10º Aniversario
¡El capitán cumple diez años!
descúbrelo

Historias de segregación

Por AltaÏr Magazine   ·  20.10.2018

Hay palabras cuyo significado es más confuso de lo que aparentemente creemos. Esto pasa con la palabra «gueto» y con la realidad a la que alude. Muchos de nosotros afirmaríamos sin ápice de dudas que sabemos perfectamente a qué se alude cuando se habla de «gueto» y, seguramente, para no dejar dudas de nuestro conocimiento no titubearíamos y mencionaríamos los guetos de Venecia o de Varsovia, hablaríamos de antisemitismo o haríamos referencia a las políticas anti-raciales en la Alemania nazi. Y, en realidad, no erraríamos en nuestras referencias, pues ciertamente todas aquellas referencias están detrás del concepto «gueto». Sin embargo, como nos muestra Mitchell Duneier en las primeras páginas de su ensayo Gueto. La invención de un lugar. La historia de una idea, estas referencias no sirven para definir en cualquier contexto la realidad a la que se refiere el término de «gueto», que ha oscilado a lo largo de la historia. No es lo mismo hablar de gueto en la Venecia del siglo XVI que en la Varsovia bajo en control nazi o en la Roma de primeros del siglo XX. Duneier nos recuerda la importancia de tener en cuenta que, desde sus orígenes, el término «gueto» alude a realidades completamente distintas, que, por mucho que se hayan querido comparar, esconden problemáticas sociales, religiosas, raciales y/o económicas diversas en cada uno de los contextos.

La palabra «gueto» tiene su origen en 1516, cuando el Senado de Venecia «aprobó una ley exigiendo a todos los judíos que residían en la ciudad y a cualquiera que acudiera a ella en el futuro a vivir en la isla de Cannaregio, que ya se conocía como el Ghetto Nuovo, por su asociación con la fundición de cobre municipal situada anteriormente al otro lado del canal, en el Ghetto Vecchio (il ghetto o getto deriva de gettare, que significa “verter o fundir metal”)», comenta Duneier, que subraya como «gueto» muy pronto se convirtió en la palabra con la que definir las zonas residenciales de los judíos, zonas en las que se obligaba a residir a la población judía por motivos principalmente religiosos. En efecto, en 1555, «Pablo IV emitió la infame bula Cum nimis absurdum, que declaraba, entre otras cosas, que todos los judíos deberían vivir exclusivamente en un mismo y único lugar, y de no ser posible, en dos o tres, o los que fueren necesarios, que serán contiguos y estarán completamente apartados de las moradas cristianas». Junto a Venecia, Roma, que se había convertido en la capital del cristianismo sustituyendo así a «la metrópoli judía del Cristianismo», fue uno de los guetos más conocidos, regido bajo la clara orden de una segregación social en nombre de la religión. Si bien el revisionismo histórico de Salo Baron obliga a tomar sus palabras con bastantes reservas, Duneier no rechaza del todo su afirmación de que «la exclusión del mundo gentil no fue en absoluto una calamidad». No solo el gueto de Venecia o de Roma permitió a los judíos mantener sus tradiciones y prosperar en el comercio, sino que, con la llegada del siglo XX, el gueto sobrevivió no como zona de residencia obligada, sino como «un barrio densamente poblado, habitado predominantemente y voluntariamente por judíos en ciudades europeas como Varsovia , Praga, Viena, Fráncfort o Colonia», pero también en ciudades norteamericanas como Nueva York o Chicago, donde emigraban las comunidades judías más pobres de Europa oriental.

