En la antigua Atenas, en el mes de septiembre, se hacían ofrendas a la diosa Democracia, a la que se erigió también una estatua; entonces y ahora, democracia y libertad eran palabras inapelables y la Revolución Francesa añadió la igualdad como otro valor supremo a ese sistema político, cuyo ideal republicano salió reforzado pocos años antes también con la Revolución Americana.
Tras quedarnos atónitos frente a las hordas antidemocráticas de Donald Trump asaltando el Capitolio en un fallido golpe de Estado, una mirada sobre la Francia de Marine Le Pen, la Nicaragua de Daniel Ortega, la Filipinas de Rodrigo Duterte, la Turquía de Recep Tayyip Erdogan, el Brasil de Jair Bolsonaro, la Hungría de Viktor Orbán o la Rusia de Vladímir Putin, y vayan sumando, no invita al optimismo; al contrario, genera pavor y ansiedad. Se las ha llamado extrema derecha 2.0 y se basan en el llamado autoritarismo competitivo, es decir, elecciones formalmente libres pero fraudulentas democráticamente.
Tampoco disminuye nuestra angustia ver el crecimiento de Vox en nuestro país, con su blanqueamiento por parte del PP en la Castilla y León del presidente Alfonso Fernández Mañueco, y el silencio cómplice e interesado de Alberto Núñez Feijóo y otros barones del PP haciendo cálculo utilitarista de cara a unas próximas elecciones. La voluntad de Vox, por Dios y por España, es inequívoca: abolir el Estado de las autonomías y eliminar derechos políticos y sociales logrados gracias al heroísmo y lucha de muchos de nuestros conciudadanos en el injustamente llamado régimen del 78 y también mucho antes.
Como nos enseña Mogens H. Hansen en un libro imprescindible que se acaba de traducir al castellano, La democracia ateniense en la época de Demóstenes (Capitán Swing), en la antigua Atenas rara vez, salvo entre los filósofos en su crítica de la democracia, se ensuciaba el propio nido, a saber, el de la propia constitución o politeía, alabando a Esparta y censurando a la propia patria, a la nueva constitución o a la ancestral. Es cierto que la democracia griega tenía algunos elementos que inquietaban a los filósofos o a nostálgicos reaccionarios como el Viejo Oligarca: la selección de los magistrados por sorteo, el influjo de los demagogos sobre el pueblo, que la democracia fuese participativa y no representativa, que permitiese condenar a Sócrates a muerte, que un curtidor como Cleón llegase a ser su líder, o que con Pericles, como nos recuerda Tucídides con su habitual realismo político, el régimen de Atenas fuera democracia de nombre pero en la práctica el gobierno de un solo hombre, del primero de los ciudadanos.
Es cierto que la democracia participativa o asamblearia plantea no pocos recelos, también es verdad que la democracia representativa tampoco los elimina plenamente todos, pero de lo que no cabe duda, y eso nos lo recordaba Demóstenes, es que solo la libertad de palabra de la democracia, la isegoría, permite ensuciar el propio nido incluso cuando siendo ciudadanos de Atenas idealizamos y admiramos a la oligárquica Esparta. Inquieta que se extienda como la peste de Atenas el desafecto hacia la democracia y su isonomía en nuestras sociedades liberales; que en el siglo XXI la ciudadanía o las clases trabajadoras se dejen seducir por aspirantes a autócratas, tiranos vitalicios o demagogos ególatras y narcisistas como Putin o Trump; que en paradigmas de democracia como Francia o Estados Unidos la gente sucumba al hechizo de los poderes patrioteros y falsamente carismáticos; o que en España y en Europa se sea tan timorato de no aplicar un cordón sanitario a abascales o zemmoures de turno, tampoco en el protestante norte, como en la Holanda de Thierry Baudet contra el xenófobo Geert Wilders, o el aplicado a Alternativa para Alemania. El cortoplacismo y el tacticismo político de tantos partidos liberales que aspiran a gobernar priman sobre el compromiso social, el patriotismo constitucional y la buena salud de la democracia.
No está de más, pese a Karl Popper, recordar periódicamente a uno de los grandes ensuciadores del nido de la democracia, a Platón, que considera la tiranía como el peor de los sistemas políticos. Glorifiquemos a los héroes de la democracia y a los mártires y campeones de la libertad. Erijamos también estatuas a los Harmodios y Aristogitones que luchan contra el avance de la tiranía en Ucrania y otros lugares del mundo. No banalicemos el término fascismo para aplicarlo a Estados e instituciones democráticas por más injustas que puedan ser a veces y reservémoslo para aquellos verdaderos asesinos de la libertad: homófobos, xenófobos, racistas y supremacistas, jingoístas, patrioteros, populistas, autoritarios, euroescépticos o antiglobalizadores. Mientras tanto, y mirando hacia atrás con la ayuda de la historia, y a largo plazo con la ayuda de la razón y las humanidades, del tan denostado patriotismo constitucional, de federalismos o soberanismos refrendados en las urnas, erijamos una marmórea estatua a la Democracia, único sistema político que nos permite sin censura alguna lustrar y ensuciar a la vez nuestro propio nido.
Ver artículo original