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El mapa del Soho que cambió la manera de estudiar las epidemias

Por La Razón  ·  29.06.2020

En la época de la reina Victoria, 1831-1901, Londres se convirtió en la mayor ciudad del mundo, pasando de dos a más de seis millones y medio de habitantes.

Al socaire de su dominio mundial también fue la urbe más próspera y la más espectacular por sus grandes realizaciones arquitectónicas, viarias y urbanísticas, en las que se conjugaba el dinero con los nuevos materiales –las tecnologías del hierro y del cristal– y el avance de la ingeniería con la fantasía de los arquitectos. Mientras la ciudad se expandía a ritmo vertiginoso al compás de la Revolución Industrial y de los nuevos medios de comunicación, sus equipamientos sanitarios fueron desbordados por el extraordinario hacinamiento de su población en apenas 230 kilómetros cuadrados: faltaban cloacas, depuradoras de residuos, potabilizadoras de agua… En ese Londres había zonas cuya pestilencia era insoportable a causa de lagunas de aguas residuales y «de pirámides de excrementos tan altas como casas».

El Támesis era la gran cloaca general donde iba a parar gran parte de su detritus, al tiempo que constituía su principal fuente de agua potable, lo que provocaba una terrible mortandad infantil que alcanzaba a más de la mitad de los niños antes de que cumplieran los cinco años. Esa situación, especialmente grave en los barrios populares, dio lugar a varias epidemias de cólera, como la de 1829/33, que ocasionó más de 20.000 muertos, la de de 1848/49 que originó más de 50.000 víctimas o la de 1866, con más de 6.000. Y, en medio, la peste que azotó al Soho en 1854, un barrio popular superpoblado por obreros, empleados modestos y millares de animales. Añádanse varias fábricas de mediano tamaño y gran cantidad de talleres artesanales para hacerse idea de la enorme suciedad y malos olores que se enseñoreaban del barrio en el caluroso agosto de 1854.

La chispa saltó el 28 de agosto, cuando una niña de seis meses enfermó en el hogar de los Lewis; mientras esperaba la llegada del médico para que remediara la fiebre, los vómitos y la diarrea de la niña, la señora Lewis lavó sus pañales y ropitas y arrojó el agua sucia al pozo negro de la vivienda. Poco se pudo hacer por el bebé.

Un extraordinario silencio

Siete días después, mañana del domingo, 3 de septiembre: «Un extraordinario silencio se había apoderado de las calles del Soho. El caos habitual de los vendedores había desaparecido; la mayoría de los habitantes de la zona habían abandonado sus casas o permanecían sufriendo tras sus puertas. En las últimas 24 horas fallecían 70 vecinos y cientos de ellos se encontraban al borde de la muerte. Frente al nº 40 de Broad Street, el surtidor de agua atraía a un puñado de rezagados. La imagen que predominaba en las calles era el frenético ir y venir de sacerdotes y médicos» (Steven Johnson, «El mapa fantasma», Capitán Swing). La obra de este escritor, especialista en relatos científicos, constituye una fantástica pesquisa histórico-científica con «cuatro protagonistas: una bacteria letal, una inmensa ciudad (2,4 millones de habitantes, censo de 1854) y dos hombres con un talento muy especial, aunque muy distintos el uno del otro», que, aquel domingo se contaban entre los que pululaban por el Soho tratando de aportar consuelo y remedios: el reverendo Henry Whitehead, de 28 años de edad, de la parroquia de St. Luke, a doscientos metros de la fuente de Broad Street (hoy, Broadwick Street) y el médico John Snow, de 41 años, cuya consulta estaba en Frith Street, a cinco minutos del lugar.

Anestesista de la reina Victoria

John Snow fue un hombre con tanto talento y tenacidad que logró el doctorado en Medicina y se hizo famoso por sus conocimientos, al punto de que se le llamara a Palacio para que asistiera como anestesista a la reina Victoria en dos de sus partos (1853 y 1856). Más importante para la Medicina fueron sus investigaciones epidemiológicas. Su primera aportación tuvo lugar durante el cólera que afligió a Gran Bretaña en 1848. Los médicos de la época se dividían en dos grandes bloques: los «contagionistas» y los «miasmistas». Aquellos creían que la enfermedad se propagaba por contacto, por lo que recomendaban cuarentenas del enfermo; los segundos sostenían que corrientes de aire y ambientes viciados trasmitían las «miasmas», microorganismos dispersos en el aire procedentes de emanaciones pestilentes originadas por materias en descomposición, que se introducían en el ser humano por las vías respiratorias, lo que hacía que su control fuera dificilísimo; ya lo decía el dramaturgo: «Contra las olas del mar luchan brazos varoniles, contra miasmas sutiles, no hay manera de luchar» (J. Echegaray, «El Gran Galeoto», 1881). El Doctor Snow, a efectos de la peste tan frecuente en Londres, era «contagionista» con reparos: le faltaba un elemento, algo que se ingiriera o afectara al aparato digestivo. El estudio de la mortandad originada por el cólera de 1848 le proporcionó la clave: los distritos del sur de Londres habían registrado una mortandad del 8,2 por mil: el resto, del 2,4 o menos. El diferenciador entre ambas zonas era que un suministrador captaba el agua en el sur del Támesis, muy contaminado; otro, en el norte, menos contaminado.

Castigo divino

No se le hizo mucho caso, pero Snow estaba en guardia cuando estalló la epidemia del Soho y encontró una ayuda extraordinaria en el reverendo Henry Whitehead, magnífico conocedor del barrio y de sus habitantes, inteligente para comprender el razonamiento del médico y sagaz para aportarle ideas mientras trataba de eliminar de la mentalidad de sus feligreses que se trataba de un castigo divino. Entre ambos trazaron un mapa del Soho, apenas 500 metros de diámetro y cerca de cien mil habitantes, anotando calle a calle y sus correspondientes números, la cifra de los fallecidos. Tardaron poco en advertir que el epicentro se hallaba en la bomba del nº 40 de Broad Street, cuya agua consumían 73 de los 83 fallecidos en las proximidades. Pero se planteaban algunos problemas: los obreros de una cercana fábrica de cerveza apenas enfermaban, lo mismo que los pupilos de una hospedería en la que solo enfermaron 5 entre 500. La razón era que los obreros apenas bebían otra cosa que cerveza, mientras que la hospedería tenía pozo. Logró la clausura de la bomba, aunque indignando a los vecinos porque «aquella agua era la de mejor sabor». La plaga remitió y se halló una filtración del pozo negro de la familia Lewis a la vena de agua que surtía a la bomba del nº 40. Ni siquiera la investigación logró convencer a los «miasmistas» y el doctor Snow murió en 1858 sin haber conseguido el reconocimiento. Habría de ser la historia, tras los estudios de Pasteur y Koch, la que le situara en la base de las investigaciones epidemiológicas.

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