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Focas zombies, escorbuto y locura en la Antártida: la expedición olvidada que llevó al ser humano al extremo

Por ABC  ·  14.12.2023

‘Un manicomio en el fin del mundo’ (Capitán Swing) narra con toda clase de detalles la odisea vivida durante casi un año por 19 marineros y científicos atrapados en el mar helado.

En la Antártida tiene sentido abrir tal vez una tienda de estufas, una granja de pingüinos o incluso un puesto para alquilar trineos, pero a pocos se les habría ocurrido, como hizo el comandante Adrien de Gerlache, instalar sobre el hielo un manicomio. La idea resultó muy productiva, pues hay pocos lugares más asfixiantes y capaces de enloquecer a un ser humano, pero obviamente no lo hizo a propósito ni fue capaz de ponerle paredes. La expedición marítima encabezada por el joven y arrogante belga en el verano de 1897 entró, en gran parte por sus decisiones, en un estado de demencia absoluto donde no faltaron ni la tragedia ni la enfermedad ni la oscuridad.

En el libro ‘Un manicomio en el fin del mundo’ (Capitán Swing) Julian Sancton narra con toda clase de detalles, incluso en materia sexual, la odisea vivida durante casi un año por 19 marineros y científicos atrapados en el mar helado de Bellingshausen, en el extremo noroeste de la Antártida. El periodista estadounidense conoció esta historia por un artículo en la revista ‘New Yorker’ sobre cómo la NASA preparaba futuras misiones en Marte estudiando las expediciones polares de principios del siglo XX y se propuso entender la manera en la que ‘El Belgica’ pudo alcanzar tal nivel de hastío.

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El solitario barco había partido de Ostende el 23 de agosto de 1897 con 13 belgas, 10 extranjeros y dos gatos (uno de ellos acabó dando también muestras de enfermedad mental) con el objetivo de encontrar el polo sur magnético, en la Tierra de Victoria, al sur de Nueva Zelanda, al mismo tiempo que los científicos recogían muestras y aprendían de la fauna que sobrevivía al sur de Tierra del Fuego. Una empresa muy ambiciosa que, después de sortear un motín en Punta Arenas y un casi naufragio cerca de Ushuaia, se topó de frente con el desastre cuando su arrogante comandante decidió pasar el invierno en la Antártida.

La enfermedad campa a sus anchas

Atrapados en un interminable campo de hielo, petrificados sin poder avanzar ni retroceder, el primer jinete del Apocalipsis al que se enfrentó el grupo fue esquivar el aburrimiento. Cada uno lo combatió a su manera: unos, intentando abrir un canal en el hielo macizo y otros investigando lo inexplorado. Aún cuando la oscuridad no era completa, el biólogo rumano Emil Racovitza encontró «la planta con flor que crece más al sur de la Tierra, Deschampsia antárctica, una hierba muy escasa y resistente, capaz de soportar el frío, el viento y la pobreza del suelo» y «recogió ácaros de las rocas recubiertas de líquenes y descubrió el animal más grande y estrictamente terrestre que habita en la Antártida: un mosquito de cinco centímetros, negro, incapaz de volar, conocido como Belgica antarctica en honor a la expedición».

Luego, los días empezaron a ser más cortos y la abulia bloqueó tanto a marineros como a hombres de ciencia. Las historias y anécdotas que hasta poco antes provocaban grandes carcajadas se convirtieron, de tanto repetirse, en un martilleo desagradable. «Se sientan, alicaídos y tristes, a la mesa del laboratorio y el castillo de proa, perdidos en ensoñaciones melancólicas; son raras las ocasiones en que alguno se despabila y trata de transmitir un vano entusiasmo», dejó escrito el médico Frederick Cook, quien después sería recordado por afirmar que había sido el primer explorador en llegar al Polo Norte.

El segundo reto fue superar una dieta pobre en vitamina C durante un año entero, incluido un invierno completo sin ver la luz del sol. Esto provocó que se extendiera el escorbuto y la anemia entre los hombres, lo cual sí supo paliar Cook, que recomendó la ingesta de carne de pingüino poco hecha tal y como había visto hacer a las tribus locales.

Junto al norteamericano, la otra figura clave para salvar al grupo de la catástrofe total fue otro gran héroe de la nieve, Amundsen, el primero en conquistar el Polo Sur y que en el ‘Belgica’ ejercía casualmente como timonel. No se puede decir que el noruego, frío como el hielo que lo rodeaba todo, mantuviera en alto la moral de la tripulación, pero tomó decisiones cruciales como el confeccionar abrigos con piel de foca y otras que iban a resultar claves en sus futuras aventuras.

No obstante, lo que más dañó a la tripulación no fueron problemas físicos, sino dolores del alma: la locura, una sinfonía de aullidos constantes, hombres que ni hablaban ni oían y mentes completamente rotas. La galería de chaladuras de los expedicionarios, que crearon la Orden del Pingüino, incluyó una variedad digna de un cuadro de El Bosco. El marinero Tollefsen, sin ir más lejos, «ante la presión constante del hielo, sucumbió al horror y enloqueció al contemplar el sobrecogedor espectáculo de lo sublime, aterrado ante el destino que no cesaba de acecharle».

La diversidad del grupo, donde cada cual hablaba su propio idioma, acrecentó el aislamiento

Un marinero llamado Van Mirlo empezó a gritar de pronto «¡capitán, sigue viva!» al ver o, al menos creer ver, que una foca recién muerta que llevaba a los hombros aún convulsionaba. La diversidad del grupo, donde cada cual hablaba su propio idioma, acrecentó el aislamiento y la manía persecutoria entre sus miembros.

Si la paranoia no acabó en un baño de sangre fue porque ‘el Belgica’ contaba con la fortaleza de su médico. Cook fue un pionero en el tratamiento mental de grupos sometidos a aislamiento extremo, no solo por el seguimiento uno a uno de cada persona a bordo buscando que no se desconectaran por completo del mundo de los despiertos, sino por poner en práctica técnicas tan revolucionarias como el llamado ‘tratamiento horneado’, un primitivo intento de fototerapia usando fogatas para combatir la depresión provocada por la privación de luz continuada.

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Finalmente, el 16 de noviembre regresó el sol, pero no la cordura. «Habían pasado el invierno soñando con el sol, pero la persistencia de la luz resultó tan perturbadora como la noche perpetua. Cuando el día estaba claro, no se veía una sola sombra en el hielo», escribe Julian Sancton sobre el cambio de tiranía, de la ausencia al exceso de luz. Los meses siguieron castigando al barco, inmóvil, casi carente de vida. No fue hasta el 12 de febrero de 1899, cuando las orillas del canal comenzaron a separarse y fue posible volar el resto del hielo con explosivos, que la tripulación se permitió soltar aire de alivio y convencerse de que la pesadilla podía llegar a término. Pocos días después partieron de vuelta a casa como si todo lo ocurrido hubiera sido un mal sueño.

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