestinamente en 1820.
Tres fueron las razones que acabaron con el negocio: las insurrecciones de los esclavos, la “desleatad” de los marineros a las consignas aberrantes de los capitanes —los barcos se gestionaban desde una extrema tiranía, como un campo de concentración— y la prosperidad de la causa abolicionista. No ya con figuras pioneras y valientes como Thomas Clarkson a finales del siglo XVII, sino con la mediación de algunos traficantes arrepentidos. John Newton fue uno de ellos. Pilotó diferentes expediciones esclavistas entre y 1748 y 1754, pero su conversión en pastor evangélico y la confesión de las aberraciones le condujeron a un activismo que dejó como herencia el himno ‘Amazing Grace’.
Llegó a tiempo de conocerlo Olaudah Equiano, el primer esclavo a quien puede atribuirse la gran crónica, la principal narrativa, de cuanto vivieron los deportados. A él mismo le capturaron con 11 años. Le separaron de su familia y de su hermana. Y fue víctima de una travesía atroz, tanto por todo lo que pudo ver —la tortura, el suicidio, las violaciones—, como porque pensaba que los blancos se lo iban a comer y porque le fascinaba al mismo tiempo el misterio de un barco que avanzaba por el océano y cuya energía el pequeño Equiano atribuía a las fuerzas del mal.
No consiguieron venderlo en Barbados, pero sí lo revendieron en Virginia y de allí viajó de nuevo a Inglaterra. Se ganó la libertad a los 24 años, aprendió el oficio de marinero y se convirtió en el testigo de cargo de la causa abolicionista. Su relato era el relato de todos los esclavos. De los que murieron. De los que vivieron. Y de los que no consiguieron quitarse la vida a bordo porque un sistema de redes impedía saltar al mar.
Se ganó la libertad a los 24 años, aprendió el oficio de marinero y se convirtió en el testigo de cargo de la causa abolicionista
“El barco esclavista era el eje de un sistema atlántico de capital y trabajo que crecía con rapidez”, expone Rediker. “Vinculaba a trabajadores libres y forzados, y a todas las categorías intermedias de sociedades capitalistas y no capitalistas de varios continentes. El viaje del barco de esclavos comenzaba en los puertos británicos y norteamericanos, donde varios comerciantes juntaban su dinero, construían o compraban una embarcación y ponían en movimiento una sucesión transnacional de personas y sucesos. Estos incluían, en los puertos de origen, a inversionistas, banqueros, empleados de oficina y aseguradores”, además de funcionarios gubernamentales, aduaneros, legisladores, artesanos y estibadores.
“Pronto, hicieron irrupción las enfermedades”, cuenta Rediker a propósito de la travesía de la nave Zong en 1781. “Fallecieron sesenta africanos y siete miembros de la tripulación. Temeroso de un viaje fracasado, el capitán Collingwood congregó a la tripulación y le dijo que si los esclavos morían de muerte natural, la pérdida sería de los propietarios del barco, pero que si eran lanzados vivos al mar la pérdida sería de las aseguradoras (…). Esa noche, la tripulación lanzó a 54 esclavos por la borda con las manos atadas. Dos días más tarde lanzaron a otros 42, y a 26 más poco después. Diez esclavos contemplaron el horrendo espectáculo y se lanzaron por la borda. Con su suicidio llevaron el número de muertos a 132…”.
Los varones eran la carne de primera clase, pero las niñas y las mujeres a bordo colmaban los placeres sexuales a los marineros. Se las violaba. Se las martirizaba. Rediker sostiene incluso que las razones no tan extraordinarias por las que se enrolaban los marineros y accedían a un trabajo penoso —carceleros, torturadores— consistían en la posibilidad de fornicar cuanto deseaban. Lo demuestra el sarcasmo de una embarcación llamada Free Love (‘amor libre’) cuyo capitán respondía al apellido de Wanton (‘lujuria’).
Se explica así mejor el énfasis con que Rediker expone el barco como el eje nuclear de una de las zonas oscuras más de la historia de la humanidad. Infiernos flotantes, máquinas diabólicas, instrumentos de tortura que transitaban impunemente sin que nadie pudiera escuchar el alarido de los “pasajeros” ni observar el reguero de los tiburones que escoltaban la nave. “¿Cuál ha sido el precio del terror?”, se pregunta el historiador estadounidense. La respuesta es… el vacío.
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