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Flores en Chernóbil: la vida en los paisajes posthumanos

Por El Periódico de España  ·  16.01.2023

La autora escocesa Cal Flyn visita en ‘Islas del abandono’ (Capitán Swing) sus viajes a lugares abandonados en los que la naturaleza recupera lo que una vez fue suyo

Cuando se declaró oficialmente la pandemia de la covid-19 y buena parte de la superficie de la Tierra se vació de seres humanos, la periodista escocesa Cal Flyn pensó que estaba “soñando en vida”. Acababa de terminar el borrador del libro Islas del abandono, un retrato de lugares en los que la naturaleza se abría paso sin seres humanos. “Fue una sensación muy extraña ver cobrar vida a tantos de los paisajes urbanos vacíos que había imaginado. Había escrito ya sobre el impacto humano en la naturaleza, y pensé que estos lugares abandonados eran una forma útil de mostrar el mundo natural en el futuro y que el impacto humano puede cambiar”, asegura Cal en entrevista a EL PERIÓDICO DE ESPAÑA.

Mientras Cal Flyn retocaba el manuscrito, la fauna tomaba cuenta de ciudades vacías de todo el mundo. “Rebaños de cabras salvajes merodeaban y saqueaban las calles de Llandudno (Gales), ciervos pacían en las medianas de las carreteras y recorrían los andenes de metro en Nara (Japón), los pumas acechaban en los callejones de Santiago de Chile y los canguros recorrían el distrito comercial vacío en el centro de Adelaida (Australia)”, escribe en la primera parte del libro.

Las impactantes imágenes de la pandemia revelaron de golpe, en palabras de la autora, “la rapidez con la que la vida silvestre puede colonizar espacios si fueran abandonados”. Para confeccionar el peculiar inventario de paisajes posthumanos del libro, Cal Flyn viajó a sitios en los que debido a guerras, catástrofes, enfermedades o decadencia económica los humanos se han retirado y la naturaleza recupera lo que una vez fue suyo.

Visitó la denominada Zona de Exclusión de Chernóbil, desalojada en 1986 tras el peor accidente nuclear de la historia; una isla de Escocia donde crece la última manada de caballos silvestre de Europa; los barrios abandonados de la otrora industrial ciudad de Detroit; el bosque que creció sobre los cientos de miles de cadáveres de la batalla de Verdún en la primera Guerra Mundial; la línea fronteriza que divide Chipre (conocida como Zona Colchón); el mar de Salton que surgió en el desierto californiano cuando se desbordó el río Colorado. “Algunos de los emplazamientos –escribe la autora en el libro– son literalmente islas, otros actúan como tales, enclaves silvestres en un mar de asfalto y ladrillo o en llanuras agrícolas destinadas al monocultivo”. Cada uno a su manera, ofreciendo su peculiar “receta de melancolía y esperanza”, refrendan la sorprendente y principal tesis de un ensayo premiado por The Sunday Times en 2021: “Lugares como Chernóbil nos muestran que a veces la ausencia del hombre es el estímulo necesario para poner en marcha la resurrección”.

VIDA TRAS LA RADIOACTIVIDAD

Cal Flyn explica que sus principales recuerdos de Prípiat, epicentro de la Zona de Exclusión de Chernóbil, son los pasillos vacíos de los bloques de apartamentos, escuelas o centros deportivos que visitó: “Los edificios estaban abandonados, húmedos, el yeso de las paredes se estaba desconchando, los hongos brotaban de la alfombra, las hojas se amontonaban contra las paredes por el viento”. De repente, escuchó un ruido desconcertante: el chillido de un alce. Se puso nerviosa. En las calles de Prípiat, de la que fueron desalojadas 116.000 personas, se siente como una niña perdida deambulando en la naturaleza. “Se podían oír los pájaros y los animales en el centro de la ciudad. En las alcantarillas, las tapas se habían derrumbado hacia abajo. Los árboles brotaban desde abajo, marcados por ramas delgadas, como banderas de advertencia. Era un lugar desconcertante, el escenario de una película de desastres. Tuve que seguir pellizcándome para recordarme que era real”, asegura la autora.

Para su sorpresa, descubrió que la Zona de Exclusión, también conocida como Zona Muerta, estaba llena de vida. A pesar de que la lluvia liberada tras la explosión del cuarto reactor de la central nuclear de Chernóbil fue 400 veces superior a la bomba atómica de Hiroshima, Flyn reparó que aquella ciudad posthumana vivía un nuevo florecimiento animal y vegetal. “Prípiat es territorio de abedules, arces y álamos –escribe en el cuarto capítulo del libro–, y una gruesa hojarasca cubre el asfalto. Las ramas lucen desnudas y descoloridas. Volvieron a aparecer animales como el lince, el jabalí, el ciervo, el alce, el castor, el búho real. Pasados 10 años, todas las especies animales como mínimo habían duplicado su número en la zona. En 2010, la cifra de lobos se había multiplicado por siete. En 2014, por primera vez en un siglo se divisaron osos pardos en Chernóbil”.