Según la RAE, en su segunda y tercera acepción, el término «gueto» se refiere a un «barrio o suburbio en que viven personas marginadas por el resto de la sociedad» y a una «situación o condición marginal en que vive un pueblo, una clase social o un grupo de personas». Estas dos definiciones terminarán por imponerse a lo largo del siglo XX, dejando la primera acepción —«Judería marginada dentro de una ciudad»— en un segundo plano. En Estados Unidos, Michael Gold fue uno de los primeros en denunciar el carácter suburbial del gueto de Lower East Side de Nueva York, un gueto que no nació «por ningún decreto legal», sino que fue resultado de las dinámicas urbanas de segregación de la pobreza y la inmigración. «En mi libro he contado una historia de pobreza judía en un gueto, el de Nueva York. La misma historia podría contarse de un centenar de guetos repartidos por todo el mundo. El judío lleva siglos viviendo en este gueto universal», apunta Gold, que, si bien hace hincapié en las condiciones de marginalidad y de pobreza del gueto, todavía limita su análisis a la comunidad judía.

No será hasta después de la Segunda Guerra Mundial que, en Estados Unidos, el término «gueto» empezará a utilizarse para los barrios afroamericanos, barrios marginales resultado de la segregación racial que definiría la sociedad norteamericana oficialmente hasta el 1964, cuando Johnson firmó la Ley de derechos civiles, que prohibía la discriminación en la escuela, en el empleo y en la adquisición de vivienda, si bien las dinámicas discriminatorias siguieron vigentes en una sociedad completamente escindida entra la comunidad blanca y la comunidad afroamericana. «He visto agitación humana en este mundo: el grito y los disparos de una revuelta racial en Atlanta; la marcha del Ku Klux Klan; las amenazas de los tribunales y la política; el abandono y la destrucción de viviendas humanas», escribió Du Bois tras visitar después de la Guerra el Gueto de Varsovia, donde vio «destrucción total y absoluta, y un monumento. El monumento evocaba el problema de la raza y la religión, que durante tanto tiempo había sido un problema independiente y particular mío». En apenas tres líneas, Du Bois establece un paralelismo entre el Gueto de Varsovia y los barrios afroamericanos de Estados Unidos: el gueto nazi se convierte así en un reflejo de las condiciones de los afroamericanos en Norteamérica, «a pesar de que la realidad en el gueto nazi era tan distinta de Harlem o el South Side de Chicago como de Roma y Venecia en el siglo XVI», puntualiza Duneier.

Para el sociólogo y autor del ensayo que ahora publica Capitán Swing fue un error equiparar la experiencia afroamericana con la de los judíos en los guetos nazis como equiparar, como hico desde el inicio el nacionalsocialismo, los guetos nazis a los guetos judíos del siglo XVI, idea que, sin embargo, caló: New York Times, en efecto, no dudaría en afirmar en un artículo de 1938 que «el gueto de la Edad Media se iba a restablecer en el Reich nazi moderno». Basta leer el Mein Kampf para darse cuenta de que el elemento racial fue, desde el primer momento, la razón primera y última de la segregación y exterminio judío y basta realizar un ejercicio de comparación para darse cuenta de que «por muy ávidos que fueran los esfuerzos de la Iglesia para convertir a los judíos exigiendo que permanecieran en una situación inferior para recalcar la inferioridad de su religión, en lo fundamental respetaba su derecho a vivir y observar sus propias leyes». Para Duneier fue un error «no reconocer el hecho de que el gueto nazi era una forma extrema y distinta a cualquier otro gueto en la historia», puesto que este no reconocimiento «elide la diferencia entre aquel y las comunidades anteriores, donde la vida judía sí podía sobrevivir y a veces incluso prosperar». Fue también un error convertir el gueto nazi en el modelo sobre el cual construir la idea de gueto afroamericano, un error que, como se observa en el ensayo de Duneier, condicionó los distintos estudios que desde la antropología y la sociología se hicieron en torno a la situación de la comunidad afroamericana.

