La discriminación de las mujeres tiene un carácter tan pandémico que no resulta fácil hallar un argumento sobre el que la ciencia, o más bien la práctica científica, pueda añadir algún ángulo nuevo, interesante, valioso. En ciencia, las mujeres dominan en los estudios universitarios y las primeras fases de su formación eterna, y empiezan a escasear en cuanto subimos por el escalafón del poder, pero esto es lo que ocurre en cualquier otro ámbito, ¿no es cierto? También han estado peor pagadas que —y discriminadas por— sus colegas masculinos, como pasa en todas partes. ¿Qué puede aportar, entonces, la ciencia a la agenda feminista?
Mi respuesta es: las científicas. Ellas mismas, con sus vidas, sus pensamientos y su lucha permanente y cruel para ocupar el lugar que su intelecto merece. Son mujeres como cualquier otra por un lado, pero muy distintas por otro, porque se encuentran entre los mejores cerebros del mundo y han hecho durante el siglo XX aportaciones esenciales al avance del conocimiento, por lo general ninguneadas por la miopía, no sé si machista, pero desde luego científica, de la élite intelectual de su época. Son casos de estudio valiosos, precisamente por su excepcionalidad. Ilustran como pocas hacia dónde deberían ir nuestras políticas de igualdad.
Yo tengo mis casos favoritos, los que más me han ayudado a entender la discriminación, sus engranajes y sus motivaciones. Uno muy destacado es el de Henrietta Leavitt (1868-1921). A principios del siglo XX, las mujeres no podían estudiar astronomía por alguna razón, pero Leavitt estaba fascinada por esa ciencia y seguramente sabía que tenía talento para ella. Esas cosas son bastante evidentes para quien las sufre. Contra viento, marea y todo pronóstico, Leavitt se matriculó a los 20 años en la Sociedad para la Instrucción Colegiada de las Mujeres, lo más parecido que Harvard ofrecía a una carrera de ciencias para el sexo débil. Y luego se enroló en el harén de Pickering para catalogar, junto a otras mujeres, las estrellas del hemisferio sur.
Y de nuevo contra viento, marea y pronóstico, Leavitt descubrió la primera cinta métrica para medir el cosmos: las cefeidas, unas estrellas pulsantes ya observadas en el siglo XVIII, pero que la tozuda chica de Boston convirtió en la herramienta esencial de la cosmología. La que usó Edwin Hubble en la década siguiente para descubrir que el cosmos está en expansión, el mayor hallazgo de la historia de la astronomía. Hoy sabemos que esa expansión es cada vez más rápida, y también lo hemos descubierto con las herramientas que encontró Leavitt. En 1925, cuando quisieron darle el Nobel junto a Hubble, Henrietta llevaba cuatro años muerta.
Otro de mis casos favoritos es el de Barbara McClintock (1902-1992). En los años treinta y cuarenta, McClintock demostró que hay genes saltarines: tramos de ADN que significan su propia movilidad de un lugar a otro del genoma. Se llaman transposones, o elementos móviles, y nadie logró aceptar su existencia en la época, hasta el extremo de que McClintock se vio excluida de actividades académicas como seminarios, conferencias y tribunales de tesis.
Los últimos libros que se han publicado han seguido, felizmente, este enfoque biográfico, centrado en la peculiaridad de cada uno de los cerebros femeninos que han estado a la altura de sus colegas masculinos, si no más arriba. Estoy de acuerdo con sus autores en que esa aproximación al tema es la más útil que se puede hacer hoy desde la ciencia. Estas no son mujeres normales —en el sentido en que Einstein o Feynman tampoco son hombres normales—, pero aportan a la agenda feminista un ángulo interesante: si incluso estas mujeres de enorme talento sufrieron la discriminación, ¿qué no les podrá pasar a las mujeres del común, todas esas sin superpoderes?
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