El conflicto nunca cesa. Nos acompaña desde el origen del origen y cabe pensar −no es descartable− que sea inherente al ser humano. Mal que le pese a los devotos de la concordia con sus margaritas y sus soporíferos cumbayás, la historia de la civilización es, también, la historia de esa tensión por transformar el mundo y cambiar la vida.
«¡Nos creímos tan fuertes que quisimos ser mansos!», anotaba Rimbaud a pie de barricada en plena euforia comunera. No es para menos, la revolución hermana al personal convirtiendo vidas de prestado en trozos diminutos de Historia con mayúscula. Es la hora de los parias, es el momento de la turba, la llamada de los que se quedaron sin nada y echaron mano de la dignidad.
Se cumplen 150 años de la Comuna de París, se cumple siglo y medio de aquella epifanía insurreccional cuyos ecos todavía hoy reverberan. Una música, no me negarán, que suena tristemente bella y que entonaron durante 60 días y sesenta noches hombres y mujeres, de igual a igual. Aquel hito de las clases populares, que fue también feminista, removió la división del trabajo a pie de barricada.
Fueron obreras, costureras, panaderas, cocineras, floristas, niñeras, limpiadoras y cantineras, pero también defendieron la comuna fusil en mano, también protegieron sus arsenales, se organizaron y tomaron la palabra en todos los debates. «¡Ciudadanas, todas resueltas, todas unidas, a las puertas de París, en las barricadas, en los barrios, en todas partes!», clamaba Élisabeth Dmitrieff, líder de la Unión de Mujeres.
Y así fue. En todas partes. No sólo en la retaguardia. La profesora Dolors Marín, doctora en Historia Contemporánea y experta en movimientos sociales y memoria histórica, evoca aquellos días como una mezcla del fragor del momento y de una intensa tradición de lucha que se remonta a la Revolución francesa. «Pasó algo muy parecido a lo que se vivió el 19 de julio del 36 en nuestro país, el pueblo salió a la calle para armarse, pedían armas para defender lo que les pertenecía, las milicianas corrían al frente y a las barricadas junto a sus maridos, compañeros y hermanos, ni más ni menos», explica Marín.
Un compromiso con su tiempo que está fuera de toda duda. El periodista comunero Prosper-Olivier Lissagaray, cuya seminal obra Historia de la Comuna de París de 1871 −que acaba de reeditarCapitán Swing− refería así el ímpetu de sus compañeras de lucha: «Las que se han quedado son mujeres fuertes, entregadas y trágicas, que saben morir igual que aman, con ese espíritu puro y generoso que recorre, lleno de vida, las profundidades populares desde 1789. Estas compañeras de trabajo también quieren asociarse a la hora de la muerte».
No hay duda; venían preparadas de casa. Muchas de ellas ya participaron en las revoluciones de los años 20 y en la del 48. Un currículum revolucionario y un grado de politización para nada desdeñable. «Son las herederas naturales de Olympe de Gouges, que redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana en 1791, pero también de Fourier y Saint-Simon, prebostes del socialismo utópico francés».
La maestra anarquista Louise Michel, que dejó por escrito lo vivido aquellos meses en La Comuna de París (La Malatesta Editorial), cifró en unas 10.000 las mujeres que participaron de primera mano en las actividades de La Comuna. Un trasiego revolucionario que aprovecharon para reivindicar, curiosamente, lo mismo que ahora. «Su lucha −prosigue Marín− no difiere mucho de la actual, sus bastiones eran el derecho a la enseñanza, una enseñanza que fuera laica y racionalista, y la igualdad salarial».
Las petroleras
La prensa burguesa cargó las tintas. Los editores aderezaron sus prejuicios de clase con una buena ración de patriarcado y el resultado fue una campaña sin precedentes contra aquellas mujeres libres. «Les molestaban, querían colocar a la mujer de nuevo en su sitio, empezaron a inventar que llevaban moños incendiarios y que escondían material explosivo bajo sus faldas, las tildaban de feas y marisabidillas por el simple hecho de que sabían leer, algo así no se podía permitir», explica la profesora Marín.
Pero más allá de la caricatura versallesca, las petroleras o incendiarias existieron. Vaya si lo hicieron. Dado que el siempre socorrido cóctel molotov estaba aún por inventar, se servían del petróleo para proceder a lo que viene siendo el caloret faller. Decenas de mujeres convirtieron en auténticas piras los formidables palacetes burgueses que salpicaban la ciudad.
Conforme el sueño revolucionario fue decayendo a causa de las acometidas del poder político y sus esbirros, llegó el momento de la represión. Una represión que fue brutal y que se cebó, con especial saña, con la mujer. «Las burguesas les hundían los ojos con la punta de las sombrillas, mataban a sus hijos delante de ellas, las deportaban a Nueva Caledonia, sus vidas no valían nada», lamenta Marín.
El fin de La Comuna tras dos meses de resistencia y autogestión inaugura una tradición de derrotas que llega hasta nuestros días. Aquel 28 de mayo, mientras las fuerzas versallescas sometían a los últimos insurrectos y comenzaban a barruntar ya la salvaje represión que vendría, aquel día se tensaba para siempre el extremo de una fértil cultura de clase que se forjó a sí misma a base de hambre y alienación. Ecos de una melodía tristemente bella que no puede dejar de sonar.
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