Tal y como entendemos el ilusionismo hoy día, la hosca figura de Harry Houdini, su impertinente actitud hacia su público, sus aliados y sus enemigos se manifiestan como la antítesis de la amabilidad cómplice de la mayoría de los magos actuales. Posiblemente, se deba a que Houdini se veía a sí mismo inmerso en una obcecada lucha por desvelar la verdad de la magia escénica, una lucha sin tregua ni espacio para cucamonas, que quizás sobre el papel de la teoría teatral suene contraproducente, pero que conociendo las peculiaridades de la enigmática figura, adquiere todo el sentido del mundo.
Pero la fascinación por el mago, pese a sus claroscuros, no cesa. Recién cumplido el pasado 24 de marzo el 140 aniversario de su nacimiento, se agolpan en las baldas de nuestras librerías una serie de novedades que recopilan o glosan sus textos, ensayísticos o de ficción, acerca de su profesión o sus abundantes demonios personales. De todos ellos se extrae una nota común; Harry Houdini era tremendamente celoso de su prestigio profesional, arremetía contra cualquiera que tuviera la osadía de autoproclamarse el mejor mago del mundo.
Un ejemplo: en la cima de su carrera profesional contaba con la ayuda del temido Will Goldston, ingeniero fabricante de los trucos escénicos más importantes de la época, categoría que le daba conocimientos insólitos y muy envidiados sobre cómo funcionaban las bambalinas del ilusionismo de principios del siglo XX. Goldston desvelaba algunos de los secretos de magos muy populares por entonces en libros y publicaciones diversas, incluido un almanaque anual en el que quería publicar el secreto de cuatro juegos muy específicos de uno de los mayores rivales de Houdini, David Devant.
Pero el secreto era aparentemente inexpugnable. Cuando le contó sus desvelos al escapista, este le tranquilizó, afirmando que “toda cerradura puede ser abierta”, y acudió al teatro a ver el espectáculo de su enemigo. A la mañana siguiente, Goldston recibió un paquete anónimo en el que se especificaban con diagramas muy detallados cómo Devant lograba sus maravillas sobre el escenario.
El escapista y su doble
Superdotado para la observación pero también rencoroso hasta la asfixia con aquellos a los que su personalidad maniática y obsesiva no toleraba, Houdini ha acabado personificando a la magia clásica de escenario, pese a no ser un ilusionista al uso, y haber consagrado su fama a una modalidad de la magia, el escapismo, donde la habilidad, los reflejos y el arrojo circense tienen tanta importancia como el secreto anecdótico que enmascara la maravilla. Con una personalidad rebosante de matices y aristas, a su ego desbordado podemos achacar una doble personalidad que desde el patio de butacas parece lógico adjudicar a todo ilusionista debido a la naturaleza de cualquier truco, por sencillo que sea: el engaño.
Esa doble personalidad llegaba a extremos tan significativos como cuando, ya en la cúspide de su carrera, siendo el artista de music-hall mejor pagado del mundo, compró en París un par de trucos de Robert Houdin: un autómata en trapecio que nunca llegó a usar llamado Antonio Diavolo y una caja de cristal donde iban apareciendo una serie de monedas marcadas por el público, y que durante años llegaría a usar como número de apertura de su espectáculo.
Al observador casual le podrá parecer lógico este homenaje al pasado de la magia por parte de Houdini, cuyo nombre artístico (el real era Erik Weisz, testigo de su origen húngaro) es un guiño a Jean Eugène Robert-Houdin, considerado padre de la magia moderna y a quien Houdini idolatró en su juventud. Pero Houdini, en su madurez, invertiría tiempo y esfuerzo en desacreditar públicamente a Robert-Houdin, llegando incluso a publicar en 1908 el libro Desenmascarando a Robert-Houdin, a quien acusó de robar sus trucos a otros magos menos conocidos.
El discípulo superó en fama y fortuna al maestro, está claro, pero… ¿cómo es explicable esa última reverencia adquiriendo y sumando a su espectáculo uno de sus juegos más populares? Un biógrafo de Houdini, citado por Jim Steinmeter en su magnífica historia de la magia Hiding the Elephant, lo resume así: “Es como un cazador primitivo engullendo a un lobo al que acaba de dar caza para ingerir su poder”. Esa doble fachada forma parte de la personalidad tan contradictoria como, en el fondo coherente, de Houdini.
La extraña pareja: Arthur Conan Doyle y Harry el escéptico
Nada de todo ello es más irónico y desconcertante, sin embargo, que su profunda amistad con Sir Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes y autor del texto que encabeza el recopilatorio de escritos de Houdini publicado por Capitán Swing Cómo hacer bien el mal. Durante la mayor parte de su carrera, y obteniendo con ello tanta fama como por sus increíbles escapadas de tanques de acero rebosantes de agua, Houdini fue azote de espiritistas y mediums que usaban trucos clásicos del ilusionismo para desplumar a los miembros más crédulos de la alta sociedad.
Houdini, escéptico pero, sobre todo, vanidoso e incansable refutador de la idea de que pudiera existir algo inexplicable sobre un escenario, se dedicaba a desbaratar sus métodos de forma teatrera y excesiva. Aunque intentó contactar con su madre fallecida a través de los médiums más famosos de la época, también ofrecía recompensas a quien pudiera demostrar poderes sobrenaturales sin asomo de dudas, al estilo de que lo que ha hecho durante décadas el rey de los escépticos, James Randi.
Conan Doyle era, por el contrario, un firme creyente en los poderes psíquicos y la vida más allá de la muerte, y llegó a defender la idea de que las inexplicables proezas escapistas de Houdini podrían haberse debido a poderes ultraterrenos que habría ocultado al resto de los espiritistas con fines publicitarios.
Posiblemente esas declaraciones de Doyle fueran una venganza contra el mago servida en plato frío, por haber dejado que esa bifurcación en sus ideas estropeara una buena amistad entre dos de las mentes más brillantes de su tiempo, pero que da buena cuenta de la contradictoria personalidad de Houdini. Ese fue un vano intento de desvirtuar la leyenda del mago años después de su repentina e inesperada muerte. Ésta le llegó con solo 52 años, el 31 de octubre de 1926 (eso es Halloween, conspiracionistas de lo sobrenatural), a causa de una peritonitis derivada de una ruptura de apéndice. Culpable: un estudiante llamado Gordon Whitehead, que descargó en su abdomen una tremenda batería de golpes.
En una charla distendida en los camerinos del Princess Theatre de Montreal, Whitehead preguntó al mago si era cierto que no le dolían los puñetazos en el estómago. Incapaz por orgullo y por mantener una imagen de hombre irrompible de retroceder un paso o fingir temor, Houdini le dio permiso para golpearle y comprobarlo por sí mismo, pero no tuvo tiempo para recibir adecuadamente los golpes, ya que se había roto un tobillo unos días antes.
Los contundentes puñetazos que recibió sin rechistar acabaron con él, en un resumen irónico y muy humano de los claroscuros de quien fue una de las personalidades esenciales para entender el mundo del espectáculo moderno: vanidoso, contradictorio, siempre dispuesto a lo que fuera por algo de publicidad y con un eterno as oculto que aquel día se perdió en algún bolsillo secreto.
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