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George Orwell y ‘1984’: el libro que nos atormenta desde hace setenta años

Por eldiario.es  ·  20.11.2022

Iñigo Sáenz de Ugarte

Ahora que Europa vuelve a sufrir una guerra, quizá sea un buen momento para volver a hablar de 1984. O de George Orwell y su lucha contra el totalitarismo. O de cómo el libro más influyente en el siglo XX de lo que podríamos llamar literatura política nunca ha perdido vigencia. Siempre está ahí advirtiéndonos de lo que podría pasar. En 1983 y 1984, cuando se cumplía la fecha que le daba título, un detalle en realidad irrelevante, el libro vendió cuatro millones de ejemplares en 62 idiomas. Cuando Donald Trump fue elegido, volvió a experimentar un fuerte incremento de ventas.

¿Qué es lo que hace que 1984 continúe interesando aunque su lectura sea en algunos momentos difícil de soportar? ¿Por qué pensamos que fue una profecía cuando Orwell no la escribió como si lo fuera?

Si las preguntas son demasiadas, porque además no son las únicas que se pueden hacer, hay que recordar que fue uno de los libros más citados en la Guerra Fría y por tanto de los más manipulados.

Dorian Lynskey tiene unas cuantas respuestas muy interesantes a los enigmas de 1984‘El Ministerio de la Verdad’, publicado en España por Capitán Swing, es un libro sobre un libro y es una biografía de Orwell que destaca todos aquellos momentos vitales que le empujaron a escribirlo.

“1984 sigue siendo el libro al que recurrimos cuando se mutila la verdad, se distorsiona el lenguaje, se abusa del poder y queremos saber hasta dónde puede llegar todo esto”, escribe Lynskey. Ha sido una visión sorprendente real para todos aquellos que han sufrido las dictaduras más terribles. También es un recordatorio permanente para los que viven en democracia sobre lo que puede ocurrir en las peores circunstancias. “Al fin y al cabo, el fascismo es un producto del capitalismo y hasta la democracia más amable puede girar hacia el fascismo llegado el caso”, escribió el escritor británico en 1937 en una carta a un amigo.

Orwell es un hijo de su tiempo y eso resulta evidente en todos sus escritos. De un tiempo horrible. En 1940, escribe la reseña de un libro de un periodista británico que describe en tonos lúgubres la década de los años treinta. Sólo se fija en “el lado malo”, dice, pero él tampoco es capaz de encontrar una visión más positiva: “¡Menuda década! Una revuelta sin sentido que se convierte de pronto en una pesadilla, un pintoresco viaje en tren que desemboca en una cámara de tortura”.

Sabe de lo que habla. En diciembre de 1936 viaja a España para combatir contra el fascismo. En Barcelona, se alista en las milicias del POUM, un partido marxista de origen trotskista. Es una elección condicionada por la carta de recomendación que consigue en Londres para poder desplazarse a la guerra con seguridad. Orwell admitió después que no era muy consciente de las diferencias ideológicas en la izquierda y que hubiera preferido unirse a la CNT.

En Barcelona es testigo de lo que pueden llegar a hacer los comunistas al cumplir ciegamente los órdenes de Stalin. El POUM es perseguido y diezmado, hasta el punto de que la vida del escritor y de su esposa corre peligro. Eso le permite conocer cuáles eran los riesgos en una situación de terror político.

En esa época, no puede sorprenderse de que los grupos de la izquierda diriman sus diferencias a tiro limpio, incluso si son aliados en la guerra. Lo que no perdona son “las mentiras que vinieron después”, escribe Lynskey. Los comunistas justificaron la eliminación de sus rivales trotskistas acusándoles de ser unos traidores que colaboraban con los fascistas. Orwell descubre alarmado que muchos, también en su país, se creen esa colección de mentiras o les conviene creérselas.

Cuando Orson Welles aterroriza a Nueva York con su reconstrucción radiofónica de ‘La guerra de los mundos’, Orwell presta atención a lo que ha ocurrido. “La evidente conexión que existe entre la infelicidad personal y la disposición a creer lo increíble es un descubrimiento de sumo interés”, escribe.

Orwell sigue con gran interés las obras de H.G. Wells y escribe sobre ellas, no siempre de forma elogiosa. Wells es el gran profeta a la hora de imaginar cómo sería el futuro y cuáles serían las grandes innovaciones tecnológicas. Este fabricante de utopías es asociado a una visión optimista del progreso, aunque sus cuatro novelas más conocidas escritas entre 1885 y 1898 –entre ellas ‘La máquina del tiempo’ y ‘El hombre invisible’– ofrecen un escenario marcado por el abuso de los conocimientos científicos y los errores por los que el ser humano paga un precio muy alto.

Es un territorio en el que el autor de 1984 se reconoce. “Orwell nunca equipara tecnología y progreso”, escribe Dorian Lynskey. En su habitual tono pesimista, Orwell escribe durante la guerra que cada avance científico “acelera la tendencia que nos conduce al nacionalismo y la dictadura”. No era una opinión absurda en ese momento. El progreso científico había sido inmenso desde finales del siglo XIX y lo que Europa había ofrecido al mundo habían sido dos guerras con decenas de millones de muertos.

