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El mejor hoyuelo del cine, revisitado

Por hoyesarte.com  ·  12.01.2016

Espartaco vive. Ha cumplido hace unos días 99 años y es el último superviviente de la gran era del cine clásico americano. Issur Danilovich Demskyr, el hijo del trapero, no fue un actor camaleónico ni de muchos registros. Seguramente era demasiado intenso para hacer un musical o una comedia aunque James Cagney era igual o más intenso e hizo ambas cosas. Nunca premiaron su trabajo con un Óscar pero pocas filmografías contienen tantas películas inolvidables como la de Kirk Douglas (Nueva York, 1916), sin duda alguna, y con permiso del gran Travolta, el mejor hoyuelo de la historia del cine.

Niño judío al que pegaban las bandas del barrio al grito de tú mataste a Jesucristo, creció adorando a su madre y amargado por no sentirse debidamente querido por su padre; cuando tuvo su propia productora le puso el nombre de ella y siguió siempre pendiente de recibir algún gesto de cariño de él. A punto de cumplir treinta años se subió al tren que le llevó a Hollywood y a los pocos meses ya se había colado en el rodaje de una de las películas mayores del cine negro, Retorno al pasado (1947).

En Hollywood descubrió pronto que nadie te quiere si no tienes éxito, que si vas cuesta abajo el personal se aparta, que es lo más parecido, dijo una vez, “a un tranvía rápido y abarrotado, al que suben de un salto jóvenes actores y actrices de talento, que constantemente empujan a otros”. Douglas, tipo duro donde los haya, tomó asiento y demostró que se bajaría por su propio pie. Entre un momento y otro, aparte de protagonizar y producir grandes películas y de arruinarse y recuperarse, le dio tiempo a ser novio de Gene Tierney, vivir un romance con Rita Hayworth o Pier Angeli, tener “sexo afectuoso” con Marlene Dietrich, divorciarse de su primera mujer y conocer a la actual, con la que lleva más de sesenta años casado.

Con Douglas es más fácil decir con qué director grande no trabajó que lo contrario. Diremos que fueron especialmente importantes aquellos con los que hizo más de una película, como Stanley Kubrick (Senderos de gloria, Espartaco), Richard Fleischer (20.000 leguas de viaje submarino, Los vikingos), Vincent Minnelli (Cautivos del mal, El loco del pelo rojo, Dos semanas en otra ciudad), Joseph Leo Mankiewich (Carta a tres esposas, El día de los tramposos) o John Sturges (Duelo de titanes, El último tren de Gun Hill).

Aunque estaba soberbio de periodista sin escrúpulos en El gran carnaval (1951), de Billy Wilder, o de adúltero en Un extraño en mi vida (1960), de Richard Quine, seguramente sus papeles mejores son aquellos en los que ya no cabe imaginar otro careto que el suyo al oír sus nombres, sean éstos Ulysses, Vincent Van Gogh o Espartaco. Encarnar al personaje protagonista de la estupenda versión que de La Odisea rodó Mario Camerini en 1954 le permitió a Douglas darse la buena vida en Italia durante una temporada. Cosa muy distinta fueron los otros dos papeles.


Recuperación

No es Douglas de esos actores que se llevan el personaje a casa tras un día de rodaje, pero con Van Gogh hizo una excepción. Tenía entonces la misma edad que el atormentado pintor cuando se suicidó. Visitó su casa, el cementerio y la institución para enfermos mentales en la que estuvo internado. Paseó por los mismos sitios y se metió tanto en el papel que a punto estuvo de perderse en él. La identificación fue tal que le costó sacárselo de encima. Pero de cara a los demás –recuerden: un tipo duro– no dijo entonces la verdad, no confesó a nadie hasta qué punto le había trastornado. De hecho, al poco de estrenarse la película, mantuvo este diálogo con John Wayne:

– ¡Caray, Kirk!, ¿Cómo puedes hacer semejante papel? Quedamos muy pocos como nosotros. Tenemos que representar personajes fuertes, duros y no a esos mariquitas debiluchos.

– Oye, John, soy un actor. Me gusta hacer papeles interesantes. Todo es ficticio, John. Nada es real. Y en realidad tú no eres John Wayne.

El caso del esclavo y gladiador Espartaco fue otro punto y aparte en su vida. Douglas le dedicó primero un capítulo de sus memorias El hijo del trapero (Ediciones B, 1998) y, hace cuatro años, un libro entero, Yo soy Espartaco, editado en España por Capitán Swing (2014). Pronto aquel rodaje le volverá a poner de actualidad por aquí otra vez cuando se estrene Trumbo, de Jay Roach. En el biopic del guionista Dalton Trumbo, interpretado por Bryan –Breaking Bad–Cranston, será inevitable dar cuenta de su relación con Douglas. El escritor mejor pagado de Hollywood acabó en prisión tras declarar ante el Comité de Actividades sobre su afiliación política en los años más desquiciados de la obsesión anticomunista. Puesto en la lista negra, Trumbo siguió escribiendo pero por muchísimo menos dinero, y firmando con una docena de nombres falsos durante años… hasta que el Douglas productor independiente decidió poner su verdadero nombre en los créditos de Espartaco. Una decisión improvisada por las circunstancias pero igualmente beneficiosa y valiente.

Trumbo y su caída en desgracia y posterior recuperación son elementos protagonistas del libro de Douglas, y en cierto modo de sus intenciones: “que se recuerde a Dalton Trumbo como el auténtico héroe estadounidense que fue”. Un texto que casi se devora como una obra de suspense aunque sepamos que tuvo final feliz. Como productor, para llevar a cabo este proyecto nuestro hombre debió afrontar mil y una dificultades en forma de lesiones, fracturas, enfermedades, problemas con la censura y un larguísimo etcétera… Hubo que cambiar de guionista y ya iniciado el rodaje hubo que sustituir al director primero y a la actriz protagonista después y durante todo el rodaje hubo que lidiar con egos tan gigantescos como los de la triada británica que integraban Laurence Olivier, Charles Laughton y Peter Ustinov. Douglas pudo con todo como productor y dejó una interpretación emocionante llena de momentos imborrables; uno de ellos, ese en el que todos los esclavos derrotados aseguran ser Espartaco, estuvo a punto de no existir porque no convencía al joven y arrogante director Kubrick, a quien Douglas definió una vez como un “mierda con talento” y al que llegó a tirar una silla en un ataque de ira.

Pese a la grandeza indiscutible de su interpretación, Douglas siempre ha dicho que su mejor papel es el de vaquero en Los valientes andan solos, una película de 1962 escrita asimismo por Trumbo y dirigida por David Miller. También está tristemente convencido de que podía haber estado mejor que en ninguno de los papeles mencionados si las circunstancias le hubieran permitido meterse en la piel del Randle McMurphy de Alguien voló sobre el nido del cuco. Tenía los derechos de la novela de Ken Kesey y finalmente los heredó su hijo Michael, que produjo la película cuando su padre ya estaba demasiado mayor para protagonizarla. Lo hizo en su lugar Jack Nicholson y se llevó el óscar en 1976. Douglas no le resta méritos a la cinta dirigida por Milos Forman pero cree que Nicholson convierte de forma brillante pero errónea a un personaje que debía ser “astuto y encantador” en un “lunático”. Ninguna película le dio más pasta y ninguna recuerda con tanta pena.

Pero Kirk Douglas será siempre Espartaco a la manera que Heston será Ben-Hur, Pacino, Michael Corleone o Peter O´Toole, Lawrence de Arabia. Eso sucede cuando en cada visionado parecen hacerlo mejor que la vez anterior. En su libro sobre los entresijos del mejor péplum de la historia, Douglas rememora con cierto pavor la primera vez que vio con público una escena concreta: aquella en la que conoce en una celda a la esclava Varinia. Allí, frente a la actriz Jean Simmons, debía decir la frase “jamás tuve mujer”. Por su imagen pública, pensaba que en las salas aquel momento de ternura podía suscitar carcajadas maliciosas. El mismo aclara que eso no sucedió porque allí nadie vio al Douglas actor. “Contuve la respiración. Cuando decía la frase, el público la aceptaba sin trabas. No veía a Kirk Douglas interpretando un papel, veía a Espartaco”.

 

Autor del artículo: Luís Pardo

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