Cuando el sistema económico no garantiza mediante políticas públicas la conciliación de la vida laboral y familiar, en un contexto en el que los empleos son cada vez más precarios e inestables, la desigualdad afecta a la vida sexual. Principalmente, de las mujeres, pero también de los hombres, pues se ha comprobado estadísticamente que los que no son aptos económicamente para mantener a una pareja también tienen más problemas para casarse en mayor proporción que los que tienen más dinero.
Hay un problema cultural en España. Por lo que sea, se adoptan con facilidad las ideas surgidas de los campus de elite estadounidenses que están originadas en los problemas intestinos de ese país. Una nación que por la situación actual de algunas de sus regiones podríamos decir que se trata de un estado fallido. La obsesión desmedida por la comida sana, por ejemplo, no se puede entender si no es en un lugar donde una enfermedad te puede llevar a la bancarrota y a la familia que dependa de ti a vivir debajo de un puente. España tiene muchos problemas y como en toda la esfera capitalista también es un país en el que manda el dinero, pero sus problemas son diferentes, no son los estadounidenses. Importar todas sus ideas y análisis no tiene mucho sentido.
En ese contexto, el libro titulado Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo (Capitán Swing, 2019) de Kristen Ghodsee tenía pinta de contener una colección de brindis al sol típicos de los claustros estadounidenses, sin embargo, no es el caso. La autora es profesora de Rusia y Europa del Este y sabe de lo que habla.
De entrada, en la propia introducción sale al paso de las críticas automáticas que recibe un título como el que lleva su ensayo con ideas contundentes: “las truculentas historias sobre la policía secreta, la restricción de movimientos, el desabastecimiento y los campos de trabajo no son propaganda anticomunista”.
De hecho, se ve que domina la materia cuando advierte a las nuevas generaciones que añoran un socialismo que no conocieron ni como contemporáneos, que en lo concerniente a la mujer se empleó el aborto como principal método anticonceptivo y viceversa en Albania y Rumanía, donde estuvo proscrito. También que “los gobiernos del socialismo de Estado reprimieron el debate sobre el acoso sexual, la violencia doméstica y la violación”. E hila fino cuando explica que se mantuvieron los roles y que la mujer, incorporada al mundo laboral, luego en casa se encargaba de la crianza de los hijos y las tareas domésticas porque eran las propias de su sexo. Es decir, trabajaba el doble. Además, aunque su presencia en la población activa fuese de las más altas del mundo, no obtenían posiciones de gran responsabilidad que no fueran meramente simbólicas.
Nada de eso quita, por supuesto, como escribe, que en Estados Unidos se decidió firmemente a incorporar a la mujer plenamente al mundo laboral al ver que los soviéticos contaban con el doble de fuerza intelectual al contar con ella en tareas como la investigación científica. Hubo visitas en 1955, 1962 y 1965 para conocer las políticas soviéticas destinadas a la incorporar a la mujer a la población activa e implementar medidas similares en Estados Unidos. Es absurdo que cualquier idea de izquierdas, por aparecer en el marco de los países comunistas, sea ahora tachada de estalinista y relacionada con sus crímenes, se queja. Lleva razón.
Ghodsee sitúa el paraíso de la mujer en Europa septentrional, donde están las legislaciones que persiguen su autonomía. Dice que en Dinamarca no valen las técnicas del macho alfa para ligar porque las mujeres no buscan a alguien que las proteja o mantenga. Si el estado fomenta su independencia, desaparecen los encantos del príncipe azul, sostiene.
Antes de esa excepción, en el mundo capitalista no faltan ejemplos de severas restricciones a la independencia de la mujer. Por ejemplo, en la RFA la mujer casada no podía trabajar fuera de casa sin permiso de su marido hasta 1957. En Estados Unidos no podían firmar contratos hasta 1960. En Suiza no pudieron votar en las elecciones federales hasta 1971.
Tampoco la vida en el comunismo tuvo una liberación instantánea de la mujer. La autora habla de la “generación silenciosa” soviética, las nacidas entre 1920 y 1945, que consideraban que el sexo era “algo que soportaban” en el matrimonio con el fin de tener hijos. “El amor y el placer no tenían nada que ver con ello”. La mencionada doble carga de trabajo posterior sirvió para “deprimir la función sexual de muchas mujeres”. Ghodsee sentencia: “No cabe duda al respecto: para aquella generación el sexo soviético era un asco”.
No fue hasta el final del estalinismo, con los nuevos aires de los 60, que se fomentaron concepciones oficiales sobre el sexo que lo situaban en la base del matrimonio. En la última fase del socialismo real, en los años 80 soviéticos, sin un gran futuro por delante, pero con la vida más o menos garantizada, surgió la figura del sexo por amistad. Como decía el corresponsal de La Vanguardia, Rafael Poch, para combatir una vida sin grandes alicientes, los soviéticos tenían “una abultada agenda sexual”.
Según lo remata el libro: “Como algunas soviéticas de entornos urbanos se sentían seguras de posición económica, la sexualidad perdió su valor de intercambio y se convirtió en algo que compartir”. Sin embargo, con el colapso del régimen y la entrada por la vía del shock del capitalismo se volvió a la mercantilización sexual en todas las esferas de la vida. Dan fe los estereotipos de “esposas rusas a la venta”.
No es muy distinto, solo que en otros términos, a lo que denuncia que muestran las estadísticas que ocurre en Estados Unidos y que ocurre en muchas más partes de Occidente. No solo hay mujeres que no pueden trabajar porque no pueden permitirse guarderías, que eran públicas en los sistemas comunistas, sino que los hombres que por sus pocos ingresos no podrían mantener a una mujer cuidando de sus hijos se quedan sin casarse en un elevado porcentaje. No son aptos. La maternidad, de esta manera, se ha convertido en una carga insoportable en países que se supone que son ricos, sentencia.
Los aspectos sobre las diferencias de la cultura sexual entre la RDA y la RFA que aparecen en el libro son los mismos, con idénticas fuentes, que los que comentamos en la columna El Cabecicubo de esta publicación hace unas semanas. La conciliación de la vida laboral, la independencia económica y una educación sexual que perseguía los tabúes logró que en 1989 un 82% de las alemanas del este se mostraba satisfecha con su vida sexual por un 52% en el oeste capitalista.
Es muy revelador, a modo de conclusión, la cita que trae la obra del libro Auténtico porno para mujeres de la Cooperativa de Pornografía Femenina de Cambridge en el que lo que vienen son imágenes de hombres recogiendo a los niños, haciendo la compra y preparando la cena antes de que sus mujeres lleguen a casa del trabajo.
Ver artículo original