En su influyente ensayo, An American dilemma, Myrdal advertía que «los analistas de la situación afroamericana» no debían «centrarse en una sola causa, como el desempleo, la vivienda, la educación, la estabilidad en las relaciones familiares, el orden o los índices de criminalidad»; para Myrdal «todo es causa de todo lo demás» y, por tanto, la solución pasaba por la mejora paulatina de las circunstancias sociales de la comunidad afroamericana, unas circunstancias que agravaban la discriminación padecida por dicha comunidad. Para Myrdal como para otros teóricos, a la cuestión racial se sumaba una cuestión de clase: la discriminación hacia la comunidad afroamericana era doble y la existencia de los «guetos» respondía principalmente a esta doble discriminación. Por un lado, respondía al arrinconamiento de una raza, pero, por el otro lado, respondía al arrinconamiento de la pobreza, que, a su vez, era resultado de ese arrinconamiento. Por ello, para Myrdal era esencial mejorar las condiciones de vida de los negros, pues solo mejorándolas podría pensarse en una integración con la comunidad blanca: «La pobreza, la ignorancia, la superstición, los domicilios en barrios bajos, las deficiencias sanitarias, la apariencia sucia, la conducta desordenada, el mal olor y la criminalidad estimulan la antipatía de los blancos hacia ellos», escribía en su ensayo Myrdal, a quien Duneier no duda en tildar de excesivamente optimista.

La solución, si es que es posible hablar de una sola y única solución, no era tan fácil como Myrdal señalaba. Las discusiones teóricas acerca de cómo pensar los guetos negros en Estados Unidos demuestran las dificultades existentes a la hora de atajar una problemática social, que no era uniformemente leída. Si para algunos la clave estaba y está en la cuestión racial, para otros era necesario poner el foco en las problemáticas socio-económicas, en la falta de ocupación, en la alta tasa de abandono de los estudios, en la delincuencia juvenil, en la falta de oportunidades para los jóvenes, en las precarias condiciones de las viviendas… Mientras algunos consideraban que la solución residía en ayudas estatales, otros, como es el caso de William Julius Wilson, autor de Declining significance of race, sostenían que las ayudas estatales lo único que promovían era ciudadanos dependientes de dichas ayudas y, al mismo tiempo, un conflicto entre la comunidad blanca que veía como «sus impuestos» se dirigían hacia una comunidad que recibía cómodamente un subsidio. En efecto, cuando Reagan fue elegido presidente, defendió que «el gasto del sistema de asistencia social estadounidense había promovido la igualdad de oportunidades pero ahora buscaba la igualdad de resultados; es decir, había pasado del “sueño de acabar con la prestación del paro […] a permanentes transferencias de ingresos”». Reagan, apoyándose en las teorías de Wilson, redujo al mínimo las prestaciones, que, sin embargo, estaban muy lejos de haber conseguido la igualdad de oportunidades. ¿Eran las prestaciones el problema? ¿Acaso el Estado no debía garantizar una integración que pasara, ante todo, por unas mismas posibilidades? Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Hacer hincapié en una cuestión de clase social y ofrecer subsidios era el camino o, por el contrario, el problema era principalmente racial?
A la cuestión racial se sumaba una cuestión de clase: la discriminación hacia la comunidad afroamericana era doble y la existencia de los «guetos» respondía a esta doble discriminación

En un artículo de 1978 para el New York Times, Kenneth B. Clarck insiste en que se trata de un problema racial, no de clase (No. No. Race, Not Class, Is still at the wheel, era el más que elocuente título del artículo), sin embargo, comenta Duneier, «los programas de discriminación positiva surgidos a partir del movimiento a favor de los derechos civiles» se habían revelado inapropiados «para tratar la situación de obreros desempleados dentro del mercado laboral del salario bajo», aunque «sí ayudaron a los negros cualificados a encontrar trabajo en el sector corporativo y, especialmente, en el gubernamental, ambos en expansión».

