Es curioso cómo, después de tantos siglos y detrás de una larga historia, se han forjado ideas terribles y disparatadas de la figura del Diablo. Cómo el hombre le ha puesto una máscara ficticia a este poderoso personaje y le ha culpado de todas las cosas horribles del mundo. Es, sin embargo, aún más sorprendente que este ángel oscuro sea el mayor de todos los creyentes, sobre todo actualmente, e incluso un método de propagación de la fe cristiana.
Esta es la esencia del primer capítulo del libro, un preludio a toda la obra que narra el genial autor de Robinsón Crusoe. Defoe, vestido esta vez de historiador en una de sus últimas publicaciones, traza una línea cronológica que persigue las acciones y artes del Diablo y su legión desde la creación del mundo celeste hasta la época moderna o, en extensión, desde su condición y naturaleza de ángel seráfico hasta nuestros días. Para ello, nuestro autor divide la obra en dos partes con once capítulos cada uno, con una estructura siempre más cercana a la novela que al género histórico. Es también importante decir que la traducción del título del libro nos da menos información de la debida, ya que en el original reza: The Political History of the Devil, esto es, una historia propiamente política, pues parece que el Diablo atiende a este concepto y que tiene su propia política según la cual actúa: “No se muestra por política, así puede actuar en secreto”. No es extraño que se le de este adjetivo a la historia de Satanás, sabiendo, además, que el propio Defoe estuvo inmerso en política y llegó a formar parte del gobierno. Fuera de esto, la primera parte del libro, la historia antigua del Diablo (que empieza realmente en el capítulo V), se centra en la época de la creación del hombre y el comienzo del reinado del Diablo, es decir, en los tres primeros crímenes que cometió sobre la humanidad: Eva, Caín y Lot; y acaba con la llegada del mesías y el restablecimiento de Israel. En estas primeras páginas, el lector empieza a pensar que todo se reduce a una sola cosa: “no destruir al ser humano, pero sí convertirle en indigno, incitarlo a la rebelión y que sea condenado, como él”, reflexión que no deja de inquietarnos por el extraordinario éxito que ha conseguido en su objetivo, como si hubiera “obligado a su creador a contentarse con una parte (cada vez más reducida) de los hombres”. Se le suma a esto una pregunta que me parece aún más inquietante y que el propio autor no puede responder: ¿Cómo, cuando el Diablo se rebeló contra Dios, ha podido entrar el mal en las murallas del cielo si suponemos este lugar como la morada del bien? No podemos pensar que Dios sea imperfecto, por lo que me atrevo a decir que, al ser estos serafines, como los hombres, obras de la creación (aunque su naturaleza sea más elevada y perfecta) también son aspirantes al odio, al rencor y al mal, tal y como vemos en la obra. Aunque, sea como fuere, ni las páginas de este libro ni las de la Escritura ni, en definitiva, la historia puede resolverlo.
La segunda parte es, quizás, más reveladora y amena, en el sentido de que el lector se identifica mejor con la época y las actividades del Diablo. Aquí, la historia toma un matiz más simbólico, pero siempre alternando con sucesos y pruebas del constante ir y venir de los diablos. Este uso del plural no es tan significativo en la primera parte, donde Defoe, que había analizado primeramente el significado etimológico de la palabra, prefiere concederle más importancia a la figura particular del Diablo. De todas maneras, este enfoque no se alterará mucho durante toda la obra, dejando constancia de que el Diablo era y es el artífice de todo. Se aborda el paganismo y la importancia de los oráculos, así como la simbología de la pezuña y la figura de la mujer como “diablo” frecuente. Pero es necesario destacar la explicación que da el autor del Infierno, no tanto como un lugar localizado en alguna parte, sino como un estado de tormento permanente. En este aspecto, discrepa con la literatura y con Milton, al que utiliza como ejemplo unas veces y como contraejemplo otras muchas. No es menos significativo la idea que da Defoe sobre la evolución de las artes del Diablo, pues es evidente que el ser humano ha cambiado desde su origen y está en su naturaleza seguir haciéndolo. Ya no le hace falta hacer uso de hechiceros y videntes o dividir a la iglesia (esto último ya lo ha conseguido), pues ahora el hombre ya está entrenado contra esto. Pero es ahora, sin embargo, más fácil de corromper, hasta el punto de que “es el hombre mismo quien le procura las ventajas” mientras él es un tranquilo espectador de sus actos.
“Me veo obligado a dejar que mis lectores se las arreglen con Satanás”, nos dice Defoe. Puede parecer una conclusión demasiado triste que nos resignemos a no poder hacer nada contra el Diablo, pero también se nos recuerda que “Dios no ha abandonado el gobierno de la creación” a este ser y, con objeto, ya no de evitarlo, sino de ser conscientes de ello, es importante tener este libro en las manos y sorprende que esto no sea reconocido. Otra opción, más divertida y consoladora, es tomar a broma todo lo que nos narra el autor y dar constancia de la ironía que utiliza en algunas líneas del libro y, en general, en toda su obra, pero no es extraño (digo más, es lo más seguro) que, al igual que la historia de Crusoe se basa en una realidad, Defoe creyera realmente en el Diablo y que el ser humano está destinado a sustituirlo en los ejércitos del cielo. Es, entonces, nuevamente curioso observar cómo las historias de ambos están ligadas, inevitablemente, hasta la destrucción del mundo, es decir, hasta que el Diablo se quede sin trabajo y todo acabe, sin más posibilidad, con una completa victoria de Dios.
Cristian Ortín
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