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El obrero que sobrevivió a la cadena de montaje, al LSD y a un padre violento

Por PlayGround  ·  03.04.2014

Una vez le pregunté a César Rendueles por qué escribía sobre alienación. Debió ser algo así como “bueno, ahora que tenemos tasas de paro brutales, la alienación es algo así como un mal menor; en realidad el gran anhelo colectivo hoy es la posibilidad de estar alienado, o sea de tener un trabajo”. Él habló sobre la sensación de derrota que persigue cada mañana a los asalariados, y la normalidad con que todo el mundo asume esto. También dijo algo sobre los cuidados y la dificultad con que todos conciliamos la vida laboral y familiar. A fin de cuentas, la perspectiva de perder privilegios en nuestros respectivos empleos nos precipita a pensar que ayudar a los demás siempre es un fastidio, lo cual nos convierte en sujetos muy poco agradables. La ductilidad del alma para ajustarse a las situaciones más extremas, por otro lado, también es increíble.

Quien sabe mucho de todo esto es Ben Hamper (EEUU, 1955). Ben Hamper nació en el seno de la clase trabajadora de EEUU y durante un tiempo conoció el lado más salvaje del mundo laboral. Luego lo contó en “Historias desde la cadena de montaje” (ahora editado en España de la mano de Capitán Swing), y lo primero en lo que Hamper piensa al memorar su peripecia en la factoría es en su padre: “La devoción de mi padre por la bebida era inversamente proporcional a la que sentía por el trabajo.”

El padre de Hamper es la clase de persona que puede rebotar por casa sólo un par de veces al mes, mientras dedica las mañanas a trabajar y las noches a emborracharse y calentar la cabeza a las parroquianas. En cuanto a su madre, ella era una católica estricta, razón por la cual tuvo un montón de hijos. Y claro, ¿qué clase de ciudadanos pueden surgir de un padre alcoholizado en la fábrica y una madre víctima de la violencia familiar? La respuesta es Flint, una ciudad de obreros embrutecidos que conforma el escenario de “Historias desde la cadena de montaje”.

Evidentemente, a Hamper le horrorizaba la posibilidad de acabar en la cadena de montaje, y sus primeros méritos en el colegio —entre los que se encuentran sus pinitos con la poesía—  respondían a ese instinto de supervivencia que le aconsejaba tomar distancia de sus raíces. Luego conoció el LSD y las drogas, se enamoró, se casó, tuvo una hija, el matrimonio hizo aguas y acabó convirtiéndose en aquello que más odiaba. Como su padre, volvió a la cadena de montaje.

La ciudad donde los niños juegan con alicates

Hace tres años un discípulo de Palahniuk sacudió nuestro panorama editorial con una serie de relatos que narraban la América más cruda. Su nombre es Donald Ray Pollock, autor de Knockemstiff y El diablo a todas horas. Con Pollock Hamper comparte su condición de proletario metido en la literatura, la precisión a la hora de recrear el rostro más amargo de Estados Unidos, y la destreza si se trata de diseccionar una panorámica sociopolítica desde la anécdota o la peripecia personal.

“Aquí nacieron el grupo de hard rock Grand Funk Railroad, el presentador de concursos televisivos Bob Eubanks y esa tienda de modelismo llamada General Motors. Una ciudad en la que los niños tienen un juego de alicates en lugar de sonajero. Una ciudad cuyos habitantes alcanzan una puntuación media a los bolos cuatro veces superior a su coeficiente intelectual. Una ciudad que hace la genuflexión ante un aparcamiento de coches usados y que se rasca el culo con los picos mellados de los gráficos de ventas automovilísticas. Una ciudad donde tener un coche aparcado en cualquier parte de tu propiedad te confiere un privilegiado sentimiento de realeza. El paraíso de las barrigas cerveceras. La carnicería mundial de operarios. Patatas fritas con salsa”.

Hamper inició su periplo como escritor en un periódico pequeño de la mano de Michael Moore, y después fue catapultado a la primera línea del periodismo estadounidense. El autor de “Historias desde la cadena de montaje” pasó entonces a Harper’s, y lo hizo con un relato nada complaciente: si había que contar que los primeros en fundirse estúpidamente sus salarios cuando la fábrica iba viento en popa, se contaba. Con Hamper todos son antihéroes. Proletarios y capataces.

Sin embargo, el éxito no le cambió mucho. En un artículo publicado en el New York Times en 1991, con la primera publicación del libro en EEUU, Hamper admite su nuevo estatus con titubeos:

“Supongo que ahora soy un escritor’, dice Hamper indeciso. Ahora vive con una pensión para discapacitados procedente de la Seguridad Social y General Motors, y permanece bajo psicoterapia y medicación constante. ‘En mi cabeza sigue la idea de que el pánico volverá’, dice. ‘Aunque empiezo a sentirme un poco mejor. El libro ha mejorado mi autoestima”.

En otra crónica excepcional, Barbara Ehrenreich se rebelaba contra la movilidad social: la pobreza es un círculo vicioso, y cuando estás dentro tu integridad será cada vez más castigada. La propia peripecia de Hamper es un buen reflejo de eso. Puede que su trabajo como cronista aliviase algunas de sus fobias, pero sabe que nada ni nadie podrá borrar aquel pasado de padres alcohólicos, madres sufridas, hijos descuidados, drogas, fracasos y alienación. Lamentablemente, la historia permanece. Y se repite.

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