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El leviatán de la Gran Novela Americana

Por Luis Rivas  ·  03.12.2012

Un leviatán. Blanco, rojiblanco, blanquiazul. Barriestrellado. Como sucede con la malencarada Moby Dick, aún es posible encontrar a lugareños –mascadores de tabaco y rednecks que empuñan grandes jarras de cerveza de raíces, sobre todo–, que aseguran haber visto, incluso leído, la Gran Novela Americana. Algunos, como Norman Mailer, consumieron su vida hablando de ella y, como el capitán Ahab, se fueron al infierno en su persecución. No hay juicio más eficaz para ponerse a salvo de leyendas que el de acotar el mito, moldearlo de acuerdo a una definición. El concepto “Great American Novel”, acuñado por John William de Forest en 1868, no es sino una manifestación literaria de la excepcionalidad de los Estados Unidos, un título de exclusividad por escrito asentado en la no existencia de la Gran Novela Europea, Francesa, Rusa o Española –esta última apenas sería un epónimo del Quijote–. La exaltación patriótica por las letras, asimismo, venía a cortar con la influencia de la literatura inglesa, de la forma como William Hogarth y los sátiros británicos se habían rebelado contra la pintura francesa cien años antes. El nacionalismo como reacción, la afirmación de un arte propio frente al padre. Según establece Eduardo Lago: “La Gran Novela Americana asume la función que desempeña en otras literaturas la épica nacional, elemento del que Estados Unidos, como nación joven, carecía”.

No nos encontramos, por tanto, ante una jerarquía asentada sobre el pilar exclusivo de la calidad. Tampoco sobre el de la prosa, pues, ¿qué sería de lo estadounidense en la literatura sin el Canto a mí mismo de Walt Whitman? ¿Acaso sea un disparate apreciar la influencia de TS Eliot en Robert Penn Warren, de Wallace Stevens en Hemingway o de Emily Dickinson en Faulkner? ¿Quién prescindiría de Hojas de hierba, del propio Whitman, de El cuervo, de Poe, o de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, como integrantes del canon de las letras del imperio? Ni siquiera, y es difícil admitirlo, podemos ceñir nuestra definición al universo de las ficciones, ya que los Ensayos de Emerson y el Walden de Thoreau son las más estrictas aproximaciones por escrito al espíritu americano. De acuerdo con los valores e ideales imperantes en la cuna de la democracia moderna, que de eso se trata, la Gran Novela Americana habría de ser un canto a la libertad y al optimismo, a la primacía de la naturaleza y a la confianza en uno mismo, al esfuerzo y la superación y a los designios divinos que los guían. Se impone, asimismo, la narración dilatada, casi maratoniana, de enfoque realista no exento de fe y simbolismo, y la persecución de la felicidad. Lo explica mejor que ningún otro todo un enfant terrible como Norman Mailer:

Las novelas que revigorizan nuestra visión de la sutileza del juicio moral son esenciales para una democracia. Los norteamericanos fueron afectados durante décadas por ‘Las uvas de la ira’. Algunos buenos sureños incluso desarrollaron un sentido de lo trágico leyendo a Faulkner.

No me gusta decirme: “Quiero hacer entender esta idea”. Más bien trato de suscitar un estado de conciencia en el lector que acomodará el material que estoy presentando. Mi esperanza es que mi obra cambie sus mentes. ¡Que se entienda bien! No deseo cambiar la mente de todos en una dirección: eso equivale a propaganda.

Esta visión mormónica de América como Tierra Prometida excluiría, sin ir más lejos, a Faulkner, acaso el mayor talento estadounidense del siglo XX. Éste, como Updike, Philip Roth, Henry Miller y el resto de deconstructores del American Dream, se halla más cerca de los postulados intelectuales de Europa, fronterizos del nihilismo y definitivamente cínicos, y que culminan en la filosofía de la sospecha y en La Náusea de Sartre. Una tercera vía, la de Nathaniel West y Charles Bukowski, desaparece en la búsqueda del morboso placer supremo de la desesperanza manifestado por Dostoievski en sus Memorias del Subsuelo. Y el Nuevo Mundo, como deja claro la fundacional La letra escarlata, no es Europa.

