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Escribir después de la bomba atómica

Por ABC cultural  ·  02.09.2017

El pasado mes de agosto se cumplían setenta y dos años del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. La literatura en torno a aquel horror es abundante. He aquí una serie de títulos para saber todo sobre lo que nunca debió suceder.

Una luz brillante, indescriptible, un resplandor intenso, un fogonazo, un relámpago que desgarró el cielo, los hibakushas –así llaman a los supervivientes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki– coinciden en describir aquellas mañanas de agosto –las del 6 y 9 de 1945, respectivamente– como dos de esas mañanas con «un cielo muy azul, sin una nube», claras y luminosas, interrumpidas por una luz cegadora que lo arrasó todo.

A las 8.15 de la mañana del 6 la bomba cayó sobre Hiroshima; a las 11.01 de la mañana del 9 sobre Nagasaki. Más de 200.000 personas volatilizadas y secuelas que todavía sufren los supervivientes y sus familias. Cuenta el traductor Fernando Cordobés en el prólogo a Flores de verano (Impedimenta, 2011), de Tamiki Hara, que tuvieron que pasar algunos años antes de que naciera en Japón el subgénero literario genbaku bungaku, «literatura de la bomba», libros escritos por los hibakushas y algunos otros autores que, sin ser supervivientes, tuvieron un conocimiento directo de todo lo que ocurrió.

¿Cómo escribir después del horror más absoluto? En La guerra no tiene rostro de mujer (Debate, 2016), Svetlana Alexievich afirma que en la guerra el ser humano está tan a la vista, tan abierto, que le corresponde al escritor bajar hasta lo más profundo, hasta las capas subcutáneas y contarlo.
¿Y si el escritor es el propio superviviente? El autor Tamiki Hara se encontraba en Hiroshima la mañana del 6 de agosto y lo que vio, como describe en Flores de verano, parecía salido de la peor de las pesadillas: «Más allá de la espesa nube de polvo pude vislumbrar pequeños claros azules, que poco después empezaron a multiplicarse ».

En los Diarios de Hiroshima (Círculo de Lectores, 2005), el doctor Michihiko Hachiya, contó con precisión y detalle los cincuenta y seis días siguientes a la bomba –desde el 6 de agosto hasta el 30 de septiembre–, que pasó en el Hospital de Comunicaciones de Hiroshima, a unos 1.500 metros del epicentro de la bomba. Estaba en su casa después de haber pasado la noche en vela en el hospital y describió la mañana como tibia, apacible y hermosa. Hachiya andaba distraído mirando por los ventanales abiertos y, de pronto: «un resplandor intenso me devolvió a la realidad; luego, otro. Las sombras del jardín se desvanecieron. El panorama poco antes luminoso y soleado era ahora oscuro, brumoso. ¿Qué había ocurrido?».

El silencio
En Cuadernos de Hiroshima (Anagrama, 2011), Kenzaburo Oé escribió sobre los médicos que, «incluso sin comprender la verdadera naturaleza del artefacto que devastó la ciudad y sin estar en posesión de conocimientos específicos sobre radiactividad, dieron socorro a los hibakusha con absoluta abnegación». Después de sus muchos viajes a Hiroshima buscando testimonios concluyó que había un elemento común demoledor que se repetía en todo que lo que se había escrito hasta entonces: «el silencio de la gente después del bombardeo». Una mujer le contó que corrió hacia el puente de Tsurumi saltando sobre las piedras y los árboles caídos como si hubiera perdido la razón. Lo que vio allí fue una cantidad ingente de personas que luchaban por alcanzar el agua del río. «Elevaban las manos al cielo, emitían lamentos sordos y saltaban dentro del río como si compitieran unos con otros».
No solo se produjo silencio entre los supervivientes, sino que el gobierno estadounidense censuró durante años el relato del horror de las bombas atómicas.

