Se aventuraba Virginia Woolf a sugerir que esos anónimos tan comunes en la historia eran, a buen seguro y a menudo, una mujer. Woolf se centraba en la poesía pero bien es cierto que este análisis es extrapolable a cualquier campo creativo, donde ellas han sido siempre invisibles. Con un título que sigue esta línea, Las invisibles, y con una imagen de portada donde lo que se muestra es lo que no se ve (el bastidor de cualquier lienzo), Peio H. Riaño traza un recorrido por la historia del arte a partir de las obras expuestas y no expuestas en el Museo del Prado.
El libro es una oportunidad para leer las piezas desde una óptica diferente, la que no nos cuenta el museo, donde se desentraña el significado real de las escenas. En el Museo del Prado las obras hablan de explotación sexual, de violaciones, de pedofilia… de misoginia, al fin y al cabo, pero también de sororidad, de escenas tan íntimas como un parto asistido entre mujeres, de libertad sexual, de auto-reconocimiento, de mecenazgo femenino…
El análisis de Riaño se desarrolla a través de una lectura sencilla pero detallada, donde se percibe su labor como periodista pero también como historiador del arte, dándole un tono afable, fácil de seguir y profundo a sus contenidos. Así, sabemos que ningún título de los que nos muestran las cartelas del Museo es inocente: los títulos se han cambiado a lo largo de los siglos, a veces solo por capricho del catalogador, como cuenta Riaño a propósito de la obra de 1634 Judit en el banquete de Holofernes (antes Artemisa) de Rembrandt.
Parece que si los títulos se han cambiado para seguir ocultando una realidad machista, no hay problema, pero en cuanto esto se pone sobre la mesa, la polémica esta servida.
Resulta sorprendente, por cierto, la polémica generada en torno a la propuesta del autor (que es el quid del libro) de cambiar las cartelas y llamar a las obras por el nombre más correspondiente a la lectura que hacemos la ciudadanía del siglo XXI. Los títulos, como digo, se han ido transformando a medida que los estilos, intereses, periodos y sociedades cambiaban. Eso es lo que hace grande a una obra, su capacidad atemporal de hablar a cualquier época. Sin embargo, parece que si los títulos se han cambiado para seguir ocultando una realidad machista, no hay problema, pero en cuanto esto se pone sobre la mesa, la polémica esta servida.
El libro de Riaño presenta una reivindicación que también han exigido las artistas actuales. Estoy pensando en Guerrilla Girls que en 2018, en plena oleada del #MeeToo, lanzaron su acción 3 Ways To Write A Museum Wall Label When The Artist Is A Sexual Predator (Tres maneras de escribir una cartela en un museo cuando el artista es un agresor sexual), donde enseñaban cómo explicar la obra de un artista cuando este estaba acusado de abuso o agresión sexual. Guerrilla Girls ponían al artista Chuck Close como ejemplo y denunciaban que los museos que no cuentan la historia al completo quizá estén pensando más en el dinero que en otra cosa (en las cartelas que no indicaban nada sobre esta cuestión, ellas sugerían que eran “Para museos temerosos de molestar a patronos y coleccionistas millonarios que han donado la obra del artista”).
La acción de intervenir cartelas en los museos es también uno de los trabajos de la artista estadounidense Michelle Hartney, Separate the art from the artist, donde sitúa una cartela alternativa junto a la colocada por el museo en las obras de Paul Gauguin, Pablo Picasso o Balthus, haciendo referencia a su comportamiento misógino. “Creo que la gente está dándose cuenta de que proporcionar un contexto histórico no quita sentido a una obra de arte”, dice Hartney.
Nadie quiere descolgar obras, no va de eso. El quid de la cuestión aquí es considerar en profundidad y desde todos los ángulos posibles la obra que tenemos delante.
En una institución como el Museo del Prado, con más de tres millones de visitas anuales, la propuesta de Riaño parte de entender el lugar que ocupamos hoy en el mundo. Visitamos sus salas, disfrutamos de sus contenidos y asimilamos un discurso absolutamente anacrónico respecto al momento presente. Más allá de poder o querer cambiar el sentido de una obra (eso está fuera de lugar), lo cierto es que el público de una misma pintura es distinto a lo largo de los siglos, y es heredero de su época, de su contexto histórico y social. La capacidad de un museo para conectar con el siglo XXI a través de sus obras de los siglos XVI, XVII, XVIII… no es límite para su función, más bien al contrario, nos demostraría cómo la educación visual es responsable también de nuestro abordaje del mundo. La igualdad de género es un valor democrático, como también señala Riaño, y no podemos mantenerla invisible.
Dice Marta Sanz en su libro Monstruas y centauras que “la cultura es trascedente, no es inofensiva”. Coincido con ella en su análisis de hacer un necesario examen crítico y feminista de la cultura que consumimos hoy día. Frente a los que acusan al libro de Riaño de buscar la censura (nada más lejos de la realidad), hay que insistir en que es más bien todo lo contrario. Nadie quiere descolgar obras, no va de eso. El quid de la cuestión aquí es considerar en profundidad y desde todos los ángulos posibles la obra que tenemos delante. Dice Marta Sanz que ella rechaza la mordaza, que lo que debemos poner en marcha es la máquina educativa, no la represiva. Efectivamente. De esto va Las invisibles: de abrir un debate necesario sobre los museos y su función como espacios educativos promotores de valores y mensajes de lo que somos como colectivo. Si queremos una sociedad más igualitaria y justa, los museos no pueden permanecer ciegos a este debate.
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