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En los senderos: Un deambular salvaje desde las sendas de los insectos hasta Internet

Por The objective  ·  07.02.2019

¿Por qué existen los caminos? ¿Hasta qué punto los elegimos nosotros? ¿Cambian nuestra percepción del mundo? Después de cruzar los Apalaches durante cinco meses, el periodista Robert Moor se embarcó en la más ardua de todas las travesías, escribir ‘En los senderos. Reflexiones de un caminante’ (ed. Capitán Swing), una aventura a través del origen y sentido de los caminos que le obligó a convertirse en pastor de ovejas, acompañar a cartógrafos de rutas indias y perseguir a legendarios senderistas de asfalto.

Lo bueno de los caminos es que siempre te llevan a alguna otra parte, incluso cuando recorres un sendero circular o esos laberintos que hay en algunas iglesias en que debes llegar al centro y rehacerlo hasta el punto de origen, no eres en esencia la misma persona que lo empezó. Y a la vez los caminos cambian con el tiempo; se sofistican y perfeccionan, se erosionan por el uso -caminos trillados-, o bien desaparecen porque nadie los recorre. Hablamos constantemente de “elegir nuestro propio camino”, de “trayectorias profesionales”, de “encrucijadas vitales” o “vías espirituales”, pero es que hasta nuestros vasos sanguíneos y las conexiones neuronales de nuestros cerebros son caminos que transportan nutrientes o información de un punto a otro.

El periodista Robert Moor soñó desde que tenía diez años con cruzar la Senda de los Apalaches, que se extiende por el este de Estados Unidos en una ruta de senderismo de 3.500 kilómetros. Pasó cinco meses recorriéndola con la mirada fija en sus pies, como si se tratase de una suerte de “meditación ambulante”, y al regresar a su casa se dio cuenta de que el camino aún seguía en su cabeza y no dejaba de preguntarse: “¿Por qué existen los caminos?”, ¿por qué los abrimos?”, así que volvió a andarlo, pero de otra manera; se lanzó a escribir En los senderos. Reflexiones de un caminante (Ed. Capitán Swing), un apasionante ensayo-peregrinaje desde los primeros senderos fósiles del planeta, pasando por las invisibles vías de baba de los insectos o las sendas de elefantes, hasta esa otra telaraña de infinitos caminos que se Internet. Durante siete años se hizo acompañar de entomólogos y paleontólogos, fue pastor de ovejas, ayudante de constructores de caminos y anduvo junto a cazadores, cartógrafos de antiguas singladuras cheroquis, e incluso siguió a caminantes empecinados como el mítico Nimblewill Nómada, que a sus setenta años lleva recorridos más de 50.000 kilómetros por todo Estados Unidos “en busca de la paz”.

El periodista Robert Moor tras cinco meses de caminata por la cordillera de los Apalaches. | Foto vía Capitán Swing.

Heredero de poetas, exploradores y naturalistas como John Muir, Robert Moor teje, como si de un mapa se tratase, un relato donde son los propios personajes los que se cruzan en nuestro camino y nos invitan a seguirlos “por aquí”; salpicando de metáforas y reflexiones tan soberbias su historia como que “un atajo es una especie de graffiti geográfico” o que “en el corazón de cada oveja late una tensión intrínseca entre la obediencia y el desorden”. Ya que sin caminos estaríamos perdidos, he dejado yo también mi hilillo de baba…

El proto-internet de los hormigueros

Cientos de millones de años después de que los edicáridos -una especie de “tatatatatatatarabuelos” blandos y asquerosillos de los animales- decidiesen empezar a moverse buscando superficies “más estables”, otros organismos unicelulares aparentemente muy estúpidos, como el moho del fango, fueron los inspiradores de nuestras modernas vías de ferrocarril. Incapaces de retener información, apunta Moor, su memoria se externalizaba en forma de caminos; pero si borras el rastro que dejan, como ocurre con las orugas, de repente vagan enloquecidos. E igualmente las colonias de insectos tejen rutas para maximizar su inteligencia colectiva y, en el caso de las hormigas, las modifican constantemente para hacerlas más eficientes dejando una senda olorosa que siguen las demás.

