Por la presente exijo a los súbditos de su majestad que aprovechen todas las oportunidades para perseguir y exterminar a los indios. Por cada cuero cabelludo de un varón indio como prueba de su muerte se pagarán 40 libras; 20, si es una hembra o un niño menor de 12 años.
(Jorge II, defensor de la fe cristiana, rey por la gracia de Dios de Gran Bretaña e Irlanda, y príncipe del Sacro Imperio Romano, en el año de Nuestro Señor de 1755)
Un siglo después de su muerte, Gerónimo ya no bosteza. Estados Unidos ha pasado de puntillas por el aniversario de su fallecimiento, del que se cumplieron 110 años el 17 de febrero, pero el indómito apache chiricagua sigue ganando batallas y se ha convertido en un icono y referente de la reinterpretación de la historia de los aborígenes de América. Investigadores y novelistas reivindican el pasado de un personaje que despertaba sudores fríos en la frontera, de un “tigre humano” que tuvo en jaque con su minúscula banda de seguidores a los ejércitos de Estados Unidos y México.
Los marines, como los paracaidistas de medio mundo, gritan todavía hoy su nombre para insuflarse valor antes de saltar. Su figura forma parte del imaginario de las grandes llanuras y el sudoeste de Estados Unidos, junto a los lakotas Nube Roja, Toro Sentado y Caballo Loco, los comanches Peta Nocona y Quanah Parker, el cheyene Dos Lunas o el nez percé Jefe Joseph. A diferencia de ellos, Gerónimo no fue un jefe, sino “un chamán de la guerra”, como explica el mexicano Álvaro Enrigue en la novela Ahora me rindo y eso es todo (Anagrama).
De no ser por su tardío ardor guerrero (se rindió por última vez con casi 60 años), su vida sería una nota a pie de página en las biografías de los apaches que sí fueron algo más que grandes estrategas, como Cochise. O como Mangas Coloradas, Nana y Victorio, cuyos nombres son la prueba irrefutable de que no todos los indios son como los de Hollywood. De estos indios trata Ahora me rindo y eso es todo. “De unos cabrones fieros, pero infinitamente más valientes que nosotros, más capaces de sobrevivir en un entorno hostil, mejores padres y con un sentido del humor superior al nuestro”, añade Álvaro Enrigue.
El Gobierno federal de Estados Unidos reconoce a más de 500 naciones indígenas, con casi tres millones de habitantes, la mitad en reservas que tienen leyes propias
El cine se inventó una conquista del Oeste exclusivamente angloamericana. Incluso los mapas desmienten esta visión, con topónimos como San Diego, San Francisco, San Antonio, Los Ángeles, El Paso, Florida o Miami, un vocablo tan español como los anteriores, aunque la pronunciación Mayami gane adeptos entre los castellanohablantes papanatas. Pero si un indio refleja esta realidad oculta ese es Manuelito (sic).
No era apache, sino un hermano de los apaches. El navajo Manuelito –o Manolito, el ridículo apodo con el que los mexicanos rebautizaron a Hastiin Ch’il Haajini– fue un caudillo que lideró la resistencia contra la aculturación y la pérdida de sus fronteras. El diminutivo no hace justicia a su gigantesca victoria. Después de años de rebelión, tuvo que claudicar. Él y los suyos fueron confinados en Bosque Redondo, Nuevo México, aunque más tarde logró que se les hiciera justicia y los dejaran volver a sus tierras.
Los navajos ocupan hoy una reserva de 71.000 kilómetros cuadrados, en una zona equivalente a Castilla-La Mancha en el corazón de sus dominios ancestrales, entre Arizona, Utah y Nuevo México. Eso es algo que nunca logró Gerónimo, que en su lengua natal atapascana se llamaba Goyahkla, el que bosteza. Murió en 1909 como un prisionero de guerra con cierta semilibertad, sí, pero obligado a permanecer junto a sus irreductibles en Fort Sill, Oklahoma, lejos de su hogar. Allí acabaron también como recompensa los exploradores apaches que ayudaron al general Miles a dar con su escondite en Sierra Madre.
