Como la etóloga británica Jane Goodall tuvo a los chimpancés y la estadounidense Dian Fossey, a los gorilas, el fotógrafo francés Geoffroy Delorme encontró a su «verdadera familia» en la vida salvaje, cuando convivió con ciervos siete años en un bosque de Normandía.
Para Delorme, los cérvidos son «el reflejo del alma», pero no «una medicina para la enfermedad humana de la vida», como el bosque, resalta, tampoco es «una terapia para la locura de la civilización».
Así lo asegura a EFE el naturalista, que esta semana ha publicado en español ‘El hombre corzo’ (ed. Capitán Swing), una crónica en la que relata con todo detalle su inmersión en el bosque de Louviers, donde se adentró a los 19 años sin saber que se convertiría en su hogar durante casi una década.
El autor, fotógrafo de profesión, se crio en un contexto de aislamiento social, educado en casa tras no haber logrado conectar con sus compañeros en la escuela, pero pronto encontró a sus nuevos amigos, los corzos, en los senderos forestales donde se adentró obedeciendo a la llamada de lo salvaje.
Allí, en las profundidades del bosque, los ciervos le enseñaron a vivir, comer y dormir (sin mantas, ni tiendas ni sacos de dormir) «a base de ciclos cortos», algo que le permitía «llevar una vida -o supervivencia- sin demasiado sufrimiento físico», describe en su libro.
«Cuando vives en la naturaleza, rodeado de animales salvajes, no te enfrentas a la naturaleza sino a ti mismo», afirma Delorme sobre su relación con estos mamíferos, y agrega que aunque las dificultades que encuentran en el exterior son exclusivas de nuestra especie», a los humanos «nos corresponde observar a las demás lo más de cerca posible para evolucionar».
Él entiende el bosque como una «gigantesca comunidad de animales y plantas, todos autónomos e interdependientes», y considera que la crisis ecológica que lleva a cada vez más seres vivos camino de la extinción -la ONU calcula que hasta 200 especies desaparecen cada día- es la consecuencia de que «la civilización nos ha hecho perder esa noción».
«Nos hemos convertido en consumidores y, lo que es peor, en consumibles», asevera el naturalista, que advierte de la «lógica destructiva» en que se encuentran las sociedades modernas: «corremos detrás del poder adquisitivo, que significa el poder de consumir», y lo hacemos, dice, motivados por una «falsa promesa» de la vida sencilla que, se supone, concede la tecnología.
Aunque cree que la vida salvaje «no está al alcance de todos porque las comodidades de la civilización debilitan nuestros cuerpos y nuestras mentes», considera que la naturaleza puede ser un «estímulo», y aconseja por ejemplo caminar descalzo una vez por semana, reintegrarse brevemente en el mundo natural y volver después «a una buena ducha o un buen baño de pies».
Mientras que «todos abogamos por la libertad», que es para Delorme «sólo un concepto humano», el naturalista opina que habría que centrarse en otros valores, como la autonomía «alimentaria, energética o de otro tipo», a partir de asociaciones que se creen y se equilibren «en función de las capacidades de cada uno», como ocurre en la naturaleza.
Así, él no habla de crisis climática, sino de cambio climático, pues recalca que «sólo los más adaptables sobrevivirán», entre los cuales, según Delorme, se encuentran los cérvidos.
Los humanos, si quieren sobrevivir a esa realidad cambiante en un planeta sobrecalentado, deberán «construir una nueva base» -arguye- y replantearse la convivencia con los animales salvajes a partir de instrumentos como los corredores verdes, que conectan los asentamientos humanos con el hábitat de otras especies.
A su juicio, la pérdida de biodiversidad se detendrá cuando los humanos sean conscientes de la conexión entre especies que se destruye con la tala industrial, porque «la mitad de árboles significa la mitad de nidos de pájaros, refugios de insectos, reservas de comida para ardillas, nidos de lirones, etcétera», y, en definitiva, «cuando dejemos de considerar la naturaleza como un yacimiento». EFEverde
Por MARTA MONTOJO
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