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Escoria blanca, los olvidados de Estados Unidos… hasta que llegó Trump

Por El Confidencial  ·  15.10.2020

Cuando en 2016 Donald Trump ganó las elecciones presidenciales, los analistas de máquina de café enseguida señalaron a los blancos de las zonas rurales y blancas de Estados Unidos como principales responsables de la victoria de un ‘showman’ populista y sin experiencia en la Administración pública. En un artículo de julio de este año, el corresponsal de El Confidencial en Nueva York, Argemino Barro, describió que en muchas de esas regiones “la palabra ‘Trump’ lleva un acento de admiración. Es como el amigo del que uno se siente orgulloso: el capitán del equipo. Hace cuatro años, Donald Trump se llevó la mayoría del voto de los blancos sin diploma universitario con casi 40 puntos de diferencia. Ahora, su ventaja sobre Joe Biden en este grupo, según los sondeos de intención de voto, ha caído apenas a 16 puntos“.

Desde el lado demócrata (y desde Europa), se culpó de la victoria a esa población estadounidense alejada de las grandes urbes y de las profesiones liberales, representada por la caricatura del paleto de pueblo, sin educación, ultrarreligioso y xenófobo, que se dedica a pegar tiros al aire mientras ondea la bandera de barras y estrellas —incluso la Confederada— como si le fuese la vida en ello. Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes y miembro del Partido Demócrata, describió a esa parte de la ciudadanía como ‘blue collar men’ (mano de obra del sector primario y secundario) que votan “en contra de sus propios intereses económicos” porque anteponen el discurso sobre las armas, los homosexuales y Dios.

Sin entrar en cuestiones morales ni en un juicio sobre las virtudes o los defectos de un sector poblacional tradicionalmente reaccionario, éste es un retrato estereotipado que no dista mucho del palurdo Jed Clampett que interpretó Buddy Ebsen a principios de los sesenta en ‘The Beverly Hillbillies’ y que favorece la distancia mental en el imaginario colectivo de un grupo poblacional marginado de las luchas identitarias y que en su versión extrema, los llamados ‘white trash’ (escoria o basura blanca), ha vuelto al discurso público de la mano de Trump. La basura blanca es en la historia de Estados Unidos ese hijo deficiente que la familia esconde de las fotos. Porque en la historia de la llegada de los pioneros a la tierra de las libertades, en el sueño americano, no cabe la figura de “la morralla humana, la hez de la tierra, los patanes, los trotamarismas, los tunantes, la basura, los ocupas, los mascamazorcas, los comearcillas, los vulgares, los horteras, los pies de barro, los ‘scalawags’, los saltamontes de matojos, los rústicos, los catetos, los pordioseros, los tirados, los negros de tez pálida, los degenerados, la escoria blanca, los caravaneros tirados, los vagabundos de fangal…”, como recuerda Nancy Isenberg en su ensayo ‘White Trash’, editado ahora en España por Capitán Swing.

La historia de las naciones se construye sobre el mito. Y si en Inglaterra cuentan con, por ejemplo, Boudica como símbolo de la liberación del pueblo inglés del ‘yugo’ romano y en España con Don Pelayo, a Estados Unidos le ha tocado construirse una mitología propia a matacaballo, y esta se ha cimentado sobre los conceptos de libertad e igualdad de oportunidades. “The land of the free, the home of the brave” (el país de los libres, el hogar de los valientes), describe el himno nacional. “Todos los hombres fueron creados en igualdad”, determina la Declaración de Independencia de 1776. “El presidente Donald J. Trump quiere asegurar que los niños de nuestra nación tengan la oportunidad de exprimir al máximo el potencial que les ha dado Dios”, reza una nota de prensa de la Casa Blanca. “No pararé hasta que hayamos conseguido la igualdad y la abundancia de oportunidades para cada uno de los barrios de nuestro país”, dijo Trump en un encuentro con representantes de la comunidad afroamericana con motivo del Mes de la Historia Negra.

En el mito estadounidense, los pioneros fueron aventureros que llegaron al Nuevo Continente en busca de prosperidad, “gente corriente que aprovechó las oportunidades en una tierra de libertad”. Cualquiera, con trabajo y esfuerzo, podía desprenderse de su clase social y llegar a lo más alto en esta nueva república que contrastaba con la Inglaterra donde la monarquía y la aristocracia rancia seguían marcando distancia con el pueblo llano. “¡Las armas no son juguetes! ¡Son para protección familiar, caza de animales peligrosos y deliciosos, y mantener lejos al rey de Inglaterra!”, proclama Krusty el Payaso en ‘Los Simpson’, enciclopedia pop de la cultura norteamericana.

