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El judío que escapó de su infierno ultraortodoxo: “Hace años que no sé nada de mis hijos”

Por El Mundo  ·  06.04.2021

Shulem Deen tenía 18 años. Vivía en una comunidad ultraortodoxa jasídica a una hora de Nueva York. Acababa de casarse, esa misma tarde, con una chica a la que había visto no más de tres o cuatro veces antes de la boda obviamente arreglada. Pero el auténtico problema, el de verdad, llegó por la noche. Cuando tocaba ayuntar con Gitty, que así se llamaba la pobre infeliz. Y ninguno de los dos tenía ni remota idea de cómo demonios hacerlo.

El rabino le había dicho a Shulem que no tuviera empacho en telefonearle. Fuera la hora que fuera. Si necesitaba consejo, y si no se veía capaz. Así que, tras varios intentos infructuosos, el chico marcó el número. Eran las tres de la madrugada.

«Es como montar un mueble, si seguís así seguro que lo lográis», le vino a devolver, cansado, el rabino. Quien no dejó de recordarle, además, que había un rito necesario que cumplir para construir ese amor falso y voluntarista: había de decirle a su esposa, durante el acto, dos veces ‘Te quiero’: «Una al principio y otra al final».

Total, que Shulem y Gitty, que apenas se habían mirado a los ojos durante todo el día, por pura timidez, con sus familias y toda la comunidad bailando alrededor como posesos, cumplieron torpemente con el imperativo religioso.

Trece años y mucho desencanto después, en 2007, Shulem partía en el verdadero viaje de su vida: se separaba de Gitty. Dejaba a sus cinco hijos atrás y abandonaba, completamente desencantado, la comunidad ultra skver de New Square. Una de las «sectas» -como él la define-, más cerradas del culto jasídico: «Me di cuenta de que todo era falso, un engaño».

Un viaje, no obstante, con todo tipo de peajes: «Salí de allí sin formación ninguna, más allá del graduado escolar, y sin un abogado que me asesorara», cuenta hoy. «Mi ex mujer me prometió que podría ver siempre a los niños, pero luego consiguió alejarme de ellos… Hace años que no sé nada de ellos», narra un Shulem de 46 años, hoy emancipado, «libre», dueño de una vida «normal, aunque sé que nunca seré enteramente normal», vecino de Brooklyn, a una hora en coche de la ratonera donde aún viven sus hijos.

«Tengo ya cuatro nietos, pero no les he visto nunca. ¿Puedes creerlo? Sueño con que un día alguien llame a la puerta de mi casa y diga: Hola, soy tu hijo u hola, soy tu nieto. Y así ayudarles a salir de ahí. Yo no voy a arrancarles de una fe que creen verdadera, no voy a hacer eso. Pero si quieren salir y necesitan mi ayuda, ahí estaré. Por supuesto».

La editorial Capitán Swing publica ahora en España Los que se van no regresan, el libro en el que Deen vuelca su infernal inmersión y salida de la comunidad skver, un culto que huyó de la Europa nazi desde Ucrania a Estados Unidos. En una inteligente primera persona del singular, de lectura sencilla pero penetrante, el libro lo mismo recuerda al 1984 de Orwell que a El cuento de la criada de Margaret Atwood y, sobre todo, a la serie Unorthodox, inspirada en las memorias de Deborah Feldman.

La obra constituye una larga confesión-testamento, con tintes de tragicomedia, sobre la dura epopeya personal de Deen en un entorno opresivo que aún hoy segrega a hombres y mujeres

-«hasta los 20 no estaba acostumbrado a ver a un hombre y una mujer juntos»-, prohíbe las pantallas y todo lo que abra contactos con el mundo exterior, obliga a un extenuante estudio diario del Talmud a los varones (para las hembras queda tener hijos), e incluso anima a la cultura de la delación: cuenta el autor cómo, en el colegio, se dedicaba a investigar a sus compañeros y a denunciar sus «desviaciones» si, por ejemplo, les pillaba con música «impura» o con ropa «irrespetuosa».

Peor que los amish, vamos. Las mujeres se rapan el pelo y si salen a la calle se ponen peluca, para no provocar la lujuria de los machos: «El cabello de la mujer es desnudez», prescriben los rabinos. Los hombres no pueden mirar lo que les dé la gana: «Una mirada a un lugar inadecuado equivale a perder un año de estudio de la Torah», repiten.

