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El miedo de un tiempo y de un país: de ‘Los topos’ a ‘La trinchera infinita’

Por La Marea  ·  23.01.2020

—Hombre, hombre, Urbina, qué ocurrencias tuvo usted. Si llega a entregarse, entra por aquí y sale por allá.

A lo que Urbina respondió sin la sombra de una duda:

—Y el miedo, mi coronel, ¿dónde deja usted el miedo?

Así ilustraban los periodistas Jesús Torbado y Manuel Leguineche en el libro Los topos la conversación entre un coronel y Antonio Urbina, desertor del ejército franquista que había pasado 10 años huido y oculto por su esposa en su casa de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja). Y podría decirse que tuvo suerte comparado con otros. Su regreso a la vida se produjo muchos años antes del Decreto Ley de 31 de marzo de 1969 por el que se declaraban prescritos todos los delitos que se cometieron con anterioridad al 1 de abril de 1939, el día de la victoria de Franco en la guerra civil española.

Para explicar el “miedo” paralizante del que hablaba Urbina merece la pena recuperar el testimonio del aristócrata José Luis de Vilallonga, que participó en la contienda luchando en el bando golpista y que hablaba así en el documental de Jaime Camino La vieja memoria: “La peor violencia fue la que se organizaba en la retaguardia. Durante toda la campaña del País Vasco, yo en el frente he visto militares y requetés, pero muy pocos falangistas. En cambio, cuando tomabas una ciudad, llegaban por detrás los de Falange, con sus camiones, su aceite de ricino, sus torturas… Y se cargaban a todos los que podían en la ciudad. Esos eran unos verdaderos salvajes organizados. A sangre fría. Se instalaban en la alcaldía y empezaban a hacer listas. Preguntaban: ‘¿Quién es republicano?’. Y se los cargaban por eso. Fríamente. Les daban el paseo”.

En la retaguardia, según los cálculos del historiador Gabriel Jackson, durante la guerra murieron unas 280.000 personas entre bombardeos a la población civil, represalias políticas, enfermedades y desnutrición. Solo era un anticipo de lo que los vencedores perpetrarían después, y que se ajusta muy bien al título que la editorial La Felguera eligió para su catálogo de barbaridades patrias: España salvaje. Los otros episodios nacionales. El bando franquista celebró la victoria asesinando a 200.000 compatriotas. La paz empezó con un baño de sangre. ¿Cómo no tener miedo?

Torbado y Leguineche se empezaron a interesar por aquella gente que vivió escondida toda la posguerra cuando ambos colaboraban, a finales de la década de 1960, en Hogar 2000, una revista católica dirigida por el cura José María Javierre. Era una publicación gremial dedicada a los problemas de las empleadas del hogar, bastante avanzada para la época y generosa a la hora de pagar los reportajes, de lo que se deduce que no hay ‘medios pequeños’ (solo mal o buen periodismo) y que parecía, al menos en aquel tiempo, que otra Iglesia era posible. Resultó que no, pero esa es otra historia.

Jesús y Manu no habían cumplido aún los 30 años cuando leyeron en un periódico una noticia breve que llamó su atención: Manuel Cortés, alcalde de Mijas durante la República, había salido del escondite en el que había vivido durante 30 años para esquivar la venganza de los vencedores. Esa fue la chispa que dio pie a un libro-reportaje que ha sido reeditado ya varias veces por Capitán Swing, Los topos, y que adquiere una nueva actualidad gracias a La trinchera infinita, nominada a 15 premios Goya en la ceremonia que se celebrará el próximo sábado.

La extraordinaria película de Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga funde varias historias de estos topos en una sola y se nutre de los numerosos detalles recogidos por los dos periodistas en su libro: cómo construyen su escondite, cómo pasan el tiempo, cómo trabajan para ayudar a la economía familiar, cómo se relacionan con sus esposas, un aspecto, este último, importantísimo ya que son ellas quienes dan la cara, quienes sufren el escarnio público, el acoso constante de la Guardia Civil, las detenciones arbitrarias y las palizas en el cuartelillo. En este sentido, hay que aplaudir la soberbia interpretación de Belén Cuesta, actriz encasillada en la comedia y conocida por el gran público gracias a la serie Paquitas Salas, pero que realiza aquí un trabajo dramático de una intensidad portentosa.

