Hay libros que cambian a sus lectores. A la deriva: setenta y seis días perdido en el mar (Capitán Swing) es uno de ellos. Su autor, Steven Callahan, que hoy tiene 67 años, vivió una experiencia límite, un naufragio en medio del Atlántico que le puso a las puertas de la muerte y del que extrajo una lección inolvidable. Todos deberíamos tenerla presente. “Cada día de vida –dice este navegante estadounidense– es un regalo, no un derecho”.
De niño, Steven Callahan construía balsas de troncos. En 1974, con 22 años, comenzó a estudiar Ingeniería Naval y vivía en un barco. En 1977 navegó hasta las Bermudas con la primera embarcación que diseñó. En 1979 hizo de su pasión su profesión y comenzó a dar clases. Poco después construyó un pequeño velero, el Napoleon Solo , de menos de siete metros de eslora y con el que se fue a pique y protagonizó una odisea que le ha hecho pasar a la historia.
En la primavera de 1981 cruzó el Atlántico con el Napoleon Solo, al que él se refiere habitualmente como el Solo. De las costas de Maine a las de Inglaterra. Luego puso rumbo al suroeste, hacia las islas Canarias. Quería participar en una épica regata transatlántica en solitario que todavía se celebra, la Mini Transat. También se la conoce como la Transat 6.50 y está abierta a veleros de la clase Mini, de 6,50 metros de eslora.
La edición de aquel año transcurría entre Penzance, en Cornualles, y Santa Cruz de Tenerife aunque esta etapa no era puntuable. La prueba de verdad comenzaba en las Canarias y acababa en la isla de Antigua, en el Caribe. Steven Callahan había salido de una relación sentimental tormentosa y ansiaba “un viaje interior, un peregrinaje”. Toda su vida había visto en el mar “un altar o un templo” y había llegado la hora de encontrarse a sí mismo en ese enorme recinto sagrado.
Aún no lo sabía, pero cuando ya llevaba semanas enfrascado en la travesía este marinero volvió a nacer. A diferencia del personaje de Yukio Mishima, él nunca perdió la gracia del mar. Pero sí estuvo a punto de perder la vida. El 4 de febrero de 1982, a las 11 de la noche, estaba a medio camino de ninguna parte, al norte del archipiélago de Cabo Verde , a 450 millas náuticas de la costa más cercana y a unas 800 de las Canarias.
En ese preciso instante, llevaba puesta una camiseta, un reloj en la muñeca izquierda y un cordel al cuello con su amuleto, un trozo de diente de cachalote. Es todo lo que vestirá en los próximos dos meses y medio… Steven Callahan pecó de soberbia. O calibró mal sus fuerzas. Sabía que se avecinaba una tormenta importante, pero decidió recuperar el tiempo que había perdido y no buscó refugio en un puerto seguro, como debería haber hecho.
Cuando se dio cuenta de su error, ya era demasiado tarde. El mar se transformó en una montaña rusa y el oleaje rompió el casco del Solo en la oscuridad de la noche. Su capitán y único tripulante tuvo el tiempo justo para salvar algunas pertenencias y arrojarlas al bote salvavidas. Aún tuvo el arrojo suficiente para cortar un trozo de vela mayor y recuperar algunas cosas del agua: una huevera, una col, un tarro de café vacío.
Steven Callahan iniciaba así una historia de superación que recuerda a la del Relato de un náufrago , de Gabriel García Márquez. O al protagonista de la novela Vida de Pi , de Yann Martel. Pero él rechaza la etiqueta de héroe porque le tocó vivir una experiencia “tanto de fracaso como de heroísmo”. Era un navegante experimentado y conocía los peligros de la navegación. Ya había esquivado con anterioridad contenedores a la deriva y se había cruzado con “cargueros que de noche parecían árboles de Navidad”.
