“Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Cuando Antonio Machado escribió estos versos poco podía imaginar que, algunas décadas más tarde, se caminaría más bien poco. De hecho, pregúntale a un milennial qué es un caminante y te dirá sin atisbo de sonrojo que un zombie. Pero, ¿a son de qué hemos dejado de ir a pie? ¿Por qué nos damos menos paseos? En parte, porque las ciudades son hábitats hostiles a las caminatas: una sucesión sin fin de aceras, semáforos y pasos de cebra poco alentadores a paseos distraídos. Bolardos, socavones y otros peatones acelerados tampoco lo ponen fácil. A veces, las distancias son tales y vamos tan mal de tiempo que sale más a cuenta coger un autobús o el metro. Y, seamos francos, otras la vagancia nos puede y acometemos nuestros desplazamientos en coche. Luego ya nos remorderá la conciencia y, venga, a machacarnos medio alienados en la cinta de correr del gimnasio. En definitiva, lo de pasear un rato porque sí es una costumbre en extinción. El homo sapiens, que evolucionó precisamente por su condición bípeda, acabará dando paso a un espécimen de culo aplastado sobre el sillón y dedo erecto acariciando alguna suerte de pantalla táctil. Y lo que es peor, solo irá en coche y allá donde una carretera bien asfaltada le lleve. ¿Triste, no?
Salir a dar una vuelta para despejar la mente ha ayudado a progresar a la ciencia, ha dado alas a los poetas y hasta ha salvado infinidad de matrimonios (nada como tirar de la puerta cuando los ánimos se calientan y esperar a que la tormenta amaine poniendo tierra de por medio). “Pasear es un acto de libertad. Puedes dar solo unos pasos, caminar tres manzanas o dar la vuelta al mundo”, recuerda la ensayista Rebecca Solnit. No hacen falta senderos ni carreteras. Con que haya tierra firme basta. “Mientras se camina, el cuerpo y la mente pueden trabajar juntos; el pensar se convierte casi en un acto físico y rítmico”, expone Solnit en su libro ‘Wanderlust: Una historia del caminar (ed. Capitán Swing)’. Ella misma reconoce que cuando se puso a escribir este largo ensayo de casi 500 páginas, tuvo que parar. “Un escritorio no es lugar para pensar a lo grande”. Así que se separó del teclado y empezó a meterse caminatas de varias horas. “Caminar nos deja libres para pensar sin perdernos del todo en nuestros pensamientos. Desplazarse a pie hace más fácil moverse en el tiempo: la mente vaga entre planes, recuerdos y percepciones. Es el movimiento junto a las vistas que se suceden lo que parece hacer que ocurran cosas en la mente”. Dicho en lenguaje materno, que ya se sabe que las madres siempre son sabias y concisas, “anda, vete a dar una vuelta y aclárate las ideas”.
Jean-Jacques Rousseau comentaba en sus ‘Confesiones’ que “solo puedo pensar cuando estoy caminando. Cuando me detengo, cesa el pensamiento”. Aristóteles y sus pupilos se daban un garbeo por las afueras de Atenas antes de llegar al lugar donde se ubicaba su Academia. No es broma: paseo en griego se dice peripatos y a los miembros de aquella escuela se les conocía como peripatéticos. No hay constancia de que en ese trayecto el filósofo y sus muchachos hablaran de asuntos metafísicos o del coste del pan, pero inicia un vínculo entre pensar y caminar. Siglos después Hegel, Kant o Kierkegaard daban cuerpo a sus teorías desgastando la suela de sus zapatos por las calles de Heidelberg, Kaliningrado o Copenhague, respectivamente. Hasta las series de televisión (y perdónenme por el salto) hay infinidad de secuencias donde los protagonistas debaten sobre lo divino y lo humano (más bien, sobre esto último) mientras caminan por las calles de una gran ciudad. Pasear está visto que agiliza el cerebro.
En nuestro tiempo se ‘navega’ mucho y se pasea poco. Y así estamos de agobiados. Con las ideas enchiqueradas. Homogeneizadas por esa falsa ventana al exterior que son Internet y las redes sociales. Consultar la información online ahorra mucho tiempo, pero nos roba “los incidentes impredecibles que ocurren entre medias”, argumenta Solnit. Anda que no hay películas románticas de chico encuentra chica mientras deambulan por la ciudad. Si en vez de paseando, Hugh Grant y Julia Roberts hubieran estado en sus casas jugando al Candy Crush o enfrascados en un grupo de Whatsapp nunca habrían chocado y adiós al argumento de Notting Hill. El universo 2.0 y el comercio electrónico acabarán enviando a Cupido a la cola del Inem (o de becario a Meetic). Por otro lado, descansar del trabajo poniendo varios tuits o actualizado entradas en Facebook da poco aire a las neuronas.
Todo esto hace un flaco favor al organismo, necesitado tanto de oxigenar la mente como de ejercicio físico. Paradójicamente, cuanto menos se pasea, más de moda se ha puesto el running. “Toda la población (que dispone de piernas) puede caminar. Correr, en cambio, ni gusta a todos ni se recomienda para personas con enfermedades cardiovasculares, problemas de articulaciones o con sobrepeso”, explica Soraya Casla, entrenadora y licenciada en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte. La Organización Mundial de la Salud recomienda caminar al menos media hora al día. “Si no se aguantan esos treinta minutos seguidos pueden hacerse en dos bloques de quince minutos. El ejercicio es acumulativo y tiene el mismo efecto beneficioso para la salud que si se hiciese de forma continua”. De hecho ya hay iniciativas de quedadas para pasear. Y hasta unas zapatillas específicas para salir a pasear: la gama GoWalk de Skechers: extremadamente ligeras, flexibles y con suelas adaptadas al movimiento del pie del caminante. Mª Concepción Vidales, médico especialista en nutrición y dietética humana y directora de Nutrimedic, organiza grupos de paseos saludables por el parque de El Retiro. Ella va más allá y habla de power walking. “Se trata de caminar rápido movilizando los brazos, activando el abdomen y elevando ligeramente la punta del pie”. A los beneficios físicos obvios de cualquier actividad física, Vidales añade otros de índole emocional. “Caminar a buen ritmo aumenta las endorfinas y la serotonina, hormonas reguladoras del bienestar. Además, ayuda a desconectar del estrés del día a día, reduce la ansiedad y los estados depresivos y nos mantiene en contacto con la naturaleza y con más personas con las que compartir el deporte y otras experiencias”. Vamos, volver a lo de Aristóteles pero con zapatillas específicas y entrenador personal.
Autora del artículo: Salomé García.
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