«¿Que cuánta gente vive ahora en cultos jasídicos de este tipo? Pues sólo en el estado de Nueva York se calcula que unas 400.000 personas, pero hay comunidades skver también en California, en Oregón, en Florida…», cuenta Deen desde Brooklyn por videoconferencia. No es fácil imaginárselo con la kipa y los tirabuzones cayéndole de la cabeza, pero esa fue su vida durante varias décadas.

Deen nace en 1974 en el seno de una familia jasídica de Brooklyn, con unos padres devotos del Talmud, pero en realidad conversos: habían «abrazado un mundo de idealismo» después de vivir a tope la explosión festiva de los años 60. «Ellos se habían entregado a la fe ya mayores, no habían conocido lo que era crecer así».

Tras criarse inmerso en la ultraortodoxia y estudiar un año en Montreal, un Shulem adolescente decide que quiere algo aún más ascético y puro que el judaísmo de sus padres. Termina, aún contra la opinión de ellos, en New Square, un asentamiento sólo para miembros del culto skver situado una hora al norte de la megalópolis.

«Esos primeros años fueron muy cálidos, los recuerdo como muy buenos. Mientras crees en ello, te sientes muy arropado». Shulem verbaliza así la más eficiente arma de estos grupos: la aceptación absoluta de sus siervos, a cambio de una hipoteca no menos absoluta: «La entrega es total».

La dependencia de los textos sagrados se hace en esa parte de su vida asfixiante incluso para el lector de las memorias, que pueden leerse también como un manual de cómo constituir una secta… Hasta extremos inconcebibles: cuando Deen y Gitty se casan y logran finalmente que ella se quede embarazada, ambos se admiten mutuamente que no tienen ni idea de «por dónde» nacerá su primera hija.

Al venir al mundo la segunda, poco después, Deen descubre la amarga verdad: ni él, ni su esposa, con la que apenas intercambia monosílabos a la hora de la cena, están preparados para, con apenas 20 años cumplidos, sostener el esfuerzo de criar una familia en medio de la opresividad skver: incluso tienen que llevarle todos los meses bragas manchadas con la menstruación de Gitty a los rabinos, para que ellos, «teorizando sobre la enorme gama de rojos y ocres», comprueben los ciclos fértiles de la mujer.

Conforme sus hijos van naciendo, Deen comienza a darse cuenta de que «todo lo que dicen los rabinos es mentira», de que «llevan siglos inventándose cosas». Un día enciende la radio, un fútil acto pecaminoso como cualquier otro. Nada vuelve a ser lo mismo.

Deen se ve obligado a buscar trabajo para mantener a su familia, siempre dentro del mundo jasídico: «Te dan trabajos, en realidad hay todo un entorno económico sólo para jasídicos… Que pierdes al salir, y tras el cual te das la bofetada contra la realidad: en el mundo real, lo primero que te preguntan para conseguir un puesto no es qué fe profesas, sino cuál es tu capacitación… Y de allí sales con ninguna prácticamente, apenas con el graduado escolar».

Deen comienza a vivir de espaldas a su credo, a escaparse al Village neoyorkino, a comer comida no kosher para horror de su esposa, que aplica tácticas de la Stasi para fiscalizarle. Un día, en 2003, abre secretamente un blog, lo titula Hasidic rebel y comienza a soltar lastre. El Village Voice se interesa por él. Comienza el largo camino del deshielo, hasta que cuatro años después los rabinos le amenazan con echarle del pueblo por «hereje»… Y, antes que condenar a sus hijos al destierro, Deen acepta separarse de su mujer e iniciar una nueva vida. «Fue un proceso terrible, muy duro… También valiente, mucha gente sigue viviendo ahí dentro sin creerse nada de ese cuento, esa es la triste verdad».

Todo va cayéndose a su alrededor: el día en que su ex mujer le dice que no puede volver a hablar con él, sus intentos de ser una persona «como las demás», la progresiva desaparición de sus hijos… «Llevo muchos años sin verlas, excepto a la segunda mayor. Comí con ella hace año y medio, y hace poco me escribió, y dice que quiere mantener el contacto por escrito», cuenta desde Brooklyn.

¿Cree en dios Shulem Deen hoy, 14 años después de abjurar? «En qué dios». No sé, en cualquiera de ellos. «No, la verdad».

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