Lo que Torbado y Leguineche hicieron en Los topos es levantar un monumento periodístico a esa otra España olvidada, silenciada, enterrada en las cunetas o emparedada en sus casas, por oposición a esos otros monumentos que brotaron en todos los pueblos para honrar a los caídos “por Dios y por España”. Tuvieron el olfato de ver ahí una honrosa historia de resistencia donde los medios oficiales de la época solo veían personajes ridículos: “Tonto de a pie, calificaba el periodista Lucio del Álamo, presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, a uno de estos hombres, Eulogio de Vega”. De la Vega fue alcalde socialista en Rueda (Valladolid) y pasó 28 años escondido.

El origen del miedo

Es muy importante resaltar la dimensión bárbara de la represión franquista para entender el terror de estos hombres. Aquella forma de actuar conectaba directamente con la experiencia en África de los militares sublevados: Franco, Yagüe, Mola, Millán Astray, Sanjurjo, Muñoz Grandes… Como militares eran realmente pésimos y si no es por la ayuda de las tropas francesas (comandadas por otro funesto militar, el mariscal Pétain) los guerrilleros de Abd el-Krim hubieran ganado aquella guerra colonial. Pero eran valientes… en el sentido más tóxico que se le pueda dar al concepto de valentía. Baste recordar el famoso telegrama (probablemente apócrifo pero muy elocuente) que el rey Alfonso XIII le envió al general Fernández Silvestre en 1921, cuando conoció sus planes para sofocar la rebelión de las tribus rifeñas: “Olé tus cojones, Silvestre”. La bravuconada real se saldaría con los 14.000 muertos del desastre de Annual, la mayoría de ellos chavales reclutados entre las capas más bajas de la sociedad española.

Los jefes de estos desventurados críos eran unos zoquetes, sí, pero África era un terreno perfecto para medrar. Cualquier escaramuza se premiaba con un ascenso, lo que propició una cúpula militar de energúmenos, cuando no directamente psicópatas, que la Segunda República no pudo meter en cintura. Hay abundantes testimonios gráficos de las andanzas de estos militares en el Rif. Si Abd el-Krim les enviaba un mensajero, estos contestaban devolviéndole su cabeza cortada. Lo de profanar y mutilar cadáveres lo aprendieron allí y le cogieron el gusto. Solían adornar sus guerreras con las orejas de sus enemigos. Y la pesadilla de África no fue más que un entrenamiento. Los métodos bestiales utilizados en Marruecos los llevarían a la práctica también en España, donde acabarían gobernando 40 años.

Tras la guerra civil, como cuentan Torbado y Leguineche en Los topos, el nuevo régimen desplegó todo su catálogo de horrores contra los vencidos. En Las Palmas tiraban a los republicanos a la Sima de Jinámar, un tubo volcánico de 80 metros adonde los empujaban vivos o muertos. Por la cabeza de Saturnino de Lucas, abogado laboralista y efímero alcalde de Mudrián (Segovia), los caciques ofrecían 60.000 pesetas. Querían exhibirla en la plaza del pueblo. De Lucas permaneció 34 años escondido en el desván de la casa de sus padres. En Felanitx (Mallorca), un hombre que se escondía en un pozo fue descubierto y delatado a la Falange por las monjas de la Caridad. A los dos días apareció su cadáver con un enorme clavo incrustado en la frente y un papel en el que se podía leer: “Para que tires tachuelas en la carretera”. Su pecado había sido pinchar los neumáticos del coche de unos falangistas que pretendían dar un mitin en Felanitx antes de la guerra.

Cuando Franco le aseguró al periodista estadounidense Jay Allen, del News Chronicle, que salvaría a España del marxismo “a cualquier precio” aunque eso significara fusilar a la mitad de los españoles, no hablaba en broma. Se dio el caso, recién terminada la guerra civil, de varios milicianos que, asumida la derrota, se presentaron ante las autoridades y entregaron su armamento. Se rendían pacíficamente. No podían imaginar que serían los primeros ejecutados de la posguerra. Lógicamente, los que fueron conscientes del exterminio que se estaba llevando a cabo, corrieron a esconderse. Y cuando salieron de sus guaridas, como toda la prensa estaba controlada por el régimen, la sociedad española los recibió como a personajes extravagantes y risibles. Este aspecto fue el que explotó Fernando Fernán Gómez en Mambrú se fue a la guerra (1986), una historia esperpéntica pero profundamente humana escrita por Pedro Beltrán. Jesús Torbado, en el espléndido documental 30 años de oscuridad (2012), se quejaba de que la memoria histórica hubiera obviado a menudo a estos resistentes: “Parece que el miedo no les puede dar categoría de héroes, eso es verdad. Pero no por ello fueron menos víctimas que otros”.

El libro Los topos fue publicado finalmente en 1977, tras muchos encontronazos legales, primero con el régimen franquista y luego con la naciente democracia. Era el resultado de dos años de investigación en los que Jesús Torbado, al volante de un Renault 8, y Manu Leguineche, que se encargaba del magnetófono y de los demás aspectos técnicos, recorrieron España en busca de estos desdichados. El libro se convirtió en un éxito editorial inmediato y fue traducido a numerosas lenguas. Y ellos se convirtieron en autores muy solicitados. Las editoriales les proponían nuevos proyectos a cuatro manos, en plan Dominique Lapierre y Larry Collins, pero los desecharon todos.

“Manu se inclinó más por la cosa bélica, se hizo corresponsal de guerra, que era algo que le gustaba mucho, y yo me dediqué a escribir novelas. Fuimos amigos toda la vida pero no volvimos a trabajar juntos”, contaba Torbado a RNE en julio de 2018, pocas semanas antes de morir. Como novelista, Torbado ganó, siendo jovencísimo, el primer premio Alfaguara en 1965 con Las corrupciones y en 1976 el premio Planeta con En el día de hoy, una ucronía que fantaseaba con que la Guerra Civil la había ganado el bando republicano y cuya publicación dio lugar a una tronchante polémica con Pilar Primo de Rivera que parece un anticipo de los convulsos tiempos de Twitter. La hermana del fundador de Falange se quejaba amargamente de que el autor hubiera entrecomillado frases que ella “nunca había dicho”. Torbado, socarrón, le recordaba a la delegada nacional de la Sección Femenina que se trataba de ficción: “Mi novela es toda ella mentira, como tal novela”. 

Sobre realidad y ficción, hay que recordar la anécdota que los autores vivieron con un editor alemán interesado en comprar los derechos al poco de publicarse Los topos. El hombre pensaba que el libro era de ficción. Lo que se contaba en él era tan alucinante que no podía creerlo. La conversación subió de tono y Torbado sacó su recio carácter leonés para cortar al alemán en seco: “¿Tan pronto se han olvidado ustedes de Ana Frank?”.

Obra cumbre del periodismo

Cuando a John Hersey le encomendaron escribir un artículo sobre la reconstrucción de Hiroshima tras la bomba atómica y fue allí para documentarse, entendió que lo importante no eran los edificios ni las infraestructuras. Entendió que lo importante era la gente. Y en eso se centró. Y escribió un reportaje que es un hito en la historia del periodismo. Torbado y Leguineche podrían haber escrito sobre la posguerra y la represión franquista desde otro ángulo pero eligieron, también ellos, decantarse por las personas. Y la pieza que compusieron es, como la de Hersey, una obra maestra en su género. “Su fuerza reside en el intenso poder evocador de las pequeñas historias frente a la aséptica insipidez de la gran Historia, el imperativo ético que conlleva rehabilitar las memorias de las víctimas, y su importante papel en la transmisión de la memoria histórica”, dice el profesor José Colmeiro en el prólogo de Los topos.

Ya al final de su vida, Leguineche explicaba así su experiencia como reportero de guerra: “La gente me pregunta: ‘¿Y tú por qué has ido a las guerras?’. Yo no he ido como un ave carroñera, ahí, a contar cadáveres. No lo he hecho nunca. Lo que te interesa es contar las cosas del tiempo que te ha tocado vivir. Y acercarte, más que a la visión geopolítica o analítica, a la historia de los hombres. Lo nuestro es ir por los caminos y contar mejor o peor las cosas. No quiero pisar las minas de los historiadores ni de los ensayistas. Mi oficio resume un poco esa pasión por viajar que incluye también la pasión por la historia. Y con todo eso va uno, modestamente, haciendo estos libros”.

Modestamente, Torbado y Leguineche pusieron, quizás, la primera piedra en la construcción de la memoria histórica en España tal y como hoy la entendemos. Lo hicieron ejerciendo su oficio de periodistas y marcaron un camino. Como dice Olivia Carballar, “la memoria histórica no es algo abstracto, es gente que ha perdido a su padre o a su madre, gente que ha sido torturada, gente que ha tenido que exiliarse. Y el periodismo, básicamente, es contar lo que le pasa a la gente”.

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