Cuenta el periodista que un buen día el físico Richard Feyman observó una hilera muy recta de hormigas que caminaban por su bañera, decidió desviarlas colocando un azucarillo y, aunque al principio la columna de bichos se desmadejó, al momento volvieron a marchar en fila. Hoy se sabe que las hormigas son las madres de la cibernética y los científicos estudian su inteligencia colectiva para crear algoritmos basados en las colonias -un algoritmo no deja de ser un conjunto de operaciones para obtener una solución-. El pensamiento colectivo modifica nuestro entorno: “La invención de los caminos proporcionó un nuevo y potente instrumento de comunicación animal, una especie de proto-Internet capaz de funcionar con un sencillo lenguaje binario basado en dos alternativas: por aquí y no”, explica.

Lo mismo sucede con las sendas que abren los elefantes, a las cuales confieren un significado simbólico. Si bien creadas a trompicones, les recuerdan que existe “el camino que lleva al agua” o “el trayecto más corto hacia los mejores árboles”. Ya seamos ciervos o personas, la misión de los senderos es conectar “dos lugares de deseo” fácil y rápidamente, y evolucionan de la misma manera que lo hacen los chistes o los relatos populares, asegura el autor.

En los años setenta de los caminos erosionados por el excesivo paso de senderistas se decía que habían “muerto de amor”.

La de los nativos norteamericanos es una “cultura de caminantes”. La mayoría de las carreteras al este de los Estados Unidos sepultaron las rutas que seguían navajos, apaches y cheroquis persiguiendo a los búfalos y bisontes. De hecho, explica Robert Moor, el paisaje llegó a “codificarse” en su lengua, cuya dicción es “montañosa”. Por ejemplo, ¿sabías que los cheroquis no tienen cuatro puntos cardinales, sino siete? Además de norte, sur, este y oeste, utilizan “arriba”, “abajo” y “aquí” para situarse en el espacio. Además, para los pueblos indígenas el dónde ocurrió algo es más importante que el cuándo, y recurren a las leyendas sobre los lugares para explicar el mundo. Es el emplazamiento el que dota a las tribus de identidad y no al contrario, como hacemos nosotros; por eso suelen “caminar de una historia a otra”, listando nombres de lugares que están cargados de significado.

Uno de los personajes más interesantes de En los senderos, es Lamar Marshall, un conservacionista e historiador con sangre cheroqui que se dedica a cartografiar las antiguas vías que utilizaba su pueblo en Carolina del Norte y que más tarde fueron empleadas por los colonos europeos para expulsarlos hacia las reservas -a veces los caminos se vuelven también contra uno-.

El remedio a la “paradoja de la elección”

Dice Robert Moor que los senderistas modernos son “urbanitas hambrientos de naturaleza” que se lanzan con sus enormes mochilas en busca de problemas, pero el por qué lo hacen es bastante misterioso. Uno de los motivos quizás sea que las ciudades se han vuelto laberínticas, con miles de caminos entre los que escoger -cientos de profesiones posibles, de marcas de helados, de parejas potenciales que te ofrece Tinder… – y, sin embargo, cuando caminas por un sendero solo hay dos alternativas: seguir o detenerte. Y además transitas por la senda que abrió otro, lo que obliga a preguntarnos qué control tenemos sobre el rumbo que “aparentemente” elegimos.

El senderista ya no hace un pulso con la naturaleza, sino con su propia mente que insiste en que abandone el duro camino.

En los años setenta, cuenta el autor, se decía que los caminos demasiado transitados por senderista “morían de amor”, y es que no hay nada que apague más la pasión de la aventura que llegar a un lugar que imaginas salvaje y remoto -aunque alcanzable, Indiana Jones- y encontrarte rodeado de turistas, postes de electricidad o merenderos con señal wifi. Aunque para senderistas de larguísimo recorrido, como Nimblewill Nómada, tan legendario que corre el rumor de que llegó a extirparse quirúrgicamente las uñas de los pies para caminar mejor, el paisaje de la ciudad y el del bosque no son compartimentos estancos. Somos en el paisaje. Y por eso cuando se jubiló, se separó y sintió un vacío existencial, empezó a recorrer todo Estados Unidos viviendo de la buena voluntad de la gente. Robert Moor anduvo con él algunos días y de su experiencia nos deja una gran lección: el senderista ya no hace un pulso con la naturaleza, sino con su propia mente que, como le ocurre a las ovejas, le dice: “quédate aquí pastando tranquilo, ¿para qué sigues adelante, tonto?”.

Eso, ¿para qué? ¿Por qué? Será porque al final, como concluye el autor en este soberbio ensayo que no cansa en absoluto, “somos exploradores de caminos existenciales”.

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