El pulso de un mundo al límite

Por Diario de Sevilla  ·  03.07.2018

Capitán Swing recupera ‘Sueños árticos’, el ensayo clásico sobre la relación entre hombre y naturaleza que escribió hace 30 años Barry Lopez

Si hay un escenario real que le echa un pulso a la ciencia-ficción es la profundidad marina; si hay un escenario real que le echa un pulso a lo paranormal son las regiones polares. Empezando por la volatilización de coordenadas: el blanco total que confunde cielo y suelo; las brújulas desnortadas; la luna que es apenas una bruma en los meses de verano. Esta sensación de naturaleza sin medida, de mundo fuera del mundo, se asoció sobre todo con el Ártico hasta mediados del XIX; las expediciones desaparecían en bancos de bruma para quizá no volver jamás; los barcos crujían entre los hielos como cáscaras de nuez; los osos polares eran bestias espantosas, que no dudaban en abrir las sepulturas para devorar los restos de los muertos. Si por un casual los matabas y comías su carne, podías muy bien morir de triquinosis o envenenado por la alta toxicidad de su hígado.

Y, al mismo tiempo, tenemos la belleza sobrenatural. Los delicados equilibrios. Las catedrales de hielo. El paisaje blanco y negro que de repente estalla en los colores de joya de los líquenes o de las auroras boreales. De todo ello habla, con un conocimiento del terreno impresionante, Barry Lopez en Sueños árticos: un ensayo clásico sobre la realidad medioambiental y antropológica de la región polar, que vio la luz en los 80 y que ha traducido Capitán Swing.

Si el desconocimiento es temor -y por ello, durante la mayor parte de nuestra historia, el gran blanco fue lo temible-, el conocimiento es vínculo y cercanía. Por eso Lopez detalla, con disección y mimo, las características de la costa y el clima árticos y, sobre todo, de sus animales más emblemáticos (la lista, de siempre, ha sido bastante corta). Por otro, va dibujando la relación humana con tan tremendo medio: la profunda comprensión de los pueblos nativos ante la naturaleza en la que se desenvuelven; la masacre continuada que ha supuesto la presencia del hombre occidental: en cuanto los viajes al Ártico comenzaron a tener un propósito de «apropiación o de utilidad», el contacto fue brutal.

«En todos los pueblos de cazadores aborígenes -explica- el cazador se consideraba unido por un vínculo sagrado con los animales de gran tamaño que cazaba (…) Los esquimales tienen dificultades para concebirse como personas separadas del mundo de los animales. Nosotros sí que lo hacemos, cosificamos a las criaturas: esa es la principal diferencia».

Veamos un (hermoso y terrible, como las regiones del norte) ejemplo práctico. Entre las tallas de la cultura de Dorset, se encuentran las de los osos flotantes o voladores, que parecen reproducir a un oso polar deslizándose lánguido por el agua. Sobre ellas, aparecen grabados los huesos del esqueleto: los cazadores árticos sentían una gran fascinación por su máximo competidor en la naturaleza, ese que era también un gran cazador; que desollado parecían un humano gigantesco y se enfadaba como los humanos (resoplando y arrojando nieve) cuando se frustraba. Tan dueño de los hielos que lo llamaban «el granjero», puesto que como un granjero paseaba por sus posesiones.

En contraste, esta otra historia, una de tantas: en el último cuarto del XIX, unos cazadores mataron a una hembra y a uno de sus cachorros y capturaron al otro como regalo para el príncipe de Gales -era habitual, entre los cazadores de la época, explotar sádicamente el vínculo entre la madre y sus crías-. Lo encadenaron y metieron en una jaula, en la que pasaría todo el viaje. «Descuartizaron a la hembra y lo envolvieron con su piel para que se tranquilizara. El perro de a bordo lo atormentaba mordisqueándole las patas y quitándole la comida. Cuando el barco llegó a Inglaterra, el cachorro yacía postrado en la jaula, jadeando entre convulsiones. Murió una semana más tarde».

Lopez no sucumbe a una especie de síndrome roussoniano, del buen salvaje -los indios y esquimales fueron también responsables, por ejemplo de la práctica extinción de los bueyes almizcleros entre los siglos XIX y XX, para proveer a balleneros norteamericanos y a los cazadores de pieles; con la inestimable ayuda de estos dos grupos, claro-. Ellos son, sin embargo, bien conscientes de la interdependencia que tienen con su medio: despreciar lo que se caza sería como despreciar el aire. Lo que más temen de nosotros, de hecho, explica Barry Lopez, es nuestra capacidad para alterar el entorno: «Hemos llegado demasiado lejos en nuestra separación con la naturaleza».

El holocausto al que se sometió (y somete) a la fauna ártica fue tal que hasta los hombres encargados de ejecutarlo ( balleneros, cazadores) se sentían a veces conmovidos, a pesar de que la empatía animal fuera un concepto muy alejado tanto de su civilización como de su día a día. A la ballena de Groenlandia, entre otras, se la masacró -las ballenas tienen una extrema sensibilidad al dolor: se sobresaltan cuando se les posa un pájaro; imaginen un arpón-.

Y bien sabemos que los episodios de crueldad y estupidez no nos resultan algo ajeno -no hay más que pensar en la imagen del oso polar moribundo y famélico que se convirtió este invierno en símbolo del cambio climático-: «La cobarde burla, la necia sensibilidad y el falso sentido de aventura que los inspiraron no son de otro tiempo», advierte Lopez, que si hace 30 años ya manifestaba su honda preocupación por el impacto medioambiental en el Ártico, hoy podría describir un panorama apocalíptico.

Seguimos siendo soberbios. Si antes tildábamos de supersticiones los «regalos» que los esquimales ofrecían a las piezas saldadas o despreciábamos sus modos -gran parte de los fracasos expedicionarios se debieron al empecinamiento de no aceptar las ventajas que ofrecían las ropas de pieles, las casas de nieve y la carne fresca-, ahora parecemos ser incapaces de reaccionar ante la destrucción de un entorno maravilloso, de frágil equilibrio -quién les iba a decir a los expedicionarios que el paso del noroeste lo abriríamos a puro huevo, mientras destrozamos el planeta-. La cualidad hipnótica que tienen para muchos las regiones árticas reside en gran parte en esa conciencia de mundo al límite; en la mezcla de brutalidad extrema e imposible delicadeza. Todo ello fascina de tal modo que llega a tocar la línea de flotación de la transcendencia -el Ártico es el inuit que pellizca en el corazón a un pájaro para matarlo sin estropear las plumas; el Ártico es el oso que separa delicadamente bayas con las zarpas y después te voltea en el aire a una foca de 120 kilos-.

«Cada cultura -viene a concluir Lopez-tiene que terminar decidiendo, después de un activo debate, qué porción de cuánto la rodea, lo tangible y lo intangible, está dispuesta a desmembrar para transformarlo en riqueza material».

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