En el periodismo andamos colgados de las perchas, de las excusas, de lo noticiable, de lo supuestamente extraordinario. Por ejemplo, nos enganchamos a los centenarios (ya sea de muerte o nacimiento) como subterfugio para lanzar titulares sobre alguien de quien podríamos estar hablando constantemente y a todas horas, pero tendemos a arrinconar en la efeméride. Hoy le toca a Fernando Fernán Gómez porque el 28 de agosto hubiese cumplido cien años (como la mamá de Saura) pero ahora que le vuelvo a leer, que revisito su cine y me pierdo en YouTube siguiendo el rastro de su vis cómica, su locuacidad y su temperamental carácter llego a la conclusión de que en la ensordecedora nadería informativa de cada día deberíamos abrir una grieta constante para sus palabras: una grieta para Fernando por decreto y por necesidad.
Reservarle un rincón fijo a su lucidez agridulce, a su visión tragicómica, a los globos y al espanto (luego os explico) como quien se mira a un espejo que sólo dice la verdad. (¿El bot de Fernando?, ¿la hora del resucitado?). Y así nos podríamos olvidar fácilmente de las perchas. O casi. Porque Fernando Fernán Gómez (y perdonadme la frivolidad) nunca fue guapo, pero sí fue un señor con muy buena percha. Era alto para ser un español nacido en la primera mitad del siglo XX (medía uno ochenta y tres) y era, además, extremadamente pelirrojo, que es otra de las cosas más raras que puede ser un español.
También era hijo ilegítimo, como Umbral (que no tengo claro si es algo muy español o no) y, a pesar de ser un erudito y un intelectual, siempre hizo lo posible por disimularlo, aunque no debió de salirle del todo bien porque tras escribir 36 guiones para cine y televisión, 13 novelas, 12 obras de teatro, dos poemarios, una decena de libros de ensayos e innumerables ‘terceras’ del diario ABC, acabó ocupando el sillón ‘B’ de la RAE. Aun así, siempre se quitó importancia. Siempre dudó. Lo que evidentemente, y por suerte para nosotros, no le restó ni un ápice de productividad.
El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1963)© Ada Films
Debió de pasar muchas horas solo para escribir semejante obra (tantas páginas, tantas palabras, tantas voces) y, sin embargo, siempre dio la impresión de ser un hombre de troupe, de compañía, de jolgorio, de barahúnda, de noche, de tertulia, de pan y whisky. Una hipérbole andante, un cómico tan iracundo como tierno, un seductor tímido, que llegó a hacer 210 películas como actor y 30 como director, entre ellas, dos obras maestras: El extraño viaje y Viaje a ninguna parte, esa joya polvorienta sobre las penurias que pasaban los miembros de una compañía de cómicos de la legua en la posguerra (esa década de los 40, tan española y tan del hambre). Una tournée por la estepa castellana, un viaje a ninguna gloria, levantando escenarios de pueblo en pueblo en locales deprimentes, en establos adecentados para la ocasión, durmiendo en posadas sórdidas, cutres e inmundas, tan españolas ellas.
Aquel regalo de la Providencia, hijo no reconocido del hijo de María Guerrero, quiso, como su madre (y como su abuela con la que nunca habló), ser cómico, y durante la Guerra Civil estudió en la escuela de actores de la CNT. Debutó profesionalmente en una compañía anarquista en 1938, porque en la retaguardia de Madrid caían las bombas pero también se hacían dos funciones diarias en todo los teatros. Y allí lo descubrió Jardiel Poncela (otro del que deberíamos hablar todos los días por decreto y necesidad) quien le dio su primera oportunidad con un papel como actor de reparto en Los ladrones somos gente honrada.PUBLICIDAD
Obrero y patricio de la farándula al mismo tiempo, Fernando siempre fue pragmático y nada solemne. De hecho, presumía de no elegir las películas y sólo ponía algunas condiciones básicas para aceptar un papel: tener fechas libres y que le pagaran su sueldo. Tal vez por eso también participó en algunas de las películas más chuscas del cine español como Pierna creciente, falda menguante, Más fina que las gallinas o Las Ibéricas F.C., historias sobre señores muy salidos y señoras muy desnudas que pese a su caspa, empujaron también nuestros cuerpos hacia la democracia. https://86ae0725e341733e8d8a024213192310.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html
Y esa no fue su única aportación a nuestra maduración histórica: Fernando también hizo El espíritu de la colmena y Mambrú se fue a la guerra. Y escribió la que probablemente sea la obra más importante y realista sobre la experiencia íntima de la gente corriente en la Guerra Civil: Las bicicletas son para el verano. Porque Fernando era un hombre raro que entendía con misericordia pero sin moraleja la naturaleza humana, que es tanto como decir la naturaleza del arte.