En Hiroshima (Debate, 2015), se recupera un reportaje de ciento cincuenta páginas que el periodista John Hersey escribió en mayo de 1946 después de pasar tres semanas en Hiroshima y que se publicó íntegramente en el New Yorker ante la preocupación de William Shawn, editor ejecutivo de la revista, de que todo lo que salía a la luz aquellos días en torno a las bombas atómicas silenciaba el testimonio de las víctimas.
En Nagasaki. Las crónicas destruidas por MacArthur (Crítica, 2007), Anthony Weller, hijo del periodista George Weller, recupera los partes que su padre escribió desde Nagasaki del 6 al 10 de septiembre de 1945, censurados y destruidos por el general MacArthur e inéditos hasta 2003. «Esta noche –escribe Weller en el primer parte– entre las ruinas de Nagasaki siguen ardiendo los últimos dos o tres fuegos de la gran cantidad de incendios que se desataron. Están incinerando los últimos restos humanos en montículos de basura improvisados».

Cada mes de agosto acuden a Hiroshima miles de visitantes de todo el mundo que se reúnen en el Parque de la Paz para conmemorar a las víctimas. En Los años de la infamia (Círculo de Lectores, 1995), el periodista español Manuel Leguineche escribe que Hiroshima no puede evitar esa vertiente de gran carnaval de Lourdes o Fátima, mercantilizar la tragedia. «Todo aparece allí envuelto en el celofán del negocio. Después de los coches, los barcos y las ostras, la paz es la cuarta gran industria de la ciudad. Es lo que llaman el picadon shobai, el negocio del resplandor y el pum del hongo apocalíptico y la explosión. Sinceras, místicas, arrebatadas o preocupadas por su negocio, las criaturas más insólitas pueblan el Parque de la Paz».

Oración por el alma
Fernando Cordobés describe cómo en un lateral de las ruinas del icónico edificio del Genbaku Dom hay una pequeña placa que un amigo de Tamiki Hara colocó allí pidiendo una oración por su alma. Es de los pocos edificios cuyo esqueleto sigue en pie después de la bomba, un fiel testigo del horror. A su lado, está el Gendaku no ko no zo, la escultura en memoria de Sadako Sasaki, una niña víctima de las radiaciones que es un símbolo nacional. También hay un estanque que contiene todo el agua que las víctimas no pudieron beber cuando el calor de la bomba la evaporó toda. Entre la conmemoración y el negocio se halla el Museo de la Paz, lugar que recoge los testimonios de más de 230.000 supervivientes y de los que se sirven hoy escritores y periodistas para seguir reconstruyendo la historia.

La escritora Susan Southard, autora de Nagasaki. La vida después de la guerra nuclear (Capitán Swing, 2017), comenzó su investigación empujada por la necesidad de comprender las influencias históricas de las bombas atómicas y por las preguntas que le surgían en torno a las experiencias de los supervivientes: «Cuando me preguntan sobre la necesidad de las bombas, remito a la gente a las historias de los que las sufrieron, sin las que los debates sobre las cuestiones militares, morales y existencias de los ataques de Hiroshima y Nagasaki quedan incompletos».

Un bonito avión
Uno de esos testimonios del Museo de la Paz es el de la joven madre Futaba Kitayama, que la periodista Diana Preston recoge en Antes de Hiroshima. De Marie Curie a la bomba atómica (Tusquets, 2008). Futaba miró al cielo aquella mañana del 6 de agosto y vio «un avión tan bonito como un tesoro de plata que volaba del este al oeste en un cielo muy azul, sin una nube». El avión era el bombardero estadounidense B-29 bautizado por el piloto Paul Tibbets como Enola Gay en homenaje a su madre, y lo que lanzó fue la Little Boy, una bomba de cuatro toneladas que estalló con la potencia explosiva de 15.000 toneladas. Tibbets vio aquella luz brillante que lo envolvía todo y también «un gigantesco hongo violáceo que bullía hacia lo alto como si estuviera aterradoramente vivo». Cuando quiso darse cuenta, Futaba tenía la cara extrañamente húmeda y la piel se le caía a tiras. «Hacía una mañana tan radiante momentos atrás, ¿qué demonios podía haber pasado? Ahora estábamos envueltos por un fino velo de oscuridad, como cuando anochece. La neblina gris, como si tuviera los ojos empañados, me hizo preguntarme si me estaría volviendo loca».

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