Antes de la era de internet, los móviles y las redes sociales, ya hubo quienes, a partir de la preeminencia de la televisión y la sociedad del espectáculo –”Vivimos sometidos a un remolino de imágenes y ecos” –, nos advirtió que avanzábamos imparables hacia una cultura del narcisismo en un mundo “caracterizado por la fe en la ciencia y la tecnología y, simultáneamente, por una rebelión generalizada contra la razón” debido a unas ansiedades que potencian mecanismos de negación. Lo escribía el historiador y crítico social estadounidense Christopher Lasch en la década de los años 70 del siglo XX. Muerto en 1994, no pudo ver hasta que punto sus predicciones se han convertido en reales. Ahora se ha reeditado su profético ensayo La cultura del narcisismo (Capitán Swing, en traducción de Jaime Collyer). Muy recomendable.
Dice Lasch a modo de conclusión: “Exigimos demasiado de la vida y demasiado poco de nosotros mismos. Nuestra dependencia creciente de tecnologías que nadie parece entender o controlar ha dado pie a sentimientos de impotencia y victimización [… ] Las relaciones con los demás son notablemente frágiles, los bienes están hechos para ser utilizados y después lanzados, experimentamos la realidad como un medio inalcanzable de imágenes parpadeantes, todo conspira a favor de soluciones escapistas al problema psicológico de la dependencia, la separación y la individuación y en contra del realismo moral que posibilita que los seres humanos acepten los límites existenciales de su poder y su libertad”. Podría estar escrito hoy mismo.
Lasch anota muchos de los problemas que hoy afrontamos con angustia y desconcierto, desde la degradación del deporte convertido en un negocio que explota cuerpos y egos hasta el nuevo analfabetismo de una educación indulgente –en la escuela y la familia–, pasando por el antielitismo y el colapso de la autoridad de los expertos, la guerra de los sexos, la trivialización de las relaciones personales –negación del amor romántico– y la contradicción entre el alargamiento de la vida y el miedo a la vejez. Cada uno de estos capítulos merecería un comentario aparte. También anota el auge de los fascismos y del terrorismo como respuestas políticas a la desconfianza en las democracias liberales capitalistas y sus líderes, además de alertar sobre el colapso de la historia para que aprendamos de los errores del pasado. “La mentira pública se ha vuelto endémica”, nos advierte, lo que ha llevado a una desconfianza en el presente y en los demás, y ha derivado en una falta generalizada de esperanza en el futuro. Os suena, ¿verdad? Pues hace 50 años ya se veía.
Lasch sitúa “la preocupación narcisista por el yo” en el centro de su explicación. Hemos pasado, dice, del hombre económico (de la ética del trabajo) al hombre psicológico (narcisista), ferozmente competitivo y obsesionado, ya no por la culpa, sino por la ansiedad. Este ser no tiene interés ni en el pasado ni en el futuro, carece de una vida interior plena, sólo le obsesiona la propia imagen, con sueños de fama y gloria y objetivos cuantificables a corto plazo. Lasch, claro, no conocía los likes ni el cómputo de seguidores en las redes; tampoco el exhibicionismo de las selfies, aunque hablaba abiertamente del “cultivo del selfy“. Tenía claro que íbamos hacia aquí. El narcicista “no puede vivir sin una audiencia que le admire”, para él “el mundo es un espejo”.
Su retrato es increíblemente agudo. Nos ve así: “Blandos y sumisos, muy sociables en apariencia, los individuos hierven de ira por dentro” y les aterroriza la soledad. Y advierte que, en una sociedad ostensiblemente permisiva, que exige sumisión a las normas pero rechaza fijar códigos éticos de conducta, el declive de autoridad institucionalizada [que antes ostentaban padres, maestros y predicadores], lejos de rebajar el egocentrismo lo ha potenciado, incluso lo ha hecho más severo y punitivo. Quizás aquí es donde debemos buscar la explicación de estos adolescentes que no se encuentran a sí mismos: anorexias, autolesiones y suicidios, o también a sus respuestas de violencia social.
En el mundo de Lasch, que es el nuestro, con la escuela, la familia y la política en crisis, la sociedad ha sustituido al cura por el terapeuta, y ha consagrado el individualismo asocial con un resultado paradójico: “La glorificación del individuo culmina con su aniquilación”.
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