Lo racial, parece indicarnos Duneier, no podía separarse de la cuestión de clase y, si bien Kenneth b. Clarck no se equivocaba cuando recordaba que el conflicto tenía como origen la cuestión racial, no era posible abordar el problema de los guetos sin tener presente que dentro de la comunidad negra había diferencias de clase que obligaban a considerar el conflicto social desde distintas perspectivas. De lo que no cabe duda es que, más allá del debate político acerca de las conveniencias de las ayudas estatales, había un problema de fondo, un problema que tenía que ver con prejuicios racistas, prejuicios que impedían la convivencia.

En los años noventa, Elija Anderson sostenía, al respecto, que «cuando existe un fuerte prejuicio cuesta revocarlo con hechos o datos de la interacción en la calle. Por tanto, aun cuando se produce una interacción positiva, resulta fácil creer que solo se trata de una excepción. Los estereotipos raciales son resistentes porque resisten información opuesta. Los blancos entablan interacciones sociales con estereotipos negativos de los negros» de tal manera que «negros y blancos se van alejando cada vez más» perpetuando un «círculo vicioso de sospecha y desconfianza». Si bien a partir de los setenta puede hablarse de una clase media afroamericana, siendo así cada vez menos factible el hablar de guetos negros sin tener en cuenta las problemáticas socio-económicas, la división social o, en otras palabras, la no interacción seguía siendo un hecho. Como ya advertía en 1978 William Julius Wilson, los factores de clase habían comenzado a imponerse a los de la raza y, por tanto, ayer como hoy resulta imprescindible «determinar las opciones de los negros dentro y fuera del gueto». Delimitarse solamente al gueto sería obviar unas problemáticas raciales que, independientemente del elemento económico, perduran en la sociedad norteamericana todavía hoy, problemáticas de las que son testigo, más allá de las distintas condiciones de vida, todos los miembros de la comunidad afroamericana que, como subrayaba ya por entonces Wilson, comparten «un sentido de identidad como pueblo».

Llegados a este punto, la pregunta que debe plantearse es sobre la vigencia del término gueto. Duneier no tiene dudas: los guetos negros siguen vigentes, pero «coexisten con una importante clase media», que «no surgió porque los blancos decidieran estar a la altura de sus ideales, (…) sino por las exigencias del movimiento a favor de los derechos civiles». Dicho esto, para Duneier el error sería analizar la realidad actual de la comunidad afroamericana solo en relación al gueto, puesto que se obviaría las dinámicas que todavía perduran en las relaciones entre la comunidad blanca y la comunidad afroamericana así como entre la clase media afroamericana y los afroamericanos residentes en los guetos. A propósito de esto, Geoffrey Canada advertía en 1995 que la polémica acerca de las ayudas estatales tiene que ver directamente con estas dinámicas: «Ningún programa de ayuda podía funcionar si pretendía que las masas blancas hicieran sacrificios en nombre de los afroamericanos». Lo cierto es que mientras que es posible hablar de un sentimiento de pueblo que aúna la clase media negra con los negros del gueto, no puede hablarse de una mínima identificación entre los blancos de clase media «con los blancos pobre como para apoyar iniciativas en su nombres», pues su interés radica principalmente en «proteger sus propios privilegios raciales y de clase». En este sentido, el término gueto sigue siendo absolutamente vigente, pero no solo en relación a una raza, sino en relación a una clase social. El gueto, y no solo en Estados Unidos, reúne a esos «otros» que la sociedad expulsa y, actualmente, esos «otros» son siempre los pobres, los económicamente marginados. No debe, obviamente, excluirse el elemento racial, pero en una sociedad de clases, el dinero borra cualquier prejuicio. De ahí que Duneier concluya que «por encima y más allá del racismo, esta capacidad de los estadounidenses para compartimentar y para vivir en una disonancia moral es el pilar fundamental que subyace en el gueto olvidado». ¿Acaso esto mismo no podría decirse de nosotros? ¿Cuántos guetos olvidados hay en nuestras ciudades? Esto daría para nueva (auto)reflexión.

Ana María Iglesias

Ver artículo original