El pensamiento utópico ha animado al ser humano en sus momentos más oscuros y propiciado avances sociales. El ensayo ‘Utopías cotidianas’ (Capitán Swing) analiza sus éxitos y fracasos… y su papel frente al derrotismo.
Todos lo conocían como Garrell. Cada sábado se subía a su Renault 4L blanco y conducía hasta el bosque. No se adentraba demasiado. Justo al lado de la autovía fue levantando con sus propias manos, y durante décadas, construcciones de madera tan bellas como inverosímiles: torres de 30 metros de altura, cabañas para animales, una presa en un riachuelo y un laberinto de más de un kilómetro del que nunca lograría escapar. «Ser un poco salvaje es bueno para el cuerpo. Todos tenemos algo de raíz salvaje, y yo aquí lo saco sin hacer daño a nadie», comentaba Garrell, mezcla de Tarzán, Quijote y Gaudí. Él decía que no planificaba nada, que sólo estaba jugando. Los curiosos peregrinaban hasta Argelaguer (Girona) para ver la evolución de sus obras. Para algunos, aquel señor con espíritu de niño era un visionario; para otros, un lunático. Un día le prendió fuego a todo simplemente para volver a construirlo.
Garrell se llamaba en realidad Josep Pujiula (1937-2016). De su testimonio y de las peripecias que vivió para poner en pie su miniciudad junto a la A-26 tenemos conocimiento gracias al documental Sobre la marxa (Filmin), que retrata con respeto y poesía uno de los proyectos utopistas más recientes en nuestro país. Garrell fue un hombre empeñado en hacer posible lo imposible, sin ayuda de nadie y a pesar de los pesares. Igual que Justo Gallego (1925-2021), el labrador y albañil autodidacta que dedicó más de media vida a alzar una catedral con material de desecho en Mejorada del Campo (Madrid) y llegó a protagonizar un anuncio de Aquarius. «Me abrumo de lo que he conseguido en 40 años por la constancia de un ideal», reconocía Gallego en el spot a pie de andamio.
Sus respectivas instalaciones supusieron la penúltima materialización de un sueño que no es precisamente nuevo. El viaje de 2.500 años desde la colonia que fundó Pitágoras en el sur de Italia hasta los planes de la NASA para colonizar Marte bien podría resumirse en una idea: la de utopía. El ser humano ha fantaseado desde siempre con la creación de mundos mejores a partir de planteamientos alternativos en lo que se refiere a vivir, amar, tener y compartir bienes, organizar la familia o criar a los hijos. La mayoría de estos experimentos resultaron dramáticamente fallidos, pero no pocos de los servicios y conquistas sociales de los que hoy disfrutamos remiten al pensamiento utópico como motor de cambio: las guarderías para niños, el divorcio y la custodia compartida, el matrimonio entre personas del mismo sexo… Sin olvidar, por supuesto, uno de sus grandes hitos: la abolición de la esclavitud.
Consciente de que en las bibliotecas existía un hueco -justo en la intersección de Antropología, Teoría Política y Diseño Urbano-, la catedrática de la Facultad de Ciencias y Humanidades de la Universidad de Pensilvania y ensayista Kristen Ghodsee se animó a escribir Utopías cotidianas. En su trabajo, que ahora publica en castellano Capitán Swing, examina los audaces experimentos llevados a cabo en pos de una sociedad más igualitaria, libre y sostenible. También pasa revista a varias experiencias de semejante naturaleza en curso ahora mismo en todo el mundo: desde Colombia a Dinamarca, pasando por Tanzania. Pero, sobre todo, pone en valor la capacidad regeneradora del pensamiento utópico en tiempos como los actuales, en los que parece haber sido arrinconada por su gemelo siniestro: el pensamiento distópico o la creencia de que el futuro será incluso peor que el presente.
Lo resumió Eduardo Galeano: «[la utopía] Está en el horizonte […]. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar».
«Desde una perspectiva evolutiva, somos los hijos de los soñadores. Somos los hijos de los hijos de los hijos de aquéllos que vivían en una tribu en un valle y dijeron: ‘Deberíamos irnos a otro sitio en busca de más agua y comida’. Quizá la mayoría les dijera: ‘Es una idea terrible, deberíamos quedarnos, ya conocemos este lugar y es seguro’. Pero esos cuantos decidieron que lo mejor era intentarlo de todas formas, y probablemente fueron ellos los que sobrevivieron», explica la autora por videollamada. «Cada avance social remite a unos pocos individuos que tuvieron una idea descabellada y a los que otros después acabaron siguiendo. Por supuesto, algunos se quedaron por el camino, pero en general la historia del progreso humano habla de las personas que se atrevieron a hacer algo diferente».