Portada del libro de memorias de Fernán Gómez.© Capitán Swing
Lo demuestra en esa maravillosa escena de infancia que relata en El tiempo amarillo, lo de los globos y el espanto que os decía al principio. Allí cuenta que un jueves de invierno de 1929 presenció la escena más dramática de su vida: “La criada, la joven, guapa y coqueta Florentina, no estaba en casa. Debía de estar muy próxima la hora de la cena y sonó el timbre de la puerta. La abuela Valentina se levantó de su silla y cansinamente fue a abrir. No bien se abrió la puerta, se oyó un grito horrísono, agudo. Era Florentina quien gritaba, en el rellano de la escalera. En una mano llevaba unos paquetes y en la otra sostenía los globos de colores. Tenía las mejillas bañadas en lágrimas. Sin dejar de gritar y de llorar se lanzó como una tromba, pasillo adelante. Luego fuimos todos tras ella que, en una carrera, dobló el recodo del pasillo y se metió en el cuarto de baño. Allí se dejó caer sobre la taza del retrete. Nos asomamos a la puerta. Florentina, espatarrada, seguía sosteniendo en una mano los globos de colores y entre llantos y gritos nos decía que a su sobrinita pequeña, de cuatro años, la había aplastado un carro”.https://86ae0725e341733e8d8a024213192310.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html
“Lo contaba una y otra vez, sentada en el retrete, sin soltar los globos, sin dejar de llorar y de gritar. El retrete, las piernas abiertas, los globos de colores, los gritos y las lágrimas debían de componer una estampa muy cómica, pero ni la abuela Valentina, ni Manolín, ni Carlitos ni yo reíamos. Estábamos viendo un drama. (…) Lo dramático –continúa Fernando– era la niña muerta aplastada por el carro, las lágrimas y los gritos desgarradores de su desdichada tía; lo cómico eran los globos de colores, el retrete. Si un autor cómico hubiera trabajado sobre esta situación habría transformado la muerte de la niña en un simple coscorrón; y los gritos desgarradores y las lágrimas de la criada habrían quedado convertidos en unos gemidos cómicamente ridículos. En cambio, habría conservado a Florentina sentada en el retrete y los globos de colores en su mano. Si hubiera trabajado sobre la misma situación un autor de dramas, la criada habría llegado a la casa solo con los paquetes, sin los globos de colores, y no se habría dejado caer sobre el retrete, sino sobre una silla cualquiera, y allí habría gritado desgarradoramente y dado rienda suelta a las lágrimas y los párrafos. Pero la realidad no procede así, no selecciona, suma los gritos desgarradores con la niña muerta, con los globos, con el carro, con las lágrimas, con el retrete”.https://86ae0725e341733e8d8a024213192310.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html
Fernando Fernán Gómez y Leonardo Sbaraglia, ‘En la ciudad sin límites’ (2002)© Entertainment Pictures / Alamy Stock Photo
Sí, tenía razón, la realidad es una suma incoherente de cosas que pasan y nos pasan, de globos, retretes y muerte. No hay tragedia ni comedia pura. Ese es el viaje.
Cuando Fernando Fernán Gómez falleció en 2007 sentí que se me había ido alguien de casa. Alguien muy mío. Alguien irrompible que en su vejez daba el tipo de Dios tronante, Valle Inclán o Don Quijote. Casi siempre creemos eternos, como un peñasco, a quien ya estaba aquí cuando llegamos al mundo. Y quise despedirle.
Su capilla ardiente estuvo abierta toda la noche en el Teatro Español, y mi pareja de entonces y yo nos acercamos ya tarde, con timidez y admiración a velar el ataúd de Fernando, cubierto por una bandera anarquista. Tiempo después escribí este poema, lo colgué en la percha de un libro y allí se quedó, temblando.
CAPILLA ARDIENTE
La noche que murió Fernando Fernán Gómez
hicimos el amor en el sofá.
Caminamos cogidos de la mano sobre los adoquines de Juanelo
y nos acercamos excitados al Teatro Español.
Los famosos pululaban en el escenario
y nosotros nos quedamos en la platea,
esperando,
con la dócil costumbre del espectador.
Un hombre, otro desconocido, como tú y como yo
leyó un poema en una fotocopia.
No escribí nada en el libro de condolencias,
¿qué iba a decir?, ¿que era feliz?
Cláusula suelo. Ed. Huerga y Fierro.
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