Gerónimo es la inspiración de una corriente académica y narrativa que quiere “descolonizar la historia”, en palabras de Roxanne Dunbar-Ortiz (Dunbar, por cierto, es el apellido del teniente protagonista de Bailando con lobos, la novela de Michael Blake que Kevin Costner llevó al cine). Esta experta es la última representante de la reescritura del pasado con obras desmitificadoras, como La historia indígena de Estados Unidos (Capitán Swing), que acaba de traducir al castellano Nancy Viviana Piñeiro.
Roxanne Dunbar-Ortiz, de madre cheroqui, desmonta leyendas como la batalla de El Álamo, en 1836, entre colonos angloamericanos y México. No se enfrentaron “por las ansias de libertad”, como decía John Wayne/Davy Crockett en una película de 1960, sino por todo lo contrario: el gobierno mexicano se negaba a legalizar la esclavitud, en un adelanto de lo que desencadenaría la guerra de Secesión. La escritora tilda a James Bowie y Davy Crockett de “mercenarios”. A William Travis, de “esclavista”. Y a Sam Houston, de “alcohólico”.
Pero, más que por dar voz a los olvidados y ponerse de su lado, La historia indígena de Estados Unidos rompe con la costumbre de presentar a los indios como un bloque monolítico, “como un grupo étnico o racial unificado, y no como pueblos diferenciados, con cientos de naciones”. Naciones, no tribus, dice la doctora Dunbar-Ortiz, que también se abstiene de recurrir a América y americano para referirse sólo a Estados Unidos y a sus habitantes.
La Administración estadounidense reconoce en la actualidad a más de 500 naciones indígenas, con unos tres millones de personas, la mitad en reservas con leyes propias. Hay indios de los que el cine nunca habló. Sólo en la costa de California vivían los ipai-tipai, chumash, salinan, esselen, costanoan, miwok y los luiseños y gabrielinos (de nuevo las reminiscencias españolas: así se los conocía por su proximidad a las misiones franciscanas de San Luis y San Gabriel). Y también había –y hay– nativos americanos fuera de EE.UU.
Los alacalufes, haush, yaganes y onas reinaron en Ushuaia, en la Tierra del Fuego, ahora de soberanía argentina. Eran los seres más australes del mundo. O los selk’nam, los señores de la Tierra. ¿Cómo una realidad tan caleidoscópica se ha interpretado de manera uniforme tantos años? Roxanne Dunbar-Ortiz busca respuestas, en la estela de obras canónicas de los años setenta y ochenta, como las de Vine Deloria (El general Custer murió por vuestros pecados, que publicó Barral y hoy descatalogada), Dee Brown (Enterrad mi corazón en Wounded Knee, reeditada por Turner) y Élise Marienstras (La resistencia india en Estados Unidos, de Siglo XXI).
Pérez-Reverte también pudo titular ‘Territorio apache’ su su novela: estos indios engañaron, mataron, torturaron, violaron y mutilaron casi tanto como sus invasores, los blancos
Más recientemente otros autores descubrieron que lo que muchos llaman tribus fueron imperios. A ningún historiador se le ocurriría hablar de las tribus azteca, maya o inca, y sí de la tribu comanche, aunque la Comanchería dominaba un territorio de más de 400.000 kilómetros cuadrados entre Texas, Nuevo México, Colorado, Kansas y Oklahoma. Y lo hizo con una población de tan sólo 40.000 personas, según las estimaciones más optimistas. Es como si el público de un estadio mediano de fútbol controlase cuatro veces la superficie de Islandia.
Tanto era su poder, explica Pekka Hämäläinen en El imperio comanche (Península), que España les trató en el siglo XVIII como a una nación soberana. Este historiador finlandés coincide con dos de sus maestros, Errnest Wallace y Adamson Hoebel, autores de The comanches, lords of the south plains (Los comanches, los señores de las llanuras del sur). Si Estados Unidos pudo anexionarse más de la mitad del territorio de México entre 1838 y 1848, sostienen los tres, fue por la continua labor de desgaste de estos indios, que impidieron a los mexicanos afianzar sus fronteras. Así opina también Samuel C. Gwynme en El imperio de la luna de agosto(Turner).