Ghodsee excava en un amplio panorama de tradiciones intelectuales en Utopías cotidianas. Por ejemplo, el utopismo radicalmente colectivista que plantea Platón en la República; el utopismo libertario que vislumbró Tomás Moro en su tratado Utopía (1516) y que ejerció de faro del movimiento durante siglos; el socialismo utópico que anticipó Charles Fourier con su falansterio; el utopismo cuasi religioso que promovió John Humphrey Noyes; el utopismo marxista-feminista por el que se fajó Aleksandra Kolontái; el utopismo agrocooperativista del primer kibutz junto al mar de Galilea; el tecnoutopismo que ampara Jimmy Wales como timonel de la Wikipedia…
La ensayista emprende dicha labor socioarqueológica con una finalidad: determinar la arquitectura básica de la utopía en el pasado y cuestionarse qué desafíos tiene su cimentación por delante. Así, llega a la conclusión de que las comunidades intencionales -grupos que viven juntos voluntariamente y se organizan de acuerdo a una intención social, política o espiritual compartida- que están por venir tendrán que orientar recursos y voluntades para responder a cinco grandes crisis: la crisis climática, la crisis de la soledad no deseada y de la salud mental, la crisis de los cuidados a ancianos y niños, la crisis económica que amenaza con ensanchar la brecha de desigualdad y la crisis derivada de la automatización del trabajo.
¿La utopía es un antídoto contra qué?En el libro hablo sobre lo que se conoce como sesgo del status quo, que consiste en mostrar una preferencia por el estado actual de las cosas o pensar que la situación presente es preferible sólo por el hecho de que es la que está teniendo lugar en este momento. Los psicólogos han demostrado que la gente prefiere que las cosas sigan como están para no tener que hacerse responsables de decisiones que podrían empeorarlas. El pensamiento utópico nos ofrece la posibilidad de contrarrestar el sesgo del status quo, que puede ser extremadamente paralizante.¿Qué encarnaría ese status quo?En la mayoría de las sociedades occidentales es la hegemonía de la familia monógama con cuidado biparental exclusivo para sus hijos biológicos en el propio hogar y rodeada de sus propiedades. Ese es el modelo de éxito en la esfera privada y al que la mayoría aspira. Pero hay personas que encuentran su utopía compartiendo la crianza de los hijos, compartiendo también los bienes, viviendo de un modo multigeneracional, siendo poliamorosas o siendo célibes… Hay muchas opciones diferentes de entender la utopía.¿Cuáles son los mayores enemigos de la utopía?Quienes se benefician del sistema vigente. Siempre habrá personas con poder, riqueza y privilegios que verán el surgimiento de una forma utópica de ser y vivir con miedo a perder lo que tienen y serán los más interesados en destruir esas comunidades. Los poderosos no son estúpidos y saben, de hecho, que las utopías son peligrosas porque pueden cambiar el mundo. El mejor ejemplo es la comunidad utópica que crearon Jesús y sus discípulos en el Imperio Romano. Fueron perseguidos con saña por estar al margen de la corriente principal, pero al final Roma acabó convirtiéndose en una gran comunidad cristiana. Hoy hay 2.800 millones de cristianos en el planeta.¿La utopía se la puede permitir todo el mundo?Creo que debería ser asequible para cualquiera. Pero a veces el constante ajetreo capitalista en el que vivimos es un lugar agotador. Quien llegue a casa después de un día de trabajo, tenga que encargarse de cuidar de hijos o de padres y luego disponga de algo de tiempo para sí mismo, lo último que hará será soñar despierto con un futuro mejor. Simplemente se pondrá Netflix, se beberá una copa para olvidarse de todo o se irá a la cama.
Los momentos de mayor incertidumbre política o convulsión social suelen ser incubadoras de utopías. Platón escribió la República tras la Guerra del Peloponeso. Moro publicó su tratado -que le costó la decapitación- menos de 30 años después de los viajes de Cristóbal Colón a América. Ghodsee, que tiene sangre española por parte de una tatarabuela balear viuda migrada a Puerto Rico, escribió Utopías cotidianas durante el confinamiento obligatorio por el Covid. Observó entonces cómo brotaron por doquier grupos que velaron en remoto por la educación y el entretenimiento de los más pequeños. Aquellos foros de asistencia mutua en los momentos más críticos de la pandemia tuvieron una existencia efímera. «Hubo un intento por crear una gran comunidad», recuerda la autora. «Sin embargo, en el momento en el que el coronavirus empezó a estar bajo control, decidimos desmantelarla. En cualquier caso, dejó una lección interesante: cuando el mundo se vuelve complicado, lo primero que hacemos es acercarnos unos a otros. Hay algo natural en ese instinto, algo realmente profundo y auténtico».
