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Grosz. Un sí menor y un no mayor

Por El Cultural  ·  22.12.2011

Este libro puede ingerirse como una vacuna contra los tópicos: el de que los pintores no saben escribir, el de que -consecuentemente- sus libros sólo interesan a los especialistas en arte, el de que las memorias ofrecen el mejor perfil del autor, el de que quienes están en contra de algo serán inevitablemente partidarios de su opuesto. Y, más trascendente aún, el de que cómo iba nadie a prever lo que auguraban el nazismo y el comunismo. Por el contrario, estas memorias están escritas con notable talento narrativo, traslucen una personalidad llena de contradicciones y ofrecen una crónica dolorosamente lúcida de cómo se fue construyendo el altar en el que se sacrificaron millones de seres humanos en la Europa de mediados del siglo XX.

George Grosz (1893-1959) fue un artista fundamental en el dadaísmo, el expresionismo y en la pintura denominada Nueva Objetividad. Con esa trayectoria, ampliamente reconocida en su patria y en Europa, sin embargo cuando se trasladó a los Estados Unidos en 1933 no logró sino encargos menores. Y ello a pesar -resulta conmovedor leerlo- de que renunció a toda intención política, a toda pretensión vanguardista y a cualquier otro objetivo que no fuera llevar dinero a casa y profesar el American Way of Life. Su pintura fue desde entonces trivial y uno puede pensar que si existen casos de suicidio creativo éste debe ser uno de ellos.

A Grosz, que desde su misma infancia estuvo fascinado por las posibilidades expresivas de la caricatura, le debemos la imagen más acabada -por despiadada y memorable- de la Alemania de entreguerras. La resumió en escenas de calle y café, donde se cruzan militares sin civilizar, capitalistas porcinos, prostitutas pintadas como puertas y mutilados a los que apenas les queda cuerpo. Sería para reír si no fuera porque nos petrifica el horror. En estas circunstancias, Grosz y sus amigos se hicieron dadaístas, que era una forma artística de disentir del rumbo de la sociedad de entonces. Eran pacifistas pero no precisamente pacíficos: “Nosotros, los dadaístas… por unos pocos marcos como entrada no hacíamos otra cosa que decirle la verdad a la gente, es decir, insultábamos a los presentes”. Poco después, en 1919, Grosz ingresó en el Partido Comunista alemán. Su adhesión al levantamiento espartaquista y la virulencia de sus dibujos le costaron varios procesos judiciales. Poco después, en 1922, a la vuelta de una estancia de cinco meses en la entonces recientemente creada Unión Soviética, abandonó el Partido de forma inmediata. Su relato de ese viaje es sencillamente espeluznante. Y sin embargo, para el nazismo, cuyos prolegómenos describe con la misma agudeza expresionista que tenía su pincel, ostentaba el título de “bolchevique cultural número uno”. Así pues, su pintura se convirtió en seguida en uno de los ejemplos más palmarios de “arte degenerado”. Grosz se embarcó rumbo a Nueva York el 23 de enero de 1933. El 30 de ese mismo mes, Hitler tomó el poder. Pocos días después una brigada de militares arrasaría su estudio berlinés.

En los Estados Unidos Grosz dio clases de pintura, peregrinó por las redacciones de las revistas, incluso visitó Hollywood. Pero su mayor éxito no fue otro que salvar el pellejo. Escrito en 1946, este libro es un balance ciertamente desencantado de la historia de los hombres y de la suya propia. Para entonces había destilado una sabiduría que podríamos llamar cinismo: “Llegué a la conclusión de que son el poder y el éxito los que dan sentido a la vida”. Pero también: “No tengo idea de por qué, cómo ni cuando me convertí en quien soy en la actualidad”. Murió al poco de haber regresado a su patria, al caer borracho por una escalera.

José María Parreño

 

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