La naturaleza es sabia. La radiación de Chernóbil se concentra en un unos lugares más que en otros, permitiendo que la vida aflore en el resto: “Se acumula en los líquenes, en el verdín de los estanques, en los caparazones de los caracoles y los mejillones en la savia del abedul, en los hongos, en la ceniza de la madera”. Tras múltiples viajes de Cal Flyn a paisajes posthumanos, una de sus principales conclusiones fue que incluso los lugares más contaminados del mundo se convierten en ecosistemas de gran importancia. En la desembocadura del contaminadísimo río Passaic –epicentro de la industrialización de New Jersey y escenario The Monuments Of Passaic, peculiar recorrido del artista de Robert Smithson entre las ruinas– crecen un tupido heno salado y espartina. Unos kilómetros más al norte, una refinería de petróleo abandonada se ha convertido en un refugio de garcetas nocturnas y cormoranes.

Sobre los escombros del abandonado aeropuerto de Nicosia, escenario de una de las más sangrientas batallas de la guerra de Chipre, la naturaleza toma cuenta de todo: “Además de las palomas, las lechuzas se habían instalado en las grietas y agujeros de la mampostería. Las serpientes tomaban el sol en la pista agrietada. Los zorros cazaban ratones en la hierba crecida. Los halcones anidaban en lo alto de las torres de control”. Cal Flyn, sin negar el riesgo de un futuro apocalíptico, muestra cierta esperanza: “En los sitios en los que he estado, lugares doblegados y rotos, despojados y desolados, contaminados y envenenados, he encontrado vida nueva brotando de lo viejo, una vida más extraña si cabe y más extraña debido a su resiliencia”.

EL ABANDONO URBANO

En la ciudad de Detroit un palabra parece condensar todos los traumas de sus residentes: el blight. Aunque el término tiene origen agrícola y se usaba en el siglo XVI para los fenómenos que provocaban una muerte repentina y devastadora de los cultivos, en Detroit se traduce por “deterioro urbano”. El blight es una especie de evocación fantasmal, un tsunami a cámara lenta que se instala en las casas y barrios abandonados. Detroit, otrora epicentro del boom automovilístico estadounidense, cuenta con ochenta mil propiedades vacías.

Sus habitantes se esfumaron tras el colapso económico de la ciudad en las ultimas décadas. Si en 1950 tenía 1,85 millones de habitantes, en el último censo (2019), su población era de 670.000 habitantes. El deterioro de Detroit, su aparentemente irreversible blight, no es del todo físico. “Consiste en ventanas rotas, porches desplazados vigas caídas. Las tejas se derriten en los tejados. Las baldosas se deslizan. Es también una síntesis de las formas en las que el abandono afecta a la psique humana”, escribe Cal Flyn.

A lo largo de Islas del Abandono, la autora alumbra no solo el florecimiento de la vida animal y vegetal en paisajes devastados, sino la propia capacidad del ser humano de habitar las ruinas. “Puede ser más simple o más reconfortante habitar las ruinas de lo viejo que comenzar de nuevo”, asegura. En el capítulo titulado El diluvio y el desierto, Flyn recorre las decadentes ciudades que brotaron en el mar de Salton, un lago del sureste de California que nació tras la inundación del río Colorado en 1905. El agua hizo estallar un canal de regadío mal construido, sumergió la ciudad leñera de Salton e inundó 4.400 hectáreas. Tras una breve belle epoque de yates, balnearios y pesca, la contaminación espantó a los habitantes del mar de Salton.

En la actualidad, Slab City, “más parecido a un barrio de chabolas que a una ciudad”, “el último lugar libre de Estados Unidos” para algunos de sus habitantes, se ha convertido en un reducto de hippies, chamanes, profetas, artistas, drogadictos y seres a la deriva. Cal Flyn describe con emoción el monumento más célebre de la ciudad, la Salvation Mountain, “una escultura-accidente- geográfico-lugar de adoración” construido con adobe y balas de heno y pintado con los colores brillantes de la portada del álbum Sgt. Pepper de The Beatles. Contemplando este tótem venerado por la tribu posthumana de Slab City, Cal Flynn saca algunas de las conclusiones más profundas del libro: “Los peregrinos acuden a Slab City buscando renacer: un nuevo comienzo, una nueva vida, una página en blanco. Un lugar donde desplomarse mientras se arreglan a sí mismos. Confían en poder dar forma a algo nuevo a partir de las ruinas de lo viejo, tanto a nivel físico como espiritual”. 

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