«Algo se está moviendo», confirma Francisco Martorell Campos, doctor en Filosofía y autor de Contra la distopía. La cara B de un género de masas (2021) y Soñar de otro modo. La reinvención de la utopía (2024, ambos publicados por La Caja Books). «Corrientes tan dispares como el decrecentismo y el aceleracionismo retratan futuros postcapitalistas bastante novedosos y detallan cómo funcionarían. Hacía casi medio siglo que no pasaba. Además, las obras recientes de ciencia ficción explícita o implícitamente utópicas son cada vez más numerosas».
Martorell es miembro del grupo de estudios Histopía y lleva dos décadas explorando el estatuto de los imaginarios utópicos en la sociedad posmoderna, temática a la que ha dedicado decenas de artículos en revistas especializadas y participaciones en congresos, antologías y proyectos de investigación. «Durante la primera mitad del siglo XX los imaginarios políticos radicales jugaron un papel crucial. Luego su protagonismo menguó. Pero no han desaparecido. Más bien, han cambiado», matiza este experto.
«Desde hace varias décadas, los grandes programas de emancipación orientados al futuro han sido sustituidos por infinidad de campañas a pequeña escala circunscritas al presente. Entre ellas, arbolar las ciudades, impedir desahucios, compartir los cuidados, fomentar el comercio de proximidad, intercambiar bienes, crear cooperativas de vivienda o tejer redes de apoyo mutuo en los barrios. A mi modo de ver, la utopía social también palpita en las iniciativas de este tipo, iniciativas micro e inmediatas que pueden acumularse y servir de preámbulo a sueños más ambiciosos. Aunque es verdad que, en última instancia, operan dentro del sistema y que este convive perfectamente con ellas, no es menos cierto que anticipan maneras distintas de organizar la vida colectiva y personal».
A su juicio, el pensamiento utópico “un antídoto contra la resignación y la impotencia, contra la creencia de que no hay nada que hacer. Aporta ideas provocadoras y ayuda a concebir lo inconcebible. Además de diagnosticar los defectos del mundo, propone soluciones“.
Quién nos iba a decir antes de ayer mismo que la renta básica universal estaría cerca de dejar de ser un borrador o que la vivienda colaborativa podría protagonizar el próximo bum inmobiliario con ancianos en vez de con jóvenes universitarios. Ni Steven Pinker ni el utopista más militante habría sido capaz de anticipar tales escenarios. Ni el más fervoroso creyente en las carambolas cósmicas habría podido imaginar que Estopa seguiría los pasos de cátaros, beguinas y sansimonianos y titularían su último álbum Estopía.
«Hace 20 años parecía que ya no iba a quedar sitio para la utopía. Las cosas, no obstante, han cambiado mucho de aquel tiempo a esta parte. Nos hemos dado de bruces con un contexto en el que hay imprevistos de todo tipo: pandemias, guerras… En momentos de injusticia y desazón el pensamiento utópico tiende a resurgir», resume Eduardo Prieto, profesor de Historia de la Arquitectura y el Urbanismo en la Universidad Politécnica de Madrid y autor de Los laberintos del aire (Ediciones Asimétricas). Prieto confirma que la idea de utopía aplicada al trazado de las ciudades ha remitido tradicionalmente a «la búsqueda de la justa proporción, el orden, el equilibrio y la coherencia interna, que todo esté relacionado con todo».
El profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid Pablo Simón constata que «estamos viviendo una curiosa contradicción: nunca como después de la Gran Recesión y de la pandemia habíamos tenido tanto margen para poder hacer transformaciones. Se han movido muchas cosas, pero nos falta imaginación».
