Hace casi setenta años, toda una vida, acabó la Segunda Guerra Mundial -dejando a Europa convertida en ruinas-, con el suicidio de Hitler en su búnker y la llegada del ejército ruso a Berlín, un ejército que poco tenía que ver ya con el celebrado por Nikita Mijailkov en su deliciosa película El barbero de Siberia.
Hace setenta años –hay muchos todavía que lo pueden contar de primera mano- en París, Roma, Nápoles, Berlín, Londres, Colonia, Hamburgo… la gente que había vivido una vida burguesa más o menos acomodada, o que pertenecía a una clase trabajadora que iba llevando el sustento a casa con más o menos dificultades, esa gente toda lampaba por las calles destruidas, sin casa ni cobijo, vestida de harapos, hambrienta, muerta de frío y desesperada.
Las jóvenes se vendían por una onza de chocolate a los soldados aliados, los niños sustituían la escuela, que no existía ya, por el merodeo de los restaurantes, donde los extranjeros comían, a la espera de pescar alguna migaja que llevarse a la boca, para ser expulsados sin contemplaciones, de vuelta con su hambre a su inexistente casa.
Hans Magnus Enzensberger ha recopilado una selección de textos de testigos de primera mano – Europa en ruinas (Capitán Swing, 2013)-, que escribieron en directo lo que se encontraron en aquella Europa superviviente, donde ‘la historia parecía haber llegado a su fin con un abrumador acto de autodestrucción que los alemanes habían urdido y llevado a cabo con obstinada energía’, según palabras del propio autor, alemán de pura cepa.
Alemania, en efecto, urdió y ejecutó una guerra devastadora en la que también ella salió perdiendo. Al recopilador no le interesan las memorias posteriores a los hechos, siempre estilizadas en favor de la poesía, sino lo que escribieron en caliente los observadores directos del drama. Escritores y periodistas como el Alfred Döblin de Berlin Alexanderplatz (1929), el crítico literario Edmund Wilson, la corresponsal de guerra, Martha Gellhorn, el suizo Max Frisch, la corresponsal de The New Yorker, Janet Flanner, el agente del servicio de inteligencia británico, Norman Lewis, el anarquista sueco Stig Dagerman, el periodista norteamericano John Gunther, y Robert Thompson Pell todos ellos, recorriendo la Europa herida de muerte, de 1944 a 1948.
Como ocurre con las pirámides de Egipto, que una cree haberlas visto tantas veces reproducidas que su contemplación directa no va a impresionarle, el relato directo, contado a través del alma de cada uno de sus autores, golpea profundamente en quien lee este libro. Un libro extremadamente pertinente en estos años en los que parece haber planes contra Europa, contra su gran logro tantos años después, de procurar bienestar a sus habitantes, de organizarse para tratar de ser más justa.
La gran prueba de fuego que los desmanes financieros hicieron estallar en 2007, ha colocado a Europa en peligro de muerte otra vez, sin que se escuchen los silbidos de bombas, sin que las ruinas humeantes de los edificios supongan el atrezo del escenario. Alguien sigue urdiendo un plan que causa dolor en Europa y por el que el horizonte vuelve a mostrarse sombrío.
Janet Flanner, recordando los procesos de Nuremberg que ella cubrió para The New Yorker, destaca lo que sólo unos pocos clarividentes asertaron al comienzo de los ataques de 1940: ‘Geniesst den Krieg! Der Frieden wird fürchterlich!’ (Gozad de la guerra; la paz será terrible). Y así fue.
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