Desmontar los mitos siempre está bien. Ocurre en la historia política, y también de las mentalidades. Daniel Immerwahr ha ido contra uno de los más consolidados, de los asimilados, para no dañar la imagen democrática de EE UU. El historiador norteamericano se refiere al mito de que una democracia no crea un imperio, porque esta forma de dominación es ajena a la defensa de la igualdad y la libertad de las personas. Los conceptos de imperio y democracia que maneja son muy contemporáneos, pero sirven para tener una idea de la valoración del pasado con los principios de hoy. Por ejemplo, no tenemos la misma concepción del imperialismo romano, cuna de nuestra civilización, que del americano. Ni tampoco se valora lo suficiente la modernización que supuso el imperio español en América por obra y gracia de la propaganda de la Leyenda Negra.
La tesis de Immerwahr es muy interesante, y así se vio en Estados Unidos, donde ha recibido varios premios. Nos encontramos ante una historia crítica de la democracia norteamericana. El autor denuncia que se ha ocultado que el país tuvo desde el inicio una tendencia imperialista que despreciaba a sus territorios ultramarinos, dañando así a sus poblaciones, que han sido consideradas de segunda categoría. De esta manera, Immerwahr contrapone el artificio de una democracia compuesta por hombres de raza blanca a un imperio que marginó a negros, mexicanos, filipinos, hawaianos y un largo etcétera de pueblos.
El autor distingue dos fases en este imperialismo. Llama «colonial» a la primera, producida entre la fundación del país y la guerra hispano-norteamericana de 1898. Al principio, el expansionismo territorial, político y económico se produjo hacia el Oeste, con el consiguiente aplastamiento de los «nativos americanos» y luego de los mexicanos. En la guerra con México, en 1848, muchos congresistas de EE UU querían anexionar todo el país conquistado. Lo impidió el racismo, desvela Immerwahr. Despreciaban a los hispanos porque los consideraban inferiores y ajenos a la «raza caucásica». Los mexicanos no estaban a la altura de la «democracia más grande del mundo». Lo explicó bien en enero de 1848 el senador John C. Calhoun: solo querían a la «raza blanca libre», y no sentían «como iguales» a los «indios y las razas mixtas de México». Por esto EE UU solo se anexionó zonas poco pobladas del país vecino y despreció a su populosa parte sur.
Súbditos colonizados
Ese racismo no se limitó a los mexicanos. También a los afroamericanos, que «parecían más unos súbditos colonizados que unos ciudadanos» (pág. 26). También hubo desprecio racial con la población de Alaska y Hawái, y lo mismo ocurrió en las islas Filipinas, donde se persiguió a los musulmanes por considerarlos un grupo inferior.
La guerra contra España marcó un punto de inflexión. Ya declaró Roosevelt en 1897 que EE UU «recibiría con agrado casi cualquier guerra» porque «este país lo necesita». Immerwahr asegura en su obra que no era difícil adivinar en aquella época dónde sería el conflicto, porque había un imperio «que se tambaleaba de forma visible: el de España» (pág. 96). El único acuerdo del Gobierno con los congresistas contrarios a la guerra fue que no se anexionarían Cuba, pero no dijeron nada de Puerto Rico o las Filipinas. Tras la victoria sobre España se negoció en París, dice Immerwahr, sin ningún representante de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, que habían participado en la guerra durante décadas. Esos territorios se convirtieron en protectorados de Estados Unidos. Fue un fraude, y, por eso, Máximo Gómez, uno de los líderes independentistas cubanos, soltó: «Esta no es la República por la que luchamos, esta no es la independencia absoluta con la que soñamos».
En Filipinas se comportaron como imperialistas, asegura Immerwahr. McKinley, presidente norteamericano, consideró que los filipinos eran salvajes y que había que educarlos, «elevarlos, civilizarlos y cristianizarlos» (pág. 110). Fue así que estuvieron catorce años en guerra contra los musulmanes filipinos, que resultó un genocidio de la población filipina. No hay cifras exactas, pero pudieron ser unas 40.000 personas asesinadas, como en la Masacre del Cráter Moro, en donde asesinaron a mil filipinos. El mapa de EE UU creció entonces hasta China y comenzaron a hablar del «Greater United States» (el Gran Estados Unidos) porque iba más allá de América.
La segunda fase, a la que llama el autor «imperio puntillista», comenzó tras la Segunda Guerra Mundial. El enfrentamiento con el imperialismo soviético, así como la OTAN y la Guerra Fría, hicieron que cambiara la política exterior de EE UU. Filipinas consiguió su independencia en 1946. Puerto Rico ascendió a «Estado libre asociado» en 1952, y Alaska y Hawái se convirtieron en Estados de la Unión en 1959.
Superioridad tecnológica
El concepto de imperialismo se transformó. Ya no era tanto anexión como influencia gracias a su superioridad tecnológica y lingüística. Esa colonización norteamericana, subraya Immerwahr, fue económica, cultural y de dependencia militar de los países europeos porque genera menos resistencia. Para 1945, una quinta parte de la superficie de EE UU era territorio de ultramar, unos 135 millones de personas. Ganaron a Alemania y a Japón, pero no ocuparon los territorios, sino que lo convirtieron en su zona de influencia. «Sustituyeron la colonización por la globalización», dice. Es así como EE UU, cuenta Immerwahr, tiene más de 800 bases militares en todo el mundo, «Baselandia», lo llama, incluida España, que fue víctima de su fase colonial. Esta nueva política exterior explica a juicio del autor que sus intervenciones militares en Vietnam, Corea, Irak o Afganistán no hayan sido para preservar la paz, sino las típicas respuestas imperiales.
En definitiva, nos encontramos con una obra tan recomendable como polémica. Las páginas están repletas de datos y acontecimientos narrados desde la típica sorpresa del investigador. Lo cuenta al principio del libro. De pronto Immerwahr vio que la historia de Estados Unidos estaba mal enfocada, que no se atendía a los acontecimientos de los territorios dominados o colonizados, y necesitaba contarlo. Es el gran aporte del libro, este cambio de perspectiva.
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