El popular politólogo televisivo ha compartido participación con Martorell en el proyecto La caja de la utopía con su ensayo Comprar a Marx por Amazon. Concebido con formato de diccionario, invita a reflexionar sobre el arma de doble filo que representa la utopía. «Después de la Segunda Guerra Mundial aparecieron cosas que no habían existido antes, como una clase media con propiedades, vacaciones pagadas… Es un nivel de bienestar que vuelve necesariamente más conservador y escéptico. Recelamos de quien ofrece la salida milagrosa para llegar a una sociedad fantástica», apunta Simón en conversación telefónica. «También es verdad que el experimento fallido que fue la Unión Soviética y el socialismo real -la última gran utopía- vacunó a la sociedad e hizo que se hablara si acaso de mejoras incrementales, de empujar un poquito por aquí o un poquito por allá. Las utopías también encierran fantasmas terribles. En su nombre se puede justificar la opresión o la consecución de un fin por cualquier medio»
En su monumental y crítica Historia de las utopías (Pepitas de calabaza), que acaba de cumplir 100 años, el sociólogo e historiador Lewis Mumford ya denunciaba las «tendencias dictatoriales de la mayoría de las utopías clásicas». Mumford se venía tan arriba que hasta tildaba de «protofascista» a Platón.
Se lo preguntamos a la catedrática Ghodsee: ¿qué hemos aprendido de las utopías que se dieron el gran batacazo? «Que las utopías tienen que ser flexibles y participativas. En el momento en el que se vuelven rígidas y dogmáticas fracasan casi sin excepción. O cambian tanto que terminan siendo algo completamente distinto del planteamiento original», ataja. «El objetivo de una utopía siempre será ser lo suficientemente abierta y humilde como para aceptar que su manera de hacer las cosas puede no ser la mejor».
Utopías cotidianas nos familiariza con topónimos como Calípolis, Oneida, Degania o Twin Oaks como si se tratase de la guía de viajes de un poeta jipi. Ladonia -una instalación noruega casi idéntica, por cierto, a la de Garell en Girona-, Auroville, Seasteading o Bir Tawill es la ruta que traza Utopías. Una historia gráfica de grandes sueños, micronaciones y otros lugares creados de la nada (geoPlaneta), de los historietistas Andy Warner y Sofie Louise Dam. Y Territorios improbables (Kailas), del arquitecto y divulgador Pedro Torrijos, vuelve a poner en el mapa a Fordlandia o a la Instant City que ejecutaron Carlos Ferrater y José Miguel de Prada Poole en la cala Sant Miquel (Ibiza) con hinchables de plástico.
Estados Unidos asoma como indiscutible santuario tras un vistazo a la bibliografía más reciente sobre neofascinación utópica. El podcast Nice Try! (Buen intento)de la web de tendencias urbanas Curbed dedicó dos temporadas en 2019 a recorrer la vasta geografía en la que se han puesto en práctica ideas entre extremistas y entrañables. Avery Trufelman ejerció de anfitriona de un espacio que haría cosquillas en el cerebelo a quien disfrutó de la serie Wild Wild Country (Netflix). «Podría decirse que la colonización de este país comenzó como un gigantesco proyecto utópico, estamos un poco predispuestos», comenta Avery por correo electrónico. «Una razón para ello es la gran masa de tierra… obtenida tras masacrar a todos los pueblos indígenas», añade a modo de paradoja.
Ghodsee conoció de joven la vida en el kibutz y es consciente de que el ataque de Hamas del 7 de octubre a las comunidades israelíes próximas a la Franja de Gaza envió un mensaje adicional al de la violencia terrorista.
¿La utopía será siempre una diana? Sí, a quienes estén promoviendo con éxito una comunidad utópica siempre se les llamará secta. O se dirá que se trata de locos o ingenuos y serán perseguidos, a menos que estén completamente aislados o no se sepa nada de ellos.¿Qué sucede cuándo un régimen autoritario y represivo se apropia de la capacidad inspiradora de la utopía? Lo estamos viendo ahora mismo con los proyectos faraónicos y tecnoutópicos de Arabia Saudí.La utopía se puede construir de abajo arriba… y también de arriba abajo. El utopismo es una ideología muy seductora. La idea de vivir en un lugar aseado y seguro en el que poder criar a los hijos en una comunidad de personas de confianza es algo muy atractivo. Así que es lógico que gobiernos autoritarios quieran participar en su puesta en práctica. También los multimillonarios tecnológicos. Algunas de las utopías autoritarias serán físicas, como la ciudad The Line. Pero otras serán virtuales, como el metaverso que propone Mark Zuckerberg. No podemos permitir que dictaduras o billonarios de Silicon Valley se adueñen del interés natural por el pensamiento utópico, porque ambos representan un peligro.
¿Qué es lo que más echamos de menos en nuestras sociedades respecto a su proyección utópica?La conexión con otras personas. Estamos cada vez más aislados unos de otros. Nuestros ancestros se sentaron alrededor de un fuego para contarse historias durante miles de años, y eso hemos dejado de hacerlo.
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