Algo parecido podría decirse de la Apachería, un inmenso país entre México y Estados Unidos donde el viento del desierto arrastra un nombre. Su recuerdo anima muchas protestas de los nativos americanos. Contra proyectos de obras hidráulicas y cementerios nucleares en territorios nativos, contra el olvido, contra… Gerónimo sólo convenció en vida a un reducido grupo de seguidores. Uno de sus muchos biógrafos, Olivier Delavault, explica que “dirigentes como Cochise, Mangas Coloradas o Victorio tenían un pueblo detrás; él, sólo partidarios”.
Y, sin embargo, después de muerto ha logrado un respaldo unánime. El Movimiento Indio Americano (AIM, por sus siglas en inglés) protesta desde hace años por la usurpación de sus símbolos a manos del ejército y el deporte. Los helicópteros de combate AH-64, CH-47 o VH-1 son conocidos como los modelos Apache, Chinook e Iroqués. A los nativos americanos tampoco les gusta que haya equipos como el Washington Redskins (los pieles rojas de Washington), pero la gota que colmó el vaso fue el nombre en clave que se dio a la captura de Bin Laden: operación Gerónimo.
El general Crook lo calificó de “tigre humano”. Para otro general, Nelson A. Miles, que logró su rendición definitiva en 1886, era “el peor y el más salvaje de los indios”. Gerónimo nació en una época y un lugar poco propicios para los santos. Él no lo fue. Se opuso con todas sus fuerzas a la civilización. Llegó a enterrarse en la arena del desierto para despistar a sus perseguidores y envenenó pozos para afligir de sed a quienes querían darle caza. Engañó, mató, torturó, violó y mutiló. Quizá todo eso tenía en mente Arturo Pérez-Reverte cuando tituló Territorio comanche la novela sobre sus recuerdos como corresponsal de guerra.
También podría haberla titulado Territorio apache, ese lugar donde “el instinto te dice que pares y des media vuelta”. Los apaches podían lanzar bebés contra los cactus gigantes, quemar a sus víctimas a fuego lento o rebanarles las plantas de los pies y obligarles a caminar.
Su crueldad pretendía asustar a un enemigo que sabían muy superior. Pero nadie ostentaba el monopolio de la violencia. Los blancos también engañaron, mataron, torturaron, violaron y mutilaron, aunque a veces se olvida. Como se olvida que la práctica del escalpelo o de cortar la cabellera, muchas veces con la víctima todavía viva, no era propia de todas las tribus. Si tamaña barbarie se extendió fue precisamente por la influencia de los blancos, que la hicieron suya, como refleja un edicto real de Jorge II en 1755.
Los rangers y las milicias a uno y otro lado del río Grande regresaban de las expediciones punitivas con macabros recuerdos: bolsas de tabaco hechas con el escroto de sus víctimas y collares de dedos y orejas. “Pero a ellos nadie los llama terroristas, y a mi bisabuelo, que sólo fue un guerrero, sí”, dice Harlyn Gerónimo, que resumió con estas palabras la indignación contra el ejército por asociar a su antepasado con el cerebro de los atentados del 11-S.
Extinguida la llama de la rebelión en las llanuras, pocas minorías raciales han pagado un tributo en sangre tan grande. Los indios combatieron en la Segunda Guerra Mundial (Monte Casino, Iwo Jima…), en Vietnam, Afganistán y el golfo Pérsico, pero aún no es suficiente. Durante la primera guerra de Iraq, el general Richard Neal se felicitó de que sus tropas –en las que paradójicamente había 13.000 nativos americanos– ya estuvieran “en terroritorio indio”. Indian countryo su forma abreviada, in country. Así se refiere todavía el Pentágono a las posiciones enemigas.
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