el más próximo, el más íntimo, a menudo el más invisibilizado y vaciado de capital político. El hogar es el reverso de la plaza pública, la antítesis de las tribunas de oración y de las acciones revolucionarias. El hogar es la metáfora en la que se encierra lo femenino, el cuartucho mal ventilado en el que trabajan en condiciones indignas las limpiadoras migrantes, el ángulo ciego de la administración pública, la frontera que divide el mundo con la siguiente falacia: lo personal es privado.
Décadas de pensamiento y organización feminista han reivindicado nuevas formas de entender el hogar, convirtiéndolo en una esfera más de la vida colectiva. O, incluso, en un eje crucial para la organización co munitaria, el cordón umbilical que trenza los tejidos asociativos. En Utopías cotidianas (Capitán Swing, 2024), Kristen Ghodsee escribe que la utopía ha sido históricamente una sucesión de esfuerzos por reorganizar la esfera doméstica. Desde hace más de 2.000 años, corrientes de pensamiento utópicas han “soñado con construir socieda des que reimaginasen el papel de la familia” con la intención de concebir comunidades más justas. Ghodsee también apunta que es en los momentos de mayor incertidumbre política cuando las utopías ganan fuerza y adeptos. Como una niña que, aburrida por la soledad o asustada por los abusones del colegio, encuentra refugio en galaxias lejanas o en mundos alternativos, también la ciudadanía, ante la precariedad o la pérdida de derechos, imaginaría escenarios más esperanzadores.
Es, cuando menos, una apuesta optimista. Por desgracia, la correlación entre malestar y creatividad reactiva no parece ser una fórmula mágica. La sensación que permea el clima político en el mundo occidental es, precisamente, la de vivir inmersos en un duelo por las utopías. Las fantasías del siglo XX no aguantaron, o, tal vez, aguan taron demasiado, se empeñaron en man tener posiciones inalterables y perdieron contacto con la realidad, o la aniquilaron. O puede que fueran -seguro que lo eran- utopías incompletas y que dejaran a demasiada gente fuera.
Este es un malestar extendido, pero ataca con especial virulencia a la generación que heredó la crisis económica justo cuando se graduaba de la universidad y veía su vida, o, mejor dicho, su proyección de vida, convertida en un artefacto pesado y obsoleto. También ataca a las generaciones que vinimos después, ya desencantadas, con nuestras dosis de impotencia e inestabili dad debidamente digeridas. El resultado es un círculo vicioso. La falta de un futu ro próspero en el que proyectarnos -un futuro que conquistar, pero, sobre todo, un futuro que legar a quienes vienen des pués- se traduce en un déficit de imagi nación colectivo.
La precarización del trabajo, unida a la desarticulación de redes de apoyo, colectivos de barrio, negocios locales, sindicatos (¿dónde se reúnen los falsos autónomos?), y a la digitalización de las relaciones sociales (la revolución no será tuiteada, y la compañía, tampoco) ha dejado un paisaje social extenuado, individualista, triste y con muy poca capacidad de organización. En un lugar destacado, en lo alto de la pirámide del malestar, cabría señalar otro factor: de nuevo, el hogar.
Solo el 16% de los jóvenes entre 18 y 29 años han podido irse de casa de sus pa dres; en 2004, eran el 41,1%. Los que logran emanciparse, destinan en vivienda más de un 80% de su sueldo (que sube la mitad de lo que suben los precios del alquiler). El porcentaje de propietarios jóvenes ha caído en picado en los últimos 20 años, desde el 69,3% en 2011 al 31,8% en 2022, según la encuesta financiera de las familias que publicó en mayo el Banco de España.
La vivienda no es solo un derecho que, incumplido, tiene graves consecuencias en las condiciones materiales de la población. También es el centro de gravedad de la utopía. La base desde la que la niña aburrida o asustada imagina su cosmos de heroicidades y compañías. El origen de la fantasía. La primera línea de batalla donde recobrar el aliento y dejar que el reposo afloje las ataduras de la mente y la deje libre para ver y pensar de otra manera.
Hogar son muchas cosas, no es posible, ni quizás demasiado aconsejable, encajarlos en definiciones rígidas. Hablar de hogar es hablar de intimidad y de recogimiento, pero no necesariamente de propiedad privada. Hablar de familia es hablar de lazos y de cuidados, pero no necesariamente de acumulación individual ni de perpetuación de roles de género patriarcales. Hablar de comunidad es hablar de pertenencia, pero no necesariamente de exclusión de un otro en beneficio de un nosotros. Son palabras abiertas, que conjuran más que prescriben, y, en su indefinición, o, mejor dicho, en su constante redefinición, existe la posibilidad de encontrar significados más sostenibles y más justos. La utopía empieza por entender el hogar desde lo colectivo. Pasa por defenderlo como un derecho y, también, un cierto deber: el de habitar la promesa de un futuro mejor. Perseguir la estela de unojalá hasta que la frontera entre lo real y lo imaginado se haga cada vez más estrecha. No habrá utopía sin casas, ni casas sin utopía.
Amanda Mauri es escritora e investigadora. Su último libro es Museo de las ausentes. Usos políticos del duelo (Paidós).
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