Pero, como recuerda Isenberg en su libro, la realidad no fue del todo así. Mientras en la historia europea se habla de estamentos y clases, “la historia popular de Estados Unidos apenas hace mención a las clases sociales”, reflexiona Isenberg. “Parece como si al separarse de Gran Bretaña ya hubiesen acabado con el sistema de clases”. Estados Unidos, el paraíso del ascensor social. Pero la autora recuerda que movilidad geográfica no equivale a movilidad social. Porque “tras el asentamiento, los puestos coloniales más avanzados comenzaron a explotar a los trabajadores no libres (criados, esclavos y niños) y consideraron que eran despojos humanos”.

En ‘White Trash’, Isenberg hace un repaso por los 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses, desde la época de los primeros colonos hasta la actualidad, desgranando la evolución de un colectivo que desmonta el sueño americano. Porque, en realidad, la mayoría de la fuerza de trabajo que llegó al Nuevo Mundo procedía, en realidad, de los bajos fondos de las principales ciudades británicas. Si América necesitaba agricultores y artesanos, estos no podían salir de la metrópoli, puesto que entonces la matriz perdería competitividad frente a otras naciones en el nuevo organigrama comercial. Uno de los principales historiadores ingleses del siglo XVI, que alentó y registró la conquista de las colonias inglesas sin haber puesto un pie fuera de Londres, propuso a la reina Isabel I convertir las nuevas tierras en “un enorme asilo para indigentes”.

Por eso la cárcel londinense de Bridewell fue una de las principales canteras para reclutar colonos y “convertir el excedente de pobres, la morralla humana de Inglaterra, en activos económicos”. Una suerte de reformatorio de los hijos de vagos y maleantes a los que, a cambio de asentarse al otro lado del globo, se les daba la oportunidad de no acabar como sus padres. A estos colonos de segunda no se les dieron las mejores tierras, evidentemente. En esa tierra de iguales, siguió perpetuándose una clase pudiente, una “casta norteamericana vehementemente entregada a las causas de la productividad y la expansión”. Otro de los padres fundadores, Thomas Paine, alentó a los nuevos estadounidenses a alumbrar “una raza de hombres, quizá tan numerosa como la que pueda poblar la totalidad de Europa”, formada por “los comerciantes de ultramar, los agricultores y ganaderos a gran escala, los constructores de barcos, los inventores y los norteamericanos terratenientes decididos a proteger el derecho de la propiedad (pero, desde luego, no los pobres carentes de tierras)”. “Nunca ha habido realmente un libre mercado de la tierra“, sentencia Isenberg, y Estados Unidos se ha cimentado en la “especulación de la tierra de los más poderosos, encargados de obligar al ocupante ilegal pobre a abandonar su parcela”.

El ensayo de Isenberg repasa el papel de estos desheredados desde la independencia de Estados Unidos hasta hoy, pasando por la Guerra de Secesión —en la que los esclavos mejoraron su situación, mientras ellos permanecieron igual— y la Gran Depresión —”en 1932, el 20% de la fuerza laboral estadounidense se encontraba sin empleo; un buen día, al despertarse, los hombres corrientes descubrieron asombrados que se habían convertido en parias, en individuos carentes de todos los emblemas definitorios de la identidad masculina norteamericana: ocupación, hogar y medios para sostener la familia”—. De nuevo, los cadáveres de la tierra de las oportunidades, barridos bajo la alfombra. Ni siquiera Elvis, ejemplo del ‘hillbilly’ llegado a más, pudo alcanzar la fama abrazando su procedencia, sino que se despojó de ella y abrazó la cultura afroamericana para diseñar su música y su imagen. Las canciones, el tupé, la ropa: cultura negra adaptada a los blancos.

En ‘White Trash’, la autora coincide con Pelosi no en la caricaturización del estereotipo, pero sí en la idea de que “al electorado se le convence una y otra vez para que vote en contra de sus intereses colectivos”. “En lugar de apostar por una democracia plena, los estadounidenses han preferido la escenografía democrática: retóricas rimbombantes y magnificadas y líderes políticos vestidos de manera informal en una barbacoa”. Se hacen pasar por gente corriente y moliente, pero no inciden en que “la clase es el factor que determina el modo de vida de gente de carne y hueso”. Son los propios desheredados los que votan (si votan) en contra de la política económica de Roosevelt, de los programas de bienestar social de Johnson o del Obamacare. “Los ciudadanos, coléricos, arremeten contra las medidas, ya que tienen la percepción de que el Gobierno se parte el lomo ayudando a los pobres (con la implicación, o la expresión explícita, de que no son personas que lo merezcan), y acusan a los burócratas de despilfarrar el dinero que roba a los hombres y mujeres que trabajan duramente para sacarse un sueldo”.

Al final, esa ‘white trash’ se ha convertido en la génesis de todos los males, en el ‘freakshow’ de la cultura blanca, en los renegados del ‘establishment’, en la masa enfurecida que, después de siglos de ostracismo, ha decidido hacerse notar y pelear por sus derechos. Porque los pobres, incultos y abandonados también tienen derecho a reclamar la atención del Estado que los utilizó hace 400 años.

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