La experiencia en España y el uso de la propaganda en la Segunda Guerra Mundial, en especial por los regímenes totalitarios, le llevan a ir acumulando las ideas que luego cobrarán forma en 1984. Ahí se encuentran frases como “la sensación de pesadilla que provoca la desaparición de la verdad objetiva” y conceptos como “doblepensar” o “neolengua”. Está convencido de que un futuro totalitario es posible con independencia del resultado de la guerra o quizá a causa de esta.

No es el único que piensa así, tampoco después de la guerra. Los horrores sufridos, el impacto emocional causado por la bomba nuclear y la profunda crisis económica posterior llevan a muchos a abandonar toda esperanza. Aldous Huxley, el autor de ‘Un mundo feliz’, predice una epidemia de totalitarismo en un siglo o quizá mucho antes.

Orwell dedica tres años a escribir la novela que lleva mucho tiempo teniendo en mente, alimentada por las obras de otros autores, su pésima salud y el clima sombrío de la Gran Bretaña de posguerra. Una dictadura de apariencia infalible domina por completo la vida de los ciudadanos reescribiendo constantemente el pasado –a eso se dedica Winston Smith en el Ministerio de la Verdad– para poder controlar el presente y el futuro. Un Gran Hermano omnipresente, traducido en el libro de Lynskey como Hermano Mayor, vigila a todos desde las pantallas.

No hay esperanza, mucho menos para los que caen en la tentación de pensar que pueden rebelarse. En el peor de los casos, la tortura les romperá hasta que acepten su inevitable derrota.

Durante la mayor parte de su elaboración, la novela lleva el título de ‘El último hombre de Europa’. El definitivo es elegido casi en el último momento al publicarse en 1949, una forma de anunciar que ese tenebroso futuro no es inmediato, pero no tan lejano en el tiempo como para despreocuparse.

A la altura de su talante depresivo, su autor no piensa que vaya a vender muchos ejemplares. Siempre estuvo corto de dinero en su vida y atado a innumerables colaboraciones periodísticas para sobrevivir. ‘Rebelión en la granja’ había tenido un éxito rápido, pero él no podrá disfrutar económicamente de la explosión de ventas de 1984. Muere siete meses después de su publicación a los 46 años.

Sus editores no piensan como él. “Es uno de los libros más aterradores que he leído”, dice su primer editor en lo que quiere ser un elogio. Aun así, están seguros de que será un éxito de ventas.

La derecha lo acoge alborozada en EEUU y Reino Unido. Pravda afirma que es “un libro indecente”. La revista norteamericana Life le dedica ocho páginas ilustradas, seguro que por decisión de su dueño, el anticomunista Henry Luce. El objetivo es ceñir el libro a una descripción de la URSS de Stalin. También se hace así en Alemania en unos años en que el discurso oficial exige no hablar del nazismo.

Ante esa primera recepción, que es hostil en la izquierda británica, Orwell dicta una declaración a su editor para contar que no ha dejado de ser socialista. Precisamente, apoya al Gobierno laborista de Clement Attlee, aunque no con mucho entusiasmo, porque le parece demasiado moderado y precavido.

Al autor le da tiempo a escribir a un sindicalista norteamericano con la intención de mantener su compromiso político. Le dice que el libro no es “un ataque al socialismo ni al Partido Laborista británico (del que soy simpatizante)”. Lo define como una advertencia. Si no se lucha contra el totalitarismo, “podría triunfar en cualquier parte”.

El libro es engullido por la Guerra Fría y ha sido utilizado desde entonces para pintar a los adversarios en los términos siniestros con que en 1984 se describe a los estados del futuro. También en nuestros días. Citar a Orwell es “asumir, lo merezcas o no, algo de su prestigio moral”, casi un cliché cultural, que es lo que ocurre con frecuencia con los textos de Hannah Arendt. Los hay que se echan en brazos del alarmismo y anuncian que ya vivimos en el mundo de 1984, aunque el consumismo y la tecnología deberían recordarnos más a lo que Huxley describe en ‘Un mundo feliz’.

Es más habitual que se emplee para sacudir al adversario, como se hizo justo después de su publicación. Como entonces, a la derecha norteamericana le encanta utilizar el adjetivo ‘orwelliano’ para atacar cualquier intento de crítica a sus ideas. En España, el Partido Popular y los periódicos conservadores hicieron lo mismo a cuenta de una orden ministerial anodina que se limitaba a cumplir las directrices de la Comisión Europea sobre lucha contra la desinformación originada en el exterior.

Se llegó a decir sin ánimo irónico que en España se había puesto en marcha el “Ministerio de la Verdad”. Casi todo el mundo quiere reclutar por la fuerza a Orwell para que sirva en su ejército de propaganda.

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Lynskey acaba el libro con la idea que estaba en la explicación que el autor dio a su editor. Orwell no creía que el mundo fuera a acabar de forma irreversible en ese espanto. Lo dejó bastante claro con sus palabras pronunciadas desde una cama del sanatorio de Cranham: “La moraleja que podemos sacar de esta peligrosa pesadilla es simple. No deje que ocurra. Depende de usted”.

Eso continúa siendo ahora tan cierto como en 1949.

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