Siempre volvía al mar porque el término de cada travesía era como “el final de un cuento de hadas”. Pero incluso los cuentos felices tienen interludios terribles, como el de la familia Robertson, cinco de cuyos integrantes y un amigo pasaron 38 días a la deriva. Una ballena envió a pique su goleta, de 19 toneladas y una eslora de 13 metros. El lector interesado puede revivir el drama en Vida o muerte en la mar (Juventud), escrito por uno de aquellos náufragos, Dougal Robertson.
Hubo un caso todavía peor, el del matrimonio Bailey, cuyo velero también se hundió por una ballena. La pareja permaneció a la deriva en sendas embarcaciones inflables 119 días, casi cuatro meses. Hasta entonces, ellos eran las únicas personas que habían sobrevivido más de 40 días en una balsa inflable. Al autor de A la deriva: setenta y seis días perdido en el mar le tocó rozar su registro, aunque él odia este lenguaje, más propio del libro Guinness de los récords.
Un día, dos, tres… En la inmensidad azul se convirtió “en un punto y aparte en un libro lleno de páginas en blanco”. Vivió como “un cavernícola acuático”. Estuvo a punto de enloquecer y se quedó en los huesos, un cadáver viviente lleno de pústulas y llagas. Pero no se rindió. La balsa tenía dos destiladores, aunque uno nunca funcionó y el otro, que funcionaba mal, logró el milagro. El aparato, junto al agua recogida de la lluvia, evitó una muerte segura por deshidratación.
Sabía lo que le aguardaba si no racionaba sus escasísimas reservas de agua. La lengua se le hincharía por efecto de la sed hasta que no le cupiera en la boca y se volvería negra. Luego vendrían los delirios. En más de una ocasión oyó los motores de un avión. Fue un espejismo sonoro, como el que una vez le explicó a este cronista un balsero cubano, que navegó 23 días a la deriva por el Caribe y que una noche creyó estar en una fiesta.
Cuatro días, cinco, seis… En los peores momentos se decía: “Lo he perdido todo, salvo mi pasado, mis amigos y este traje de piel que me envuelve”. Adelgazó más de 20 kilos y los huesos se le marcaban cada vez más. Le salieron “arrugas en las arrugas”. Sobrevivió a base del pescado que pudo capturar con un arpón y del ave que una vez atrapó. Varios mercantes y cargueros pasaron cerca de donde estaba sin que lo vieran, a pesar de que les lanzó bengalas.
Siete días, ocho, nueve… Así hasta 76. Le atacaron los tiburones y tuvo que remendar como pudo los agujeros de su balsa. Hubo jornadas en que no pudo dormir más de una hora seguida porque tenía que hinchar periódicamente su cascarón de nuez. Su historia marcó un antes y un después en la historia de la navegación, un hito imposible de superar hasta que se conoció la peripecia de José Salvador Alvarenga.
En el 2012, el salvadoreño José Salvador Alvarenga, que en la actualidad tiene 44 años, pasó 438 días a la deriva en el Pacífico. Su gesta se narra en Salvador , de Jonathan Franklin. Lo que hace única la experiencia de Steven Callahan no son, pues, las muescas en el calendario, sino la lección que extrajo de su peripecia. Allí, en aquel “desierto acuático”, en aquel “páramo líquido”, se sintió por primera vez en su vida “verdaderamente humilde”. Sobre las olas reparó en su “insignificancia y en la de todos los hombres”.
Cuando más hambre tenía, más se decía que él había sido una persona afortunada y más se acordaba de quienes “sufren malnutrición toda su vida”. Hay libros que cambian a sus lectores porque les hacen valorar los aspectos más sencillos de su existencia. A la deriva… es uno de ellos. La mejor enseñanza de la obra es que su autor se salvó porque nunca pensó qué haría si regresaba a casa. Pensó qué haría cuando regresara a casa.
Unos pescadores de la isla de Guadalupe, a 1.800 millas náuticas del naufragio, lo rescataron el 21 de abril de 1982.
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