El pasado 19 de octubre se conmemoró el centenario de la muerte de John Reed, uno de esos espíritus libres, acuciados por una insaciable sed de lejanía, que hacen del mundo un pañuelo. En calidad de corresponsal extranjero, Reed cubrió los grandes trances históricos de inicios de ese puñetero siglo XX que nos vio nacer: la Revolución mexicana, la Gran Guerra, la Revolución bolchevique… Los hados, exageradamente pródigos con algunos, se portaron de manera cicatera con él. Reed murió de tifus en 1920, en tierras rusas –le faltaban tres días para cumplir treinta y tres años–, y fue enterrado en el Kremlin, junto a otros líderes revolucionarios. Reed escribió poco, pero escribió bien, con honradez. Nada de lo humano le era ajeno; sus crónicas periodísticas así lo atestiguan. En sus páginas hay una honda y cálida preocupación por el hombre y la mujer, por la tierra que ambos pisan, por sus muchos usos y costumbres, sus grandezas y miserias, o los sueños o afanes que los desvelan.
Las editoriales Capitán Swing y Nørdica Libros han vuelto a unir sus fuerzas para editar como dios manda su obra más famosa: México insurgente, una serie de textos sobre la revolución mexicana escritos para Metropolitan Magazine y The New York World. El relato sigue durante un buen trecho el avance de las tropas del general Urbina, uno de esos oficiales improvisados habituales en toda revolución, buen amigo de Pancho Villa, que sería ejecutado posteriormente, acusado de traición. Reed no fue un periodista al uso. No se limitaba a documentar los hechos, los vivía; los vivía intensamente. Reed intimaba con la soldadesca, escuchaba sus historias y sus canciones al calor de la hoguera, comía del mismo rancho de los soldados, bebía de la misma botella y, en un giro imprevisto de los acontecimientos, tuvo que huir al par que ellos ante un enemigo que seguramente no habría respetado sus credenciales de corresponsal. Hubo quien sospechó que podía tratarse de un espía al servicio de los oligopolios yanquis y alguno incluso propuso descerrajarle un tiro, pero fueron muchos más quienes lo consideraron un amigo.
REED NO FUE UN PERIODISTA AL USO. NO SE LIMITABA A DOCUMENTAR LOS HECHOS, LOS VIVÍA; LOS VIVÍA INTENSAMENTE
Acto seguido, Reed se une a los hombres de Pancho Villa, un personaje hiperbólico que se había dado al bandidaje a los dieciséis años, se dice que tras matar a un funcionario del gobierno (otras versiones hablan de un terrateniente) que había abusado de su hermana. El retrato de primera mano de Pancho Villa es valiosísimo. Reed lo presenta libre de la “leyenda negra” que le colgaron sus rivales. Villa, arbitrario en muchos aspectos, demostró una apabullante coherencia en muchos otros. En sus años de mayor prestigio, le ofrecieron la presidencia de ese nuevo país en vías de construcción. Villa rechazó la oferta con bastante buen juicio: “Soy un combatiente, no un hombre de estado. No soy lo bastante instruido para ser presidente. Aprendí a leer y escribir hace apenas dos años. ¿Cómo yo, que nunca fui a la escuela, puedo esperar hablar con los embajadores extranjeros y los cultivados caballeros del Congreso?”, dijo. Sus proyectos de futuro eran infinitamente más modestos: “Me gustaría trabajar en mi propia granja, criando ganado y cultivando maíz. Estaría bien, creo yo, ayudar a hacer de México un lugar feliz”.
John Reed describe con admiración, sin paternalismos, esa tierra al sur de Río Grande, tan cerca, tan lejos de los Estados Unidos; un país de contrastes, aún más extremos a consecuencia de la revolución. Retrata con pulso de gran narrador lo vaivenes –el caos, en realidad– en aquella encrucijada histórica, los progresos y las retiradas de las tropas, el triunfalismo de hoy y el derrotismo de mañana, el entusiasmo y el hartazgo que se apodera de los protagonistas. México insurgente es una obra importante en sí misma, pero la edición de Capitán Swing y Nørdica Libros hacen de ella una joya bibliográfica de primer orden. Las potentes ilustraciones de Alberto Gamón evocan los murales mexicanos.
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