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Espartaco contra las listas negras

Por El País  ·  08.08.2014

En el prólogo de ¡Yo soy Espartaco! el actor George Clooney escribe algo que siempre es bueno recordar: la verdadera naturaleza de un hombre —su grandeza o, por el contrario, su miseria— se manifiesta no por los principios que dice tener sino por los que finalmente tiene cuando lo que está en juego son sus propias habichuelas, su medio de vida y el de su familia. “En esos momentos es cuando se comprende la pasta de la que uno está hecho”. Clooney lo escribe para recordar uno de los episodios más valientes de la historia de Hollywood. El día que marca el fin de las listas negras que provocó la caza de brujas del Comité de Actividades Antiamericanas. Ese día fue el 19 de octubre de 1960, fecha del estreno de Espartaco, de Stanley Kubrick, cuando gracias al empeño de su productor y protagonista, Kirk Douglas, se puso en los créditos de la superproducción el nombre de su verdadero guionista, Dalton Trumbo, oculto hasta entonces en seudónimos que perpetuaban la hipocresía en la que estaba instalada la industria del cine desde que el inquisitorial miedo del macartismo se instaló en su plácida vida.

¡Yo soy Espartaco! Rodar una película, acabar con las listas negras es la memoria que el nonagenario Kirk Douglas (Ámsterdam, Estado de Nueva York, 1916) publicó en 2012. Elegido mejor libro de cine editado en 2013 en Francia, llega en septiembre a las librerías en español de la mano de Capitán Swing (con traducción de Ricardo García Pérez) para detallar todo lo que ocurrió durante los 14 enloquecidos meses que duró el rodaje de la película. Espartaco costó 12 millones de dólares, más del doble de lo previsto, su fracaso implicaba llevarse por delante la productora de Douglas, Bryna (nombre dedicado a su madre rusa) y su propia carrera de actor. Más de cincuenta años después de aquella aventura, este patriarca del viejo Hollywood dedica a sus nietos un relato conmovedor, para que nunca olviden que en el mismo lugar donde hoy disfrutan de una vida privilegiada se instauró el terror de un sistema enfermo. Arropado por un equipo de documentalistas, echando mano de sus archivos y recuerdos, Douglas da marcha atrás para rememorar aquel vergonzoso capítulo histórico.

“Lo que me propongo contarles en este libro es cómo fue la producción de la película Espartaco durante otro periodo de enfrentamiento interno en la historia de nuestra nación”, escribe. “La década de 1950 fueron años de miedo y paranoia. En aquel entonces, el enemigo eran los comunistas. Ahora, el enemigo son los terroristas. Los nombres cambian, pero el miedo permanece. Los políticos exacerban aún más el miedo y los medios de comunicación lo explotan. Se benefician de mantenernos atemorizados. El primer presidente estadounidense por quien voté fue Franklin Roosevelt. Él dijo: ‘De lo único que debemos tener miedo es del propio miedo”.

Douglas nunca fue un activista político. Pero no pudo mantenerse indiferente. Él lo achaca a la temeridad juvenil, a cierta ira innata que le recuerda demasiado a la peor cara de su alcohólico padre y a un sentido de la justicia donde la profesionalidad y el trabajo están por encima de otras cuestiones. “Hoy en día todavía hay quien sigue tratando de justificar las listas negras. Dicen que eran necesarias para proteger a Estados Unidos. Dicen que las únicas personas que resultaron perjudicadas fueron nuestros enemigos. Mienten. Hombres, mujeres y niños inocentes vieron arruinada su vida debido a esta catástrofe nacional. Lo sé. Estuve allí. Vi cómo sucedía”.

Dalton Trumbo no era amigo de Douglas, tampoco se conocían, pero le contrató simplemente porque pensó que era el mejor guionista de Hollywood. Trumbo había ganado con el seudónimo de Robert Rich el Oscar a la mejor historia por Vacaciones en Roma (1953). Y, tres años después, al mejor guion por El Bravo. Obviamente, ni pudo recoger las estatuillas ni su nombre se oyó en ninguna gala. La doblez moral era absoluta. Después de pasar por la cárcel y exiliarse en México, donde había formado parte de una colonia de guionistas represaliados, vivía modestamente con su mujer y su hija en una pequeña casa de Los Ángeles. Escribía sin parar, pero siempre parapetado en falsas identidades. Hollywood se aprovechaba de su talento pero sin reconocerle sus derechos. No podía pisar ni un estudio, ni una fiesta, ni un rodaje. En 1947 se había negado a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Acogiéndose a la Primera Enmienda, fue uno de los llamados Diez de Hollywood, que se negaron a declarar ante un tribunal que violaba los derechos de libertad de expresión y de libre asociación. Ni se confesó comunista ni delató a compañeros. En un combate verbal que exasperó al juez, Trumbo gritó: “¡Este es el comienzo en Estados Unidos de un campo de concentración para guionistas!”. Lo sacaron de la sala por la fuerza. Su firmeza, al contrario que la de otros compañeros suyos, no flaqueó. Antes moriría de hambre. “Él era una especie de pararrayos de la división del país”, escribe Douglas. “Después de haber pasado casi un año en la cárcel seguía estando en la lista negra de los estudios de cine: la instrucción de ‘no contratar a determinadas personas’ llevaba vigente más de una década”.

Douglas recuerda algunas historias terribles. Suicidios ante la impotencia de ver truncadas prometedoras carreras, la pobreza a la que se veían abocadas muchas familias, la inquina de columnistas como Hedda Hopper, que desde su tribuna de cotilleos señalaba sin piedad a los inculpados o a los que les daban trabajo. Con pena y emoción, el actor evoca a Carl Foreman, era el guionista de Solo ante peligro, pero por miedo a las represalias los productores quitaron su nombre de la película. Foreman no había pertenecido al Partido Comunista pero se negó a delatar. Huyó a Inglaterra. Se quedó sin trabajos y sin amigos, su mujer lo abandonó. “Se convirtió en un apátrida”, recuerda Douglas. En un encuentro en Londres, Foreman le insinuó que por su bien era mejor que no les vieran comer juntos. Douglas no daba crédito, muerto en vida, se había quedado totalmente solo.

Espartaco estaba basada en una obra que Howard Fast, popular autor de novela histórica, escribió cuando estuvo encarcelado por su apoyo a un grupo antifranquista español, el Joint Anti Fascist Refugee. El Comité de Actividades Antiamericanas quería saber el nombre de los simpatizantes y Fast se negó a revelarlos. Acabó en prisión. Allí gestó la novela que un tiempo después acabó en manos de Douglas. La historia del esclavo tracio que dirigió la rebelión más importante contra la República Romana era ese personaje épico que la incipiente estrella necesitaba.

El rodaje del filme se fraguó con Trumbo escribiendo insomne y a la sombra. Si los estudios averiguaban que él era el guionista, el proyecto podría acabar en la papelera o víctima de una estampida dentro del equipo. Años antes, cuando Frank Capra intuyó que detrás de Vacaciones en Roma podría estar la mano de un escritor de la lista negra, fue claro: no se arriesgaba. El clima era tóxico: Elia Kazan acababa de tirar la toalla para sumarse a la ponzoña delatando a ocho compañeros.

En el relato de Douglas hay muchas escenas reales que superan la mejor ficción. Como el día en que, finalizado ya el rodaje, Dalton Trumbo entró con él y Stanley Kubrick en los comedores de Universal después de años sin poder pisar un estudio. Todas las miradas se volvieron hacia ellos, algunos incluso empezaron a señalar con el dedo. El camarero, atónito, le cedió la carta a Douglas y este se la pasó al guionista: “Empecemos por mi amigo. ¿Qué le apetece tomar, señor Trumbo?”. Tembloroso y algo cabizbajo, el escritor añadió: “Tendrás que darme unos minutos. Hace mucho que no vengo aquí”.

Hasta 2011, el nombre de Dalton Trumbo no figuró en los créditos de Vacaciones en Roma. En 1971, el escritor dirigió la película sobre su perturbador alegato antibelicista de 1939 Johnny cogió su fusil. Murió en 1976. Douglas, por su parte, afirma que Espartaco no acabó con las listas negras sino con “las listas de la hipocresía”. Trabajar con Trumbo fue una lección de vida que este honorable anciano no quiere llevarse a su gloriosa tumba. Sus palabras sobre él no pueden ser más hermosas: “Dalton era fiel a sus ideas hasta decir basta, pero jamás se ofendía cuando alguien las ponía en duda. Albergaba una extraña mezcla de seguridad en sí mismo aligerada también por una gran distancia de sí mismo. Tomarse el trabajo muy en serio sin tomarse a uno mismo muy en serio constituye un don muy inusual que en él era abundante… Me enseñó mucho sobre la valentía y la elegancia. Y espero que este libro contribuya a que se recuerde a Dalton Trumbo como el auténtico héroe estadounidense que fue”.

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