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El prodigio de los mirmidones y la rebeldía de lo singular

Por La Grieta  ·  08.12.2016

«Cuando un hombre que no está bromeando, sino hablando en serio, dice que le cuesta estar a la altura de sus porcelanas chinas, esto significa que en este recinto se ha infiltrado una forma de paganismo contra el que tenemos el sagrado deber de luchar, si es posible, hasta su completa aniquilación».

Dean Burgon, Vicario de St. Mary en Oxford, hablando de Oscar Wilde en 1876

«El dandismo, que es una institución al margen de las leyes, tiene leyes rigurosas a las que están estrictamente sometidos todos sus adictos, sin importar la vehemencia ni la independencia de su carácter».

Charles Baudelaire, El pintor en la vida moderna, 1863

Siempre he creído que, como sucede en el oeste, cuando la leyenda se convierte en hecho, se debe imprimir la leyenda.

Toda ciudad tiene su intrahistoria y sus leyendas. Una de las que me resultan más fascinantes corre desde hace tiempo por los bares de Gijón, uno de los puntos neurálgicos de la pequeña pero irreductible escena mod española. El episodio sucede ―siempre según la rumorología gijonesa― durante el revival de la escena que tuvo lugar en España durante los años 80. En él, un chaval obsesionado con los Jam y el northern soul se presenta en su primer día de trabajo como repartidor de correos sin el uniforme reglamentario. A las preguntas del encargado de turno por el uniforme que le ha sido entregado el día anterior, el nuevo fichaje de la oficina contesta que se encuentra en el sastre, a donde lo ha llevado «a entallar».

Esta escena, no sé si real o surgida del inconsciente colectivo y dipsomaníaco de la noche asturiana, podría pertenecer perfectamente ―salvando distancias temporales y geográficas― a cualquiera de las novelas y relatos incluidos en Prodigiosos Mirmidones. Antología y apología del dandismo (Capitán Swing, 2012), coordinada por Leticia García y Carlos Primo. Una antología literaria que rastrea la figura del dandi ―desde Beau Brumell a los mods de La casa de la bomba de Tom Wolfe, pasando por el rebelde romántico de Camus―, como arquetipo literario de la modernidad. En este recorrido, que va desde principios del siglo XIX hasta los años sesenta del XX, se asiste al nacimiento y continuo reciclaje de la figura del héroe rebelde ―al principio solo encarnado por hombres, desde finales del siglo XIX también por mujeres: George Sand y Patti Smith tirando la puerta abajo―, que hace de su rebelión un gesto.

El dandi que se vislumbra entre sus páginas no es sólo un hombre elegante (ni siquiera es necesario que lo sea), sino un individuo que desarrolla su singularidad como reacción a un entorno que desprecia. Si, como decía Gustavo Bueno, cuando uno piensa, piensa siempre contra alguien; cuando un dandi se viste, se viste siempre contra alguien. El que probablemente sea el mayor experto en dandismo de España, Luis Antonio de Villena, profundiza en las diferencias entre dandismo y elegancia (similares a las que existen entre dandismo y esnobismo) en el prólogo incluido en la antología: «Un hombre elegante es aquel que sigue escrupulosamente y con gusto una determinada moda. […] El dandi usa la elegancia, pero al mismo tiempo la rompe. Esmera su vestuario, pero no solo admite sino que precisa de disonancias».

El dandi desafía, pero su desafío ―individual hasta en su forma más violenta: el suicidio― nunca se hace del todo explícito. Es la rebeldía de los guantes amarillos, del gesto, de la actitud. No es la revolución de la dinamita que hace saltar por los aires el coche de caballos de la familia real, aunque el revolucionario sea ―según Camus― la evolución natural del dandi. Quizás sea por eso por lo que encuentra su hábitat natural entre los escombros. En las épocas de cambio social, de certezas tambaleantes. Cuando es demasiado pronto para que surja una resistencia organizada a unos procesos todavía demasiado confusos. Cuando un mundo agotado agoniza y el futuro se aparece como algo poco esperanzador. En ese espacio que se encuentra entre el tedio y la incertidumbre: ahí está el reino del dandi.

Como la época que lo vio nacer. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, los pilares de una de las sociedades más estamentales que ha conocido el mundo comienzan a resquebrajarse. Los primeros miembros de la recién nacida burguesía se introducen en círculos que hasta ese momento eran patrimonio exclusivo de la aristocracia. Es entonces cuando surge un nuevo tipo de literatura que se gana el fervor popular, las Fashionable Novels. Este tipo de novelas, también conocidas como Silver Fork novels, están siempre protagonizadas por jóvenes arrogantes de raíces burguesas que consiguen alcanzar la cima de la alta sociedad. La mayoría de ellas están inspiradas en la figura de Beau Brumell (1778-1840), considerado el dandi primigenio, mejor amigo de Jorge IV hasta su caída en desgracia, árbitro de la elegancia durante el periodo de la regencia inglesa, rey indiscutible de los salones de la alta sociedad de la época. La figura de Brumell aglutina todos los ingredientes que caracterizan al dandi inglés primigenio: orígenes no aristocráticos, una elegancia basada en la contención, frialdad (el dandi despierta pasiones pero no se somete a ellas, perinde ac cadaver) e insolencia (su caída será por llamar gordo a Jorge IV). Así, el primer dandi es una figura estoica que desafía las convenciones de su tiempo a través de su indumentaria, pero sobre todo de su actitud. Una actitud insolente que limita con lo intolerable, como sucede en la escena de la novela Vivian Gray, de Benjamin Disraeli, en la que su protagonista llega tarde con premeditación a una cena de gala y, sin atenerse a ninguna de las normas que rigen el férreo protocolo en ese tiempo y lugar, hace cambiarse de sitio a condes y marquesas para hacerse con un lugar prominente en la mesa:

 

«―Usted, si me lo permite, está en su perfecto derecho de opinar eso, pero yo me inclino a pensar que las damas y los caballeros que han sido colocados más lejos no pueden considerarlo una solución sensata― Y aquí Boreall tomó el tono de un hombre que ha cumplido con su deber llamando la atención de un joven insolente.

Vivian le lanzó una mirada fulminante.

―Había previsto dos muertes, caballero, así que, teniendo en cuenta que no hemos tenido que lamentar ni siquiera un fallecimiento creo que estoy en condiciones de mantener lo que acabo de decir».

Vivian Gray, de Benjamin Disraeli (1826)

 

Esta primera versión del dandi ―como avanzadilla del mundo que viene, que quiere pertenecer a una alta sociedad para la que su mera existencia es un síntoma de declive―, irá perdiendo vigencia a medida que la burguesía se va asentando como la clase dominante. En un mundo cada vez más burgués y menos aristocrático, el arrogante, frío y despreciativo protagonista de las Fashionable Novels va perdiendo vigencia. Serán los románticos y decadentistas franceses los que reciclen el dandismo y lo doten de nuevos y chocantes aspectos. Beau Brumell ―ahora de nuevo George Brumell― morirá en Caen, Francia; adónde llega huyendo de los acreedores. Será en Francia también donde la figura del dandi renazca.

A medida que el siglo avanza, llega la modernidad y, con ella, las viejas creencias que daban al hombre su razón de ser comienzan a venirse abajo. El héroe romántico ―solo una más de las diferentes personificaciones del dandi― sintiéndose huérfano de un Dios al que no puede tolerar la existencia del mal, reacciona hundiéndose hasta ahogarse en ese mal que entiende como producto de la arrogancia de Dios. La depravación como desafío a un Dios injusto. El dandi se aparta de la moral tradicional basada en el bien y reivindica el mal; reniega de Dios y abraza a Lucifer, que deja de ser una bestia cornuda para convertirse en «el ángel más bello»―. Desde Ivan Karamazov a Baudelaire, la segunda mitad del siglo está plagada de hombres que son incapaces de reconciliarse con la idea de un creador que sea responsable de un mundo en el que reina el dolor y la injusticia. La respuesta del dandi ante un Dios cruel que se dice del lado del bien es hacer suya la causa del mal y la perversión.

Esta transformación es la que lleva al dandi a enarbolar la bandera de la extravagancia. Y lo hace porque le permite renegar al mismo tiempo tanto de la moral tradicional como del utilitarismo burgués. Las viejas catedrales han sido abandonadas, pero lo que las sustituye es aburrido y gris. Si la actitud del dandi se basa en la oposición de lo singular a lo general ―del individuo ante la masa― a través de unos códigos estéticos, es razonable que cuando la masa asuma esos mismos códigos como propios los abandone en busca de otros nuevos. Así, la actitud deja de ser contenida y el atildamiento da paso a la estridencia. Baudelaire muriendo ante el espejo con el pelo teñido de verde, Robert de Montesquiou hasta las cejas de opio cubriendo el caparazón de una tortuga de piedras preciosas, López de Hoyos y Vinent acudiendo a manifestaciones obreras con un mono de seda y un pistolón al cinto. Nace así el dandi decadente. Precisamente Robert de Montesquiou, el esteta por antonomasia, fue quien sirvió de inspiración para el protagonista de la novela más importante del dandismo de finales de siglo. Se trata de A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans, el mismo librito amarillo que lee Dorian Gray al principio de la novela de Wilde.

 

«Adquirió de este modo una reputación de excéntrico que él mismo favorecía vistiendo trajes de terciopelo blanco, chalecos de orifrés y, a modo de corbata, un ramillete de violetas de Parma en el cuello de la camisa. También se hicieron célebres con las que solía obsequiar a sus amigos literatos. En una de ellas, quizás la más memorable, quiso revivir el espíritu de las fiestas que se celebraban en el siglo XVIII en honor de la más fútil de las desgracias, y organizó una cena fúnebre».

A contrapelo, Joris-Karl Huysmans, 1884.

 

Pero no hay que equivocarse, este tipo de héroe rebelde e individualista a ultranza ―el decadente― no pretende sustituir a Dios, como dice Camus en El hombre rebelde (un texto fundamental, en mi opinión, para entender la importancia de la figura del dandi como arquetipo heroico de la modernidad), sino ponerse a su altura. Por eso, a medida que el siglo XIX avanza y la muerte de Dios se hace una realidad palpable, el rebelde ―el dandi―, da paso al revolucionario, que sustituye el gesto por la acción, el parecer por el hacer. Es verdad que todavía a principios del siglo XX podemos encontrar dandis como Scott Fitzgerald ―y sus personajes―, pero no dejan de ser una extensión o repetición de un dandi decimonónico cada vez más desplazado. Para asistir a la nueva reencarnación del dandi habrá que esperar hasta los años sesenta, cuando resurgirá en forma de subcultura.

No es casualidad que la antología de Capitán Swing termine en esa década que algunos llamaron prodigiosa. Lo hace con un relato de Tom Wolfe, Underground del mediodía, protagonizado por unos jóvenes londinenses de clase trabajadora que viven por y para vestirse con elegancia pese a sus pocos recursos. Estos jóvenes que parecen encarnar la consigna de Peter Meaden que definía el estilo mod como «vida elegante bajo circunstancias difíciles» aprovechan la pausa de la comida para huir de sus oficinas e ir a bailar a una discoteca del Soho. Wolfe utiliza a los mods de los primeros sesenta para retratar la importancia de las subculturas juveniles como organizaciones autónomas que crean sus propias reglas al margen de las convenciones y distinciones tradicionales. Son jóvenes que le disputan a la clase dominante ―y al mercado de la moda― la autoridad para dictaminar las normas de la elegancia. Que algo así suceda en una sociedad tan clasista como la inglesa resulta más que significativo.

Certezas que se tambalean, cambio social… ¿Les suena? Ante una sociedad de consumo que llega con nuevos dioses, dogmas y jerarquías sociales; las subculturas emergen como una forma de desafío ―rebeldía y no revolución, diría Camus― profundamente dandi. Mientras sus miembros parecen seguir las normas dictadas por la sociedad de consumo ―todas las subculturas se basan en mayor o menor medida en consumir cosas que ofrece el Dios Mercado―, lo que hacen es subvertir esas mismas reglas que parecen cumplir para darles un significado nuevo que revela un profundo desacuerdo con ellas. Porque en definitiva, ¿qué puede haber más subversivo que un montón de jóvenes de clase trabajadora ―cargados de anfetas y con mejores trajes que sus jefes― meneando las mandíbulas y las caderas al son de la música negra antes de volver a la oficina?

En esas seguimos. La sociedad de consumo es hegemónica, la revolución parece haber sido descartada mientras se buscan nuevas formas de lucha. De nuevo entre el tedio e incertidumbre, la rebeldía del gesto vuelve a cobrar sentido. Ante la Malvada Alianza del Mercado ―idiota e implacable como un matón de recreo― y el poder ―descentralizado, oscuro, maligno―, y a falta de una revolución inconcreta, la figura del dandi parece más vigente que nunca. El dandi como ejemplo vital de una resistencia que solo puede existir en los márgenes: la de Baudelaire, Montesquiou y d’ Aurevilly; pero también la de autores contemporáneos como William Gaddis y Tom McCarthy. La de los mods de Tom Wolfe, pero también la de los miembros de la red subterránea que encuentra Edipa Maas en La Subasta del lote 49.

Los mirmidones, pueblo mítico al que Baudelaire equiparó a lo dandis, eran famosos por vivir en tierras áridas y pedregosas. Con ello hacía referencia a su disciplina a la hora de definir su propia elegancia y ser fiel a ella en tiempos convulsos. Esa disciplina que, cuando todo parece a punto de saltar por los aires, te hace llevar el uniforme al sastre.

 

Autor del artículo: Alejandro Alvargonzález

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