La novela señera de Nathaniel Hawthorne, publicada en 1850, es el auténtico Génesis de la identidad cultural norteamericana; no en vano Harold Bloom considera a Hester Prynne, “por sus resonancias estéticas y culturales”, la Eva estadounidense. Cuando América estaba “desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”, el alma de Hester sobrevivió a su destino para establecer un matriarcado basado en la confianza de la persona en sí misma, un rasgo exaltado por los dos pensadores más importantes de la historia de los Estados Unidos: Emerson y Thoreau. Frente al puritanismo heredado como pecado original del Viejo Continente, la heroína de Hawthorne opone la dignidad del yo y convierte las leyes en una mera convención social. Esta idea se encuentra íntimamente relacionada con el concepto de rebelión cívica en Thoreau. Así las cosas, todos los personajes femeninos de la literatura barriestrellada acusarán la impronta de Prynne hasta el advenimiento de Mamá Joad, la Virgen María de Las uvas de la ira. Entre medias, obviamente, hubo arúspices bienintencionadas, como la Isabel Archer de Retrato de una dama. En lo referente a la genealogía de la ficción, Herman Melville y Henry James se destacan como los principales deudores de la obra de Hawthorne. Especialmente reseñable se demuestra la admiración del primero, pues su Moby-Dick (1851, se recomienda efusivamente la edición de Akal) conforma, junto con Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn (1876 y 1884, respectivamente, Galaxia Gutenberg y Cátedra), de Mark Twain, y la mencionada La letra escarlata (DeBolsillo), la trinidad genesíaca de las letras americanas.

Los Lazarillos de Twain representan el ethos del Nuevo Mundo, la necesidad de mantener la pureza personal al margen de la civilización. Rómulo y Remo de América transitan un Edén fluvial, ajenos a la sangrienta historia que les precedió en otro continente. La exaltación cuasi anárquica de la libertad florece tras la represión de la monarquía y los clérigos ingleses, encarnados en el violento padre de Huck, del que el protagonista, el personaje más importante de la literatura americana, huye para mantener sus pies descalzos, o lo que es lo mismo, al Gobierno fuera de sus asuntos, o al Ejército de los Estados Unidos lejos de desiertos remotos y colinas lejanas. Hemingway, quien trató de mantener vivo a Huckleberry Finn a través de sus propias vida y obra, aseguraba que “toda la literatura moderna estadounidense procede de Huckleberry Finn. Todos los textos estadounidenses proceden de este libro. Nada hubo antes. Nada tan bueno ha habido después”. En la plasmación escrita de los patrones de la identidad nacional, Huck descubrirá un concepto, el de frontera, que articulará todas las obras genuinamente americanas, ya sean de cine o literatura: “Tengo que escapar al Territorio (el Oeste) antes que el resto”. Hablamos de la tradición del colono Daniel Boone, quien abrió el paso al Far West por el simple motivo de que le irritaba la compañía humana. La emigración al Pacífico, el paraíso prometido a los okies de Las uvas de la ira, tendrá su continuación en la frontera lunar fijada por Kennedy, en el on the road que mantiene vivo el Sueño Americano y evita el adocenamiento de las élites de El Gran Gatsby, trasuntos de la decadente y sedentaria burguesía europea que Fitzgerald describió más expresamente en Suave es la noche.

En lo referente a Moby-Dick, acaso sea la obra de Herman Melville la que más se acerque al concepto de Great American Novel como ente abstracto y absoluto, desde su órbita de epopeya descomunal y su excelente manejo del tiempo narrativo, ora enciclopédico con la calma chicha, ora zozobrante de acción con viento de popa. El texto se iza como una alegoría permanente, en la que el capitán Ahab atiza, aunque desde la grandeza de las obsesiones del honor y del orgullo, nunca del dinero, la hoguera de las vanidades en que se convertirá la manzana de Wall Street. Como en el Antiguo Testamento, el pueblo elegido se acerca irremisiblemente a la expiación de sus pecados a través de un naufragio, el del Pequod, en el que sólo sobrevivirá Ismael. Hombres de todos los continentes que conformaban una tripulación con reminiscencias de la Torre de Babel mueren ahogados en una clara alusión al diluvio universal. De acuerdo con las Escrituras, Ismael fue el primogénito de Abraham, y diversos expertos en el Corán no descartan que fuera éste, y no Isaac, el hijo que el patriarca entregó en sacrificio a Yahvé. En todo caso, Ismael representa el nacimiento del nuevo hombre americano a partir de la muerte de los pecadores del mundo. En efecto, Melville podría haber bautizado a su protagonista como Isaac, renacido del amor de Dios, pero este gesto habría supuesto un exceso de ortodoxia para una nación que se gobernaba ya con una orgullosa iconoclastia. Pese a la hecatombe de su final, el libro mantiene el imprescindible poso de optimismo encarnado en la figura de Ismael, si bien desprende una profecía inquietante: ¿Representa el Pequod el crepúsculo de los Estados Unidos dirigiéndose hacia el final inevitable, pero recurrente, de los imperios? ¿Tiene algo que ver George W. Bush con el cojitranco Ahab como señala el prólogo a la excelsa edición de Akal? En este caso, no habría duda de que nos encontramos ante la Gran Novela Americana, por su apreciación global, como una nueva Biblia, del nacimiento, abotargamiento y apocalipsis del imperio.

El encumbramiento de un triunvirato como la gran narración, unido al caminar de los años y el afloramiento de los vicios, obligó a reconsiderar el concepto de Great American Novel. El rubro, fíjense, emerge siempre en singular, una cualidad que alude de forma explícita a su carácter absoluto, cimentado sobre un consenso abstracto, “de formulación elusiva”, en palabras de Eduardo Lago. Se admitió, en esta ocasión de forma implícita, que distintas obras pudieran ostentar el cetro de Gran Novela Americana en cada vértice del tiempo, al modo como el distintivo de Campeón de los Pesos Pesados pasa de la cintura de un púgil a la de otro, pero nunca es compartido –éste sin duda era uno de los grandes sueños de Hemingway, quien se definía como “un hombre sin ambiciones, salvo la de ser campeón del mundo”, consciente de que “no libraría un combate a veinte asaltos con el doctor Tólstoi porque sé que me dejaría KO. Aunque, si llego a los 60, quizá pueda ganarle”–. Cada época, por tanto, enarbolará el tratado de ficción que refleje con aspiración de totalidad su zeitgeist particular. Piensen en el On the road de Jack Kerouac y en la Generación Beat, o en París era una fiesta, de Hemingway, y la Lost Generation. Para alegría de los mejores paladares, esta revisión de la categoría abriría de nuevo las puertas a Faulkner y a sus angostas psicologías sureñas, al racismo y las claustrofóbicas relaciones familiares del gótico meridional.

Apreciando el criterio de la temporalidad, un escritor hace las veces de puente para el salto del siglo XIX al XX, generando un efecto de cuello de botella por la poderosa atracción de su talento. Se trata de Henry James, el escritor fundamental de la literatura americana –su impacto en la tradición británica es sin duda menor–, un hombre que fue para la novela lo que Eugene O’Neill para el teatro, un gigante de la psicología y la erudición a cuya sombra crecieron sometidos otros brillantes autores como Jack London (La llamada de lo salvaje, 1903, y Colmillo Blanco, 1906, ambos en Alianza); Upton Sinclair (La jungla, Capitán Swing); Sinclair Lewis (Doctor Arrowsmith y Babbitt; ambos de Nórdica); Sherwood Anderson (Winesburg, Ohio, El Acantilado); Kate Chopin (El despertar, Cátedra) o Stephen Crane (La roja insignia del valor, DeBolsillo). Como recuerda Bloom en su Canon de la novela (Páginas de Espuma), James “representa lo que Emerson profetizó como el ‘hombre central’ que vendría a cambiar las cosas de una vez por todas y a celebrar lo Nuevo en Estados Unidos”. En la dialéctica emersonianos (Thoreau, Whitman, Robert Frost)-antiemersonianos (Hawthorne, Melville, TS Eliot), James, al igual que Dickinson y Wallace Stevens, opta por una elegante elusión del filósofo, aunque el pensamiento de éste coloniza por completo la obra del primero. Conviene recordar que Emerson es un filósofo que estima tan poco la moral como las costumbres; sus temas son el poder, la libertad, el destino y la prudencia. Así las cosas, resulta complicado seleccionar un título del prolijo corpus de James para presentarlo como candidato a Gran Novela Americana, ya que en su repertorio, pléyade más bien, lucen verdaderas joyas como Las alas de la paloma (1902, El cuenco de plata), Daisy Miller (1878, Espasa) o Los papeles de Aspern (1888, Alba y Tusquets).

Si hubiera definitivamente que destacar una obra de James para presentarla al concurso, este cronista se decantaría por Retrato de una dama (1881, Cátedra), pese a que el autor consideraba Los embajadores (1903, Literatura y Ciencia) su mejor novela. La protagonista de esta ficción, Isabel Archer, se erige en el personaje de mujer estadounidense más importante desde Hester Prynne, un arquetipo de inteligencia, audacia, hermosura y con una profunda consideración de la dignidad femenina, aunque carente del erotismo con que Hawthorne dota a su heroína. Las similitudes entre el retorno final de Prynne a la comunidad de Boston y la determinación de Archer de volver a casa con su esposo son evidentes. Obsérvese que las grandes mujeres americanas, a diferencia de Emma Bovary o Anna Karenina, no mueren; se reinventan. Este relato, asimismo, es paradigmático de la confrontación entre las realidades estadounidense y británica, un pulso creativo que se mantiene a lo largo de toda la trayectoria del autor que nació americano y murió inglés.

 

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