Habló mucho del pasado, y llegué a la conclusión de que quería recuperar algo, cierta idea de sí mismo, quizás, que dependía de amor por Daisy.
F. Scott Fitzgerald.
Un reportero entra a la habitación de un hotel oscuro y húmedo. Dentro lo espera el escritor más sobresaliente de la generación perdida. Si alguno piensa que se trata de Ernest Hemingway, se equivoca. Por supuesto que los dos se conocen, fueron amigos; uno ayudó al otro a entrar en el mundillo literario. Pero en ese momento en que entra el reportero, ya no son amigos. Se odian con indiferencia. Este escritor tiene el brazo enyesado, ha dejado de beber, pese a la insoportable resaca, para hacer de la entrevista un acto de fe. El escritor ve la entrada del reportero como un buen augurio para su carrera que ha ido a menos. Mejor dicho, en ese momento su carrera está sepultada y las deudas económicas lo perturban cada día al despertar. Su esposa está internada en un sanatorio, sufre de esquizofrenia y a pesar de que intercambian constantes cartas de amor y fidelidad, su matrimonio es monstruoso.
El reportero antes de empezar la entrevista, le sugiere que beban un trago para relajarse. Acepta sin ningún titubeo, está seguro que los años en que bebía hasta la perdición se han terminado. Al momento de que el alcohol se encharca en su boca y pasa por la laringe, Scott Fitzgerald, el escritor mejor pagado de los años veinte, el creador de la era del jazz, el cronista de las flappers, el bien vestido y elegante, ¡el playboy de la generación perdida!, el hijo olvidado por Hollywood, se pierde ante la fuerza del whisky y responde a todas la preguntas del reportero.
La entrevista sale en el New York Post describiendo a un Fitzgerald decrépito, desaliñado, hundido en la mierda. Su esposa lo consuela en una carta que le envía desde un sanatorio carísimo. Es el golpe más bajo que recibió Fitzgerald algunos años antes de su muerte. Con lucidez, acepta su situación y quiere revertirla.
Como primer paso para llevar a cabo su objetivo, decide escribir sobre el fracaso, el derrumbe de los pilares de un edificio que se llamaba éxito. Ese derrumbe lo tituló The Crack-Up y lo entregó a la revista Esquire en tres partes. María Lozano insinúa que esos textos son el preámbulo para el llamado Nuevo Periodismo y que sus deudores directos son Kerouac y Pynchon, por la música, el sexo y la fiesta. Luis Miguel Aguilar lo antologa como un relato norteamericano del siglo XX. Deleuze y Guattari lo incluyen en Mil mesetas y en Lógica del sentido para analizarlo y plantarle cuestiones vitales al lector.
Cuando salió el primer texto de tres que componen The Crack-Up, muchos voltearon a ver a Fitzgerald pero no de la mejor manera. Lo veían con pena ajena por emitir confesiones tan fuertes de su vida privada, por exhibirse como la víctima de un destino. Entre los que más le recriminaron sus textos están John Dos Passos y, claro, Hemingway, que no perdonaron la mofa sobre su contemporáneo. ¿Y por qué existió esta reacción?
Fitzgerald utiliza un lenguaje ajeno al poder, de ahí que The Crack-Up se considere en su tiempo como una confidencia impropia y una ostentación de un escritor estrafalario. Su cercanía con la clase alta lo llevó a estar como un observador de sus costumbres, de sus actos y de sus decires, pero nunca perteneció a ellos, por más que se empeñara a vestir, comer y actuar como ellos. Nunca lo aceptaron en su totalidad porque era un extraño, un campesino de un padre irlandés con el símbolo de la derrota marcado en la frente. Pero él, trataba de servirle a dos amos, dos destinos: al de ser un dandy y al de ser un escritor. Logró el último con su estética o erotismo del fracaso cuando el mago de la riqueza le dio la espalda. Es entonces que afila su pluma y apuñala a esa sociedad de poder que le soltó la mano.
Fitzgerald busca recuperar su pasado y piensa: “desde luego, el pasado se puede repetir”. Lo cierto viene cuando se da cuenta que no hay lugar para ningún otro tiempo más el que está delante de él: un derrumbe constante de lo que se fue, de lo que en un principio se tenía: “Claro, toda la vida es un proceso de demolición”. La contundente frase con la que inicia The Crack-Up y de la que Deleuze dirá: “Pocos textos tienen este irremediable carácter de obra maestra, y de imponer silencio, de forzar un asentimiento aterrado, como la novela corta de Fitzgerald.”
Cuando se desquebrajan los géneros literarios de una época, llega el momento de la renovación. Lo nuevos entran con un aire tímido, imperceptibles y, si son vistos, se vuelven blanco del vituperio con la intensión de reprender ese hilo de primicia jovial hasta pulverizarlo. ¿Qué se puede escribir después del derrumbe? Algo diferente, lo más seguro. Theodor Adorno no se imaginaba que alguien fuera capaz de escribir poesía después de Auschwitz, ¿qué pensaría ahora que el asesinato de Estado es tan recurrente? Algo diferente, lo más seguro.
Con una diferencia, la crónica ensayística, el relato autobiográfico, la confesión del escritor bostoniano, F. Scott Fitzgerald, titulado The Crack-Up es el grado más alto de madurez literaria que tuvo en su vida. Dice Robert Sklar: “Denme un héroe, decía Fitzgerald, y les escribiré una tragedia. Los héroes románticos genteel de Fitzgerald eran héroes reales, hombres con audacia, imaginación y habilidad para crear sus visiones de felicidad en un marco social vivo: y sus derrotas no sólo eran tragedias del yo, sino también tragedias de la sociedad que los producía y que, sin embargo, no podía sostenerlos”. ¿Qué hubiera sucedido si está madurez lo hubiera alcanzado a la hora de decidirse escribir El gran Gatsby? El resultado sería un Beckett neoyorquino.
The Crack-Up está ahora disponible en castellano como salió en su primera edición como libro realizada por Edmund Wilson; publicado por Capitán Swing con la traducción de Mariano Antolín Rato y prólogo de Jesús Alonso López. La edición hecha por Capitán Swing está formada por “Los cuadernos” (un aglomerado de apuntes que van desde lo poético, aforístico, los descriptivo y las listas), algunas de las cartas más importantes que escribió Fitzgerald y varios textos a manera de epílogos producidos por Rosenfeld, Wescott, Dos